A los signos de puntuación,
Chelo y Juan. Jorge, Flor, María, Ele, Víctor, Adriel, Chelo, Tomás, Alfonso, Patro, Toyi, Paco, Inma, Antonio, Adi, Tomás, Espe, Mari Carmen, Miguel, Rosa, Fonsi, Toño, Josefina, Sivi, Conchita, Paco, Rafa, Angelines, Teresa, Paloma, Miguel Ángel, Alfon, Edel, Vicky, Dulce, Inés, Dani, Vanessa, Rocío, Athe, Miguel, Lucía, Pablito, Claudia, Lucía, Paula, Fran, Xavi, Joseba, Ángel, Jorge, Afri, Marcos, Zen, Volga, Zarpas, Noa, Ara, Tasti, Capri, Kiara, Coco, Duna, India, Roco, Darwin, Sorgin, Moher,…
… Jona, Patri, Nacho, Isa, Javi, Patri, Pilu, Raúl, Raffa, Rose, Chiki, Sandra, Sara, Ire, Carol, Ginger, Aida, Blanca, Eleno, Carlos, Sarita, Rosana, Marchante, Ylenia, Sarah, Isa, Moma, Al, Rober, Fer, Valerio, Blanca, Lore, Estrella, Juanmi, Irene, Mar, Diego, Pituisa, Mire, Annika, Sheila, Rakeliya, Noe, Rocio, Sofía, Estefa, Bego,…
… Marta, Nacho, Salva, Miguel, Raquel, Javi, Eli, Pablo, María, Bea, Mario, Isa, Myriam, Nick, María, Eva, Noe, Vicky, Bea, Jesús, Gema, Edu, Pincho, Mariola, Nieves, Rocío, Carmen, Esther, Raquel, Javi, Charlie, Tomás, Fernando, Mamen, Edu, Valerio, Arancha, Elisa, Miguel, Clara, Alfonso, Noe,…
… Manu, Hanna, Arcos, Beatriz, Noelia, Susana, Asier, Nidia, Borobia, Camón, Dani, Susana, Matilde, Iván, Raymon, Laura, Carlos, Rubén, Patricia, Mayte, César, Fifi, Julia, Choco, Javi, Sonia, Nuria, Silvia, Fer, Gordi, Míster, Amada, Luigi, Mª Antonia, Kiko, Dolado, Alberto, Pozo, Juanpa, Cubero, Rorro, Gonzalo, Fede, Edu, Nillo, Juanfran, Chema,…
… Carlos, Luismi, Pedro, Hugo, Ramonín, Robbie, Lauri, Edu, Adolfo, Jon, José Ángel, Paco, Tinín, Karlos, Álex, Javi, Fernando, Juana, Vanessa, Isi, Sergio, Nuria, Javi, Noa, Sofía, Mari Carmen, Goiko, Ion, Tamar, Mikel, Izaskun, Oiane, Ciru, Patri, Pedro, Nekane, Ten, Cristina, Blas, Jose, Rober, Jaime, Feli, Anna, Yolanda, Mayte, Laura, Robertín, Vanesa, May, Virginia, Isi, Jesús, Jonathan, Isra, Juan, Áurea, Elena,…
… y más.
La vida está llena de nombres propios, de caras, de personalidades. A algunos les conozco desde que nací, a otros desde hace apenas cuatro meses, pero todos ellos han dejado su huella en mí (aunque muchos no lo sepan). Una parte de de lo que soy está moldeada en base a su influencia. La sangre, las vacaciones, el barrio, el cole, la autoescuela, el trabajo, la universidad,… el medio es lo de menos, lo importante es que en un momento determinado nos encontramos, nos conocimos, nos gustamos y compartimos buenos momentos, y no tan buenos. Disfrutamos juntos y sufrimos juntos.
Con ellos se viven multitud de sonrisas, manías, cartas, enfados, amores, trabajos, fiestas, canciones, regalos, confesiones, chiringuitos, compras, estudios, tristezas, médicos, reportajes, viajes, pipas, peñas, abrazos, chuletones, exámenes, trivials, fumadas, locuras, cumpleaños, robos, brechas, flashes, autobuses, suspensos, agostos, debates, conciertos, consolas, muertes, piscinas, dardos, votaciones, peleas, nacimientos, cines, sonrojos, billares, borracheras, besos, siestas, vaciles, sentencias, madrugones, columpios, amaneceres, series, esperanzas, bodas, playas, desamores, nevadas, miedos, karts, destinos, sobresalientes, napolitanas, caños, operaciones, sueños, mentiras, bares, mails, risas, reflexiones, regalices, consuelos, bailes, caricias, enseñanzas, victorias, fatigas, pachangas, recuerdos, oreos, esguinces, rapados, miradas, nesquiks, ironías, Nocheviejas, manifestaciones, toros, paseos, preocupaciones, travesuras, felicidades, azotes, atardeceres, lágrimas, aplausos, canoas, bicis, silencios, mimos,…
Con ellos la vida son emociones, sentimientos y pasiones.
No necesariamente la vida tiene que tener sentido, pero sí debe ser sentida. Con ellos lo es.
domingo, 12 de abril de 2009
martes, 7 de abril de 2009
Abono transportes
Al demente autobusero,
Había recorrido más de un cuarto de la ruta planificada. Un trayecto anhelado pero desconocido. Un destino cierto.
Los asientos delanteros estaban ocupados por dos niños, espontáneos e ingenuos, que a ratos se divertían y enfadaban por caprichos absurdos. Eran sólo dos críos, pero armaban tanto escándalo que sus gritos eran perceptibles desde cualquier punto del autobús.
Fueron ellos los primeros en subirse al 29, y fueron ellos quienes le guiaron durante los kilómetros iniciales del viaje. Quizá durante más tiempo del deseable. Luego decidieron irse al fondo del autobús. Callaron y durmieron. Un sueño que duró días, meses y algún año que otro. Un firme bacheado les devolvió del Reino de Morfeo y retornaron a la cabina. Se adueñaron de nuevo del volante y pusieron su rumbo deseado.
En la segunda parada del autobús esperaba apoyado en la marquesina un adolescente. Inconsciente, nihilista, orgulloso y confiado. Entró con paso firme, chulo y soberbio. Los niños se asustaron y corrieron a esconderse tras los últimos bancos del bus. Era el chaval quien tomaba los mandos. Eligió un camino con curvas. Miró por el retrovisor y vio que le seguía un tropel de autobuses como el suyo. Se sintió más seguro. Un peaje detuvo en seco a aquel ansioso acné. Era la primera vez que el joven se encontraba con un obstáculo y tuvo miedo. Paró el motor y se fue a sentar atrás.
Subieron entonces un par de adultos veinteañeros o veinteañeros adultos. Tranquilizaron a los ocupantes del vehículo, pagaron la tarifa y emprendieron nuevamente la marcha. Fue una etapa del viaje sin sobresaltos, controlada, pero sin descuidar los placeres del momento. Parecía que habían encontrado la carretera adecuada, el recorrido correcto. De repente, el reventón de una rueda truncó la paz de la travesía. Bajaron los cinco a sustituirla por la de repuesto, pero no había de repuesto. Debían continuar con un neumático pinchado. Los veinteañeros reflexionaron: les sería imposible llegar al destino con el vehículo en ese estado. Consideraban una pérdida de tiempo reemprender el viaje con una rueda inservible que les dejaría tirados en cualquier momento. Desistieron.
Los niños, soñadores e inocentes, asumieron de nuevo la capitanía de la nave. El adolescente y los adultos se rieron. Pero en el fondo, sabían que aquellos dos críos acabarían dirigiéndoles por el camino deseado. Y así fue. La carretera se pintó de verde y la sonrisa inundó el 29. Sortearon decenas de baches, e incluso un socavón profundo hasta el corazón y doloroso. Aquel autobús no tenía freno…
Hasta que lo tuvo.
Alguien pulsó el botón de parada solicitada. Alguien quería bajar. Alguien quería subir.
Había recorrido más de un cuarto de la ruta planificada. Un trayecto anhelado pero desconocido. Un destino cierto.
Los asientos delanteros estaban ocupados por dos niños, espontáneos e ingenuos, que a ratos se divertían y enfadaban por caprichos absurdos. Eran sólo dos críos, pero armaban tanto escándalo que sus gritos eran perceptibles desde cualquier punto del autobús.
Fueron ellos los primeros en subirse al 29, y fueron ellos quienes le guiaron durante los kilómetros iniciales del viaje. Quizá durante más tiempo del deseable. Luego decidieron irse al fondo del autobús. Callaron y durmieron. Un sueño que duró días, meses y algún año que otro. Un firme bacheado les devolvió del Reino de Morfeo y retornaron a la cabina. Se adueñaron de nuevo del volante y pusieron su rumbo deseado.
En la segunda parada del autobús esperaba apoyado en la marquesina un adolescente. Inconsciente, nihilista, orgulloso y confiado. Entró con paso firme, chulo y soberbio. Los niños se asustaron y corrieron a esconderse tras los últimos bancos del bus. Era el chaval quien tomaba los mandos. Eligió un camino con curvas. Miró por el retrovisor y vio que le seguía un tropel de autobuses como el suyo. Se sintió más seguro. Un peaje detuvo en seco a aquel ansioso acné. Era la primera vez que el joven se encontraba con un obstáculo y tuvo miedo. Paró el motor y se fue a sentar atrás.
Subieron entonces un par de adultos veinteañeros o veinteañeros adultos. Tranquilizaron a los ocupantes del vehículo, pagaron la tarifa y emprendieron nuevamente la marcha. Fue una etapa del viaje sin sobresaltos, controlada, pero sin descuidar los placeres del momento. Parecía que habían encontrado la carretera adecuada, el recorrido correcto. De repente, el reventón de una rueda truncó la paz de la travesía. Bajaron los cinco a sustituirla por la de repuesto, pero no había de repuesto. Debían continuar con un neumático pinchado. Los veinteañeros reflexionaron: les sería imposible llegar al destino con el vehículo en ese estado. Consideraban una pérdida de tiempo reemprender el viaje con una rueda inservible que les dejaría tirados en cualquier momento. Desistieron.
Los niños, soñadores e inocentes, asumieron de nuevo la capitanía de la nave. El adolescente y los adultos se rieron. Pero en el fondo, sabían que aquellos dos críos acabarían dirigiéndoles por el camino deseado. Y así fue. La carretera se pintó de verde y la sonrisa inundó el 29. Sortearon decenas de baches, e incluso un socavón profundo hasta el corazón y doloroso. Aquel autobús no tenía freno…
Hasta que lo tuvo.
Alguien pulsó el botón de parada solicitada. Alguien quería bajar. Alguien quería subir.
viernes, 13 de marzo de 2009
Maniático de las manías
A los que nos metemos a hacer cosas que no sabemos,
Me encanta estirarme los brazos por las mañanas,
llevar colgada de un hombro la mochila,
acostarme, dormir y despertarme con la radio encendida,
y sacar la sábana sobre el edredón cuando hago la cama.
Canibaleo con voracidad los padrastros de la mano,
en los pasos de peatones sobre las rayas blancas vuelo,
vistiendo camiseta por fuera y estilo mohicano en el pelo,
y unas zapas que calzo y descalzo con un cordón anciano.
Hago música al pisar los adoquines sueltos del empedrado,
descanso en el bus junto a la ventana que da a la calle,
en el cine, butaca de pasillo para que la peli no me raye,
y un tic nervioso ataca a mi pierna mientras estoy sentado.
Dando vueltas y vueltas mareo a mis anillos,
Desde canijo siempre con la lengua fuera,
quito el rabo jugando a “pobre o rico” a la manzana y a la pera,
y heridas me hago en la boca por morderme los carrillos.
Bebo de mi vaso amarillo con la grieta enfrente,
silbo el tema central de La gran evasión,
escucho música sin acabar de oír la canción,
y a la cama marcho cuando en pie no queda más gente.
Pisa el derecho en el Metro tras subir o bajar escaleras,
en busca de sueños y un trago de agua en la boca,
pulsar sin parar el botón de arriba del boli es lo que toca,
y bajar a la calle de noche cuando aún no están las aceras.
Acaricio el marco superior de las puertas,
alzo la vista y miro al cielo cuando entro bajo techo,
al dormir, la persiana a la mitad y las adidas junto al lecho,
y el reloj siempre adelantado para pasar horas muertas.
Me encanta estirarme los brazos por las mañanas,
llevar colgada de un hombro la mochila,
acostarme, dormir y despertarme con la radio encendida,
y sacar la sábana sobre el edredón cuando hago la cama.
Canibaleo con voracidad los padrastros de la mano,
en los pasos de peatones sobre las rayas blancas vuelo,
vistiendo camiseta por fuera y estilo mohicano en el pelo,
y unas zapas que calzo y descalzo con un cordón anciano.
Hago música al pisar los adoquines sueltos del empedrado,
descanso en el bus junto a la ventana que da a la calle,
en el cine, butaca de pasillo para que la peli no me raye,
y un tic nervioso ataca a mi pierna mientras estoy sentado.
Dando vueltas y vueltas mareo a mis anillos,
Desde canijo siempre con la lengua fuera,
quito el rabo jugando a “pobre o rico” a la manzana y a la pera,
y heridas me hago en la boca por morderme los carrillos.
Bebo de mi vaso amarillo con la grieta enfrente,
silbo el tema central de La gran evasión,
escucho música sin acabar de oír la canción,
y a la cama marcho cuando en pie no queda más gente.
Pisa el derecho en el Metro tras subir o bajar escaleras,
en busca de sueños y un trago de agua en la boca,
pulsar sin parar el botón de arriba del boli es lo que toca,
y bajar a la calle de noche cuando aún no están las aceras.
Acaricio el marco superior de las puertas,
alzo la vista y miro al cielo cuando entro bajo techo,
al dormir, la persiana a la mitad y las adidas junto al lecho,
y el reloj siempre adelantado para pasar horas muertas.
jueves, 12 de marzo de 2009
Ojos que no ven
A Iturralde González,
No veo bien. Soy miope, tengo 1 dioptría y media en cada ojo. “Ponte unos lupos o unas lentillas”, me dice Gabino (no Diego, sino San). Lo que ocurre es que no tengo un especial aprecio por las gafas, y las lentillas son las protagonistas de mi peor pesadilla. A esto se suma el hecho de que mi relación con los oculistas, como bien sabrá Jorge, nunca ha sido muy fluida.
Era julio y Telemadrid emitía maratones de la plana mayor del PP y del PSOE de Madrid (me cansa hasta escribir sus siglas) tirándose los trastos a la cabeza en la comisión de investigación de Tamayo (del que nunca más se supo). Yo, en una óptica cercana a Plaza de Castilla, asistía a uno de los momentos más abochornantes y, a la vez, dramáticos de mi vida (igual exagero un poco…). Allí, a media tarde, postrado en un potro de tortura y acompañado de un futuro padre que asistía perplejo a la escena, sufrí el acoso despiadado de un malvado profesional de las retinas. Ver su dedo gigantesco y deformado acercándose amenazante, de manera lenta y alevosa, a mi ojo indefenso resultaba aterrador. Pero el peor momento estaba aún por llegar. Una maldita comparación, menos de diez palabras que torpedearon de muerte mi humilde orgullo. “Pues a los niños pequeños no les cuesta tanto”. Emmm… quizás sea porque a ellos les duermes antes con cloroformo para que no sufran, ¡matasanos!
Después de media hora en la que mis párpados hicieron de Iker Casillas y de gorila de Pachá a la vez, conseguí hacerme amigo de las lentillas. Un paseíto de 20 minutos por la zona, una fanta naranja en una cafetería cercana, y pa’ fuera otra vez. No volví. Al menos puedo decir que he vivido durante más de un cuarto de hora con lentillas… no está al alcance de todo el mundo, tsss. Así se resume mi experiencia con esos plásticos del demonio.
“Las gafas: un coniazo”. Declaraciones exclusivas de Fernando Trueba, ratificadas por todos los árbitros de 1º y 2º división, y corroboradas también por Farruquito. Se empañan, se ensucian, se mojan, se resbalan… Sólo uso las gafas para los momentos más decisivos: conducir hasta el Plaza Norte y volver; ver un Federer-Nadal en televisión; asistir al entreno del equipo de voley de la UAM; admirar a Guillermina en todo su esplendor “enseñando” Tecnologías aplicadas al periodismo; tomar nota de los power-point de los resultados financieros de Mercadona; presenciar en el templo del fútbol internacional cómo Raúl y sus chicos aplastan al Sporting y al Betis, pero la cagan con el Atleti; reflexionar mientras disfruto de Bowling for Columbine en un Roxy semivacío…
Ni una cosa ni la otra. A pelo, que diría “Magic” Johnson. Vivo la vida con mis 3 dioptrías libres de ataduras. Así me va, que no cazo una. Se me escapan las cosas. No reconozco los gestos más allá de metro y medio. Me pierdo sonrisas, miradas, ademanes y muecas. Todos ellos componentes imprescindibles de la vida social. Para bien o para mal. Lógicamente, agradezco no percibir una mala mirada, un gesto de desaprobación o una expresión de indiferencia. Sin embargo, prefiero no pensar en la posibilidad de perderme unos ojos afectuosos, una sonrisa de complicidad o una señal de aprecio. Pensándolo fríamente, incluso la percepción de signos hostiles me parece imprescindible, por su posible labor correctora, más que nada. Está claro que a nadie le gusta ser objetivo de esas señales, pero es probable que encierren la solución a algún error en el que estamos sumidos.
En cualquier caso, lo que más me preocupa de mi obnubilación es que no sé si realmente quiero abandonarla. Creo que una parte de mí no quiere ver determinadas cosas, prefiere seguir viviendo en la ceguera más absoluta. Ni siquiera mirar para otro lado, ya que eso implica que conozco la verdad; es mejor no ver nada, me evita responsabilidades, pero también me aleja de la realidad. Supongo que esta parte de mí es la que sigue tirando de mi cuerpo hacia el fondo del océano cuando me decido a emprender la marcha hacia la superficie.
Vivo en la inseguridad. Sin saber a qué atenerme. Me cruzo con personas a las que no les pongo cara hasta que no están a tres pasos de mí. No reconozco a quién está al otro lado del andén del metro, ni a quién me saca tres puestos en la cola de la Fnac, ni a quién pide un Ballantines con Coca Cola al otro lado de la barra, ni a quién me saluda desde la acera de enfrente. A mis ojos, todo el mundo tiene el mismo rostro hasta que no pasan junto a mí.
Pero esta ceguera se extiende mucho más allá de unos cuantos metros. Hay personas con las que convivo a diario, personas a las que tengo al lado, personas a las que creo que conozco, que también me son borrosas. No a mis ojos, sino a mis sentimientos. No distingo con claridad sus deseos, sus temores, o sus esperanzas. Esta falta de visión es la que me preocupa de verdad. Temo no percibir las emociones de mis amigos y mis familiares: Fallar en el momento clave (esto me suena), no cumplir las expectativas que han puesto en mí (de esto también sé un poco).
No encontrar la frase adecuada para un consuelo porque no adivino cuál es la causa de su tristeza, no hacer la llamada en el momento idóneo porque no sé que la está esperando, no cambiar esa fea costumbre porque desconocía que la detestaba,… Me veo ciego y actúo a tientas, arriesgando lo justo. En la amistad y en el amor no caben los experimentos, son procesos mecánicos, se sabe lo que la otra persona quiere que digas, lo que la otra persona quiere que hagas. Te sale solo. Es un código no escrito que ambos conocen. No hay lugar para la planificación, es puro instinto.
Por eso cuando das con personas a las que quieres y, además, son tan transparentes a tus sentimientos que podrías llorar sus penas o reír sus alegrías antes que ellos mismos, no se pueden dejar escapar. No hablo de ser iguales o de tener caracteres parecidos, es algo más abstracto. Química. Para mi desgracia, podría escribir un máster de cómo congelar estos átomos casi hasta hacerlos desaparecer. O quizá no sea yo, quizá las valencias tengan fecha de caducidad, o quizá la conexión tenga la duración de un chispazo,… La culpa es siempre del empedrado.
Recuerdo un verano, hará más de 12 años, tirado en la hamaca del huerto de casa acompañado de varios primos. Acabábamos de comer, era domingo, y cada uno de nosotros teníamos en nuestros bolsillos los 20 duros de rigor que el abuelo nos había dado por ser el último día de la semana. Después de unas cuantas risas y de más balanceos aún, el bolsillo de Edel dijo basta y largó a las 100 pesetas a algún lugar del huerto. Llorera al canto. Comenzaba el plan urgente de búsqueda: tíos, primos y abuelos hincaban las rodillas en busca de la moneda exiliada. El reflejo del sol en algo metálico semienterrado me deslumbró. Me acerqué a ver que era y… ¡bingo! Edel volvió a sonreír, las lumbares de los adultos a descansar y mi orgullo creció tanto como el de Fernando Alonso (quizá un poco menos). ¡Qué gran vista tenía! De todos los exploradores Mata, fueron mis ojos los que dieron con el tesoro. Ojos de lince, de halcón y de gato, a la vez (me ha dado por exagerar en esta entrada, fruto, posiblemente, de ver durante horas y horas El Diario de Patricia...).
Mi año en Económicas me sirvió, además de para darme cuenta de que mi odio por las matemáticas no tiene un límite conocido por la Física, para comprender que necesitaba gafas o lentillas. Siempre me ha gustado sentarme en las últimas filas de clase. Me encantaba (no sé a qué viene este pretérito…) tener controlado todo. Tener un plano completo del aula. Eso, y que es un lugar inmejorable para echar alguna cabezada que otra… El caso es que las dificultades para distinguir los números en la pizarra crecían de forma inversamente proporcional a mi pasión por la Estadística Descriptiva y la Contabilidad Financiera. Así las cosas, y con la premura en la toma de decisiones que me caracteriza, me puse gafas... dos años después.
Últimamente estoy pensando en volver a intentarlo con las lentillas. Nuestra despedida fue fría, creo que nos quedamos con una impresión equivocada el uno de las otras. No nos llegamos a conocer del todo, fue un “aquí os pongo, aquí os quito”. El culpable fui yo, di con ellas en un momento extraño de mi vida. Vivía sobredosis de “aguirrismo” y eso acaba perturbando a cualquiera. Segundas partes nunca fueron buenas, pero es que las lentillas y yo no culminamos ni la primera… Además, las necesito en mi vida. Empezaré con algún sms, el msn y alguna perdida para retomar la relación.
Quizá con ellas pueda percibir todo aquello que ahora me estoy perdiendo. Quizá con ellas pueda observar todo eso que las personas que me rodean son capaces de ver y que yo ni siquiera atisbo. “Mírate bien”, me suelen decir; “no te ves cómo eres en realidad”, me han repetido últimamente. La verdad es que no me veo; al menos no de la misma forma que ellos me ven a mí. Una de dos: o ejerzo demasiada crítica sobre mí mismo y no soy objetivo, o las mentiras piadosas abundan en mi entorno, como, recientemente, los casos de corrupción en el del PP. Con sinceridad, creo más bien lo segundo. No considero que sea una actitud malvada, sino todo lo contrario. Se trata de comportamiento involuntario, de un acto reflejo. Es comprensible hacer cualquier cosa con tal de echar una mano a una persona a quien aprecias, y en ese “cualquier cosa” cabe el aumento exagerado (y por tanto irreal) de ciertas cualidades.
Y si las lentillas me dan carril, posiblemente me decante por unas “gafapasta” negras (recomendación expresa de Bea “Morena”). No desentonaría en un concierto de Ocean Colour Scene… Aunque, dado el caso, más que ver al señor Fowler con nitidez, preferiría escuchar con pureza y brillantez “The day we caught the train” y “Profit in peace”.
De oído no voy mal, al menos por ahora…
Para mirar son imprescindibles los ojos, para ver no.
No veo bien. Soy miope, tengo 1 dioptría y media en cada ojo. “Ponte unos lupos o unas lentillas”, me dice Gabino (no Diego, sino San). Lo que ocurre es que no tengo un especial aprecio por las gafas, y las lentillas son las protagonistas de mi peor pesadilla. A esto se suma el hecho de que mi relación con los oculistas, como bien sabrá Jorge, nunca ha sido muy fluida.
Era julio y Telemadrid emitía maratones de la plana mayor del PP y del PSOE de Madrid (me cansa hasta escribir sus siglas) tirándose los trastos a la cabeza en la comisión de investigación de Tamayo (del que nunca más se supo). Yo, en una óptica cercana a Plaza de Castilla, asistía a uno de los momentos más abochornantes y, a la vez, dramáticos de mi vida (igual exagero un poco…). Allí, a media tarde, postrado en un potro de tortura y acompañado de un futuro padre que asistía perplejo a la escena, sufrí el acoso despiadado de un malvado profesional de las retinas. Ver su dedo gigantesco y deformado acercándose amenazante, de manera lenta y alevosa, a mi ojo indefenso resultaba aterrador. Pero el peor momento estaba aún por llegar. Una maldita comparación, menos de diez palabras que torpedearon de muerte mi humilde orgullo. “Pues a los niños pequeños no les cuesta tanto”. Emmm… quizás sea porque a ellos les duermes antes con cloroformo para que no sufran, ¡matasanos!
Después de media hora en la que mis párpados hicieron de Iker Casillas y de gorila de Pachá a la vez, conseguí hacerme amigo de las lentillas. Un paseíto de 20 minutos por la zona, una fanta naranja en una cafetería cercana, y pa’ fuera otra vez. No volví. Al menos puedo decir que he vivido durante más de un cuarto de hora con lentillas… no está al alcance de todo el mundo, tsss. Así se resume mi experiencia con esos plásticos del demonio.
“Las gafas: un coniazo”. Declaraciones exclusivas de Fernando Trueba, ratificadas por todos los árbitros de 1º y 2º división, y corroboradas también por Farruquito. Se empañan, se ensucian, se mojan, se resbalan… Sólo uso las gafas para los momentos más decisivos: conducir hasta el Plaza Norte y volver; ver un Federer-Nadal en televisión; asistir al entreno del equipo de voley de la UAM; admirar a Guillermina en todo su esplendor “enseñando” Tecnologías aplicadas al periodismo; tomar nota de los power-point de los resultados financieros de Mercadona; presenciar en el templo del fútbol internacional cómo Raúl y sus chicos aplastan al Sporting y al Betis, pero la cagan con el Atleti; reflexionar mientras disfruto de Bowling for Columbine en un Roxy semivacío…
Ni una cosa ni la otra. A pelo, que diría “Magic” Johnson. Vivo la vida con mis 3 dioptrías libres de ataduras. Así me va, que no cazo una. Se me escapan las cosas. No reconozco los gestos más allá de metro y medio. Me pierdo sonrisas, miradas, ademanes y muecas. Todos ellos componentes imprescindibles de la vida social. Para bien o para mal. Lógicamente, agradezco no percibir una mala mirada, un gesto de desaprobación o una expresión de indiferencia. Sin embargo, prefiero no pensar en la posibilidad de perderme unos ojos afectuosos, una sonrisa de complicidad o una señal de aprecio. Pensándolo fríamente, incluso la percepción de signos hostiles me parece imprescindible, por su posible labor correctora, más que nada. Está claro que a nadie le gusta ser objetivo de esas señales, pero es probable que encierren la solución a algún error en el que estamos sumidos.
En cualquier caso, lo que más me preocupa de mi obnubilación es que no sé si realmente quiero abandonarla. Creo que una parte de mí no quiere ver determinadas cosas, prefiere seguir viviendo en la ceguera más absoluta. Ni siquiera mirar para otro lado, ya que eso implica que conozco la verdad; es mejor no ver nada, me evita responsabilidades, pero también me aleja de la realidad. Supongo que esta parte de mí es la que sigue tirando de mi cuerpo hacia el fondo del océano cuando me decido a emprender la marcha hacia la superficie.
Vivo en la inseguridad. Sin saber a qué atenerme. Me cruzo con personas a las que no les pongo cara hasta que no están a tres pasos de mí. No reconozco a quién está al otro lado del andén del metro, ni a quién me saca tres puestos en la cola de la Fnac, ni a quién pide un Ballantines con Coca Cola al otro lado de la barra, ni a quién me saluda desde la acera de enfrente. A mis ojos, todo el mundo tiene el mismo rostro hasta que no pasan junto a mí.
Pero esta ceguera se extiende mucho más allá de unos cuantos metros. Hay personas con las que convivo a diario, personas a las que tengo al lado, personas a las que creo que conozco, que también me son borrosas. No a mis ojos, sino a mis sentimientos. No distingo con claridad sus deseos, sus temores, o sus esperanzas. Esta falta de visión es la que me preocupa de verdad. Temo no percibir las emociones de mis amigos y mis familiares: Fallar en el momento clave (esto me suena), no cumplir las expectativas que han puesto en mí (de esto también sé un poco).
No encontrar la frase adecuada para un consuelo porque no adivino cuál es la causa de su tristeza, no hacer la llamada en el momento idóneo porque no sé que la está esperando, no cambiar esa fea costumbre porque desconocía que la detestaba,… Me veo ciego y actúo a tientas, arriesgando lo justo. En la amistad y en el amor no caben los experimentos, son procesos mecánicos, se sabe lo que la otra persona quiere que digas, lo que la otra persona quiere que hagas. Te sale solo. Es un código no escrito que ambos conocen. No hay lugar para la planificación, es puro instinto.
Por eso cuando das con personas a las que quieres y, además, son tan transparentes a tus sentimientos que podrías llorar sus penas o reír sus alegrías antes que ellos mismos, no se pueden dejar escapar. No hablo de ser iguales o de tener caracteres parecidos, es algo más abstracto. Química. Para mi desgracia, podría escribir un máster de cómo congelar estos átomos casi hasta hacerlos desaparecer. O quizá no sea yo, quizá las valencias tengan fecha de caducidad, o quizá la conexión tenga la duración de un chispazo,… La culpa es siempre del empedrado.
Recuerdo un verano, hará más de 12 años, tirado en la hamaca del huerto de casa acompañado de varios primos. Acabábamos de comer, era domingo, y cada uno de nosotros teníamos en nuestros bolsillos los 20 duros de rigor que el abuelo nos había dado por ser el último día de la semana. Después de unas cuantas risas y de más balanceos aún, el bolsillo de Edel dijo basta y largó a las 100 pesetas a algún lugar del huerto. Llorera al canto. Comenzaba el plan urgente de búsqueda: tíos, primos y abuelos hincaban las rodillas en busca de la moneda exiliada. El reflejo del sol en algo metálico semienterrado me deslumbró. Me acerqué a ver que era y… ¡bingo! Edel volvió a sonreír, las lumbares de los adultos a descansar y mi orgullo creció tanto como el de Fernando Alonso (quizá un poco menos). ¡Qué gran vista tenía! De todos los exploradores Mata, fueron mis ojos los que dieron con el tesoro. Ojos de lince, de halcón y de gato, a la vez (me ha dado por exagerar en esta entrada, fruto, posiblemente, de ver durante horas y horas El Diario de Patricia...).
Mi año en Económicas me sirvió, además de para darme cuenta de que mi odio por las matemáticas no tiene un límite conocido por la Física, para comprender que necesitaba gafas o lentillas. Siempre me ha gustado sentarme en las últimas filas de clase. Me encantaba (no sé a qué viene este pretérito…) tener controlado todo. Tener un plano completo del aula. Eso, y que es un lugar inmejorable para echar alguna cabezada que otra… El caso es que las dificultades para distinguir los números en la pizarra crecían de forma inversamente proporcional a mi pasión por la Estadística Descriptiva y la Contabilidad Financiera. Así las cosas, y con la premura en la toma de decisiones que me caracteriza, me puse gafas... dos años después.
Últimamente estoy pensando en volver a intentarlo con las lentillas. Nuestra despedida fue fría, creo que nos quedamos con una impresión equivocada el uno de las otras. No nos llegamos a conocer del todo, fue un “aquí os pongo, aquí os quito”. El culpable fui yo, di con ellas en un momento extraño de mi vida. Vivía sobredosis de “aguirrismo” y eso acaba perturbando a cualquiera. Segundas partes nunca fueron buenas, pero es que las lentillas y yo no culminamos ni la primera… Además, las necesito en mi vida. Empezaré con algún sms, el msn y alguna perdida para retomar la relación.
Quizá con ellas pueda percibir todo aquello que ahora me estoy perdiendo. Quizá con ellas pueda observar todo eso que las personas que me rodean son capaces de ver y que yo ni siquiera atisbo. “Mírate bien”, me suelen decir; “no te ves cómo eres en realidad”, me han repetido últimamente. La verdad es que no me veo; al menos no de la misma forma que ellos me ven a mí. Una de dos: o ejerzo demasiada crítica sobre mí mismo y no soy objetivo, o las mentiras piadosas abundan en mi entorno, como, recientemente, los casos de corrupción en el del PP. Con sinceridad, creo más bien lo segundo. No considero que sea una actitud malvada, sino todo lo contrario. Se trata de comportamiento involuntario, de un acto reflejo. Es comprensible hacer cualquier cosa con tal de echar una mano a una persona a quien aprecias, y en ese “cualquier cosa” cabe el aumento exagerado (y por tanto irreal) de ciertas cualidades.
Y si las lentillas me dan carril, posiblemente me decante por unas “gafapasta” negras (recomendación expresa de Bea “Morena”). No desentonaría en un concierto de Ocean Colour Scene… Aunque, dado el caso, más que ver al señor Fowler con nitidez, preferiría escuchar con pureza y brillantez “The day we caught the train” y “Profit in peace”.
De oído no voy mal, al menos por ahora…
Para mirar son imprescindibles los ojos, para ver no.
miércoles, 4 de marzo de 2009
Respuesta de Trivial: Selenitas
A DreamWorks,
He pasado allí horas y horas y, sin embargo, no he estado nunca.
El otro día se celebró en mi casa una reunión familiar, con tíos, primos, hermanos, sobrino,… En el salón, mientras ellos discutían sobre no se qué cuestión, yo pensaba. De repente, Dani me zarandeó de un hombro y me dijo: “Primo, que estamos aquí; baja a la Tierra, anda, que estás en la Luna”. Ojalá.
Corría el 20 de julio de 1989. Eran las 9 de la mañana y un extraño aire fresco invadía lo que estaba siendo un Madrid saharaui en aquel verano. Y allí estaba yo (sí, despierto en vacaciones antes de las 13 horas), sentado en el asiento del copiloto de un Mitsubishi Galant de color blanco con la única compañía de mi abuelo Alfonso; él al volante, por supuesto. Nuestro destino, Arroyomuerto; nuestro equipaje, toda la ilusión del mundo.
Recuerdo observar a mi abuelo santiguarse en el coche poco antes de emprender la marcha. Me extrañó, era la primera vez que veía hacerlo fuera de la Iglesia. No le pregunté el motivo del gesto. Lo supuse y, simplemente, le imité. Él era el jefe, además, ya habría tiempo para hacer preguntas durante el viaje.
Cuando divisábamos las murallas de Ávila, en el magazine matutino que nos amenizaba la marcha en el radiocasete del coche, comenzaron a charlar sobre la conmemoración del 20º aniversario de la llegada del hombre a la Luna. Una riada de interrogantes sobre aquella hazaña regaba mi cabeza. Se abría la veda para las preguntas. El conductor era la víctima. “¿Cómo llegaron hasta allí?, ¿qué vieron cuando llegaron?, ¿cuánto tiempo tardaron en llegar? -no sé por qué a los niños nos intriga tanto la duración de los viajes, es como si nos fuera la vida en ellos; aunque pensándolo bien, gran parte de nuestra vida se nos va en ellos-, ¿cuántas personas fueron?, ¿por qué no fue ninguna chica?, ¿fue entonces cuando llevaron a Laika?, ¿por qué no se quedaron más tiempo?, ¿dónde estabas tú cuando sucedió?”.
Cualquier otra persona no habría tardado ni dos minutos en pulsar el botón Turbo Boost del salpicadero, con el que se abría la capota del coche y el asiento del copiloto salía propulsado por los aires. Pero no. Mi abuelo era un hombre de pocas palabras y de mucha paciencia. No me acuerdo de ninguna de sus respuestas, pero tengo grabado a fuego en mi memoria la sonrisa que me dedicaba en cada una de ellas.
Mi abuelo Alfonso y la Luna. Seguro que allá donde esté ya se ha dado algún que otro paseo mañanero (de aquellos a los que nos tenía acostumbrados) sobre la superficie del satélite, saboreando, ya sin preocupaciones pulmonares (aunque ciertamente él nunca las tuvo), un paquete de Ducados.
Más o menos por aquella época, recuerdo que en la clase de música del Colegio Breogán (los viernes, creo), mis compañeros y yo formábamos un círculo de micos con la profesora, Amada, en el centro. Entonces, cantábamos juntos: “Al sol le llaman Loren- Lorenzo y a la Luna, Luna Catalina- lina…”. Todo ello aderezado con maracas, triángulos y cajas chinas.
La vida es una continua elección. Sol o Luna. Yo siempre he sido más de Catalina. La Luna tiene un halo misterioso que la hace desesperadamente atractiva. Sé poco de ella, pero ella me conoce casi como si me hubiera parido. Hijo de la Luna que cantaba Mecano. No me extrañaría nada que Chelito fuera su reflejo en el Planeta Azul. Energía sobrehumana, siempre de cara, luz en la oscuridad, guía eterna. Movimiento permanente y reflexión profunda.
Vivo en un segundo piso, a un abismo de “la gran aspirina”. Sin embargo, asomarme a la terraza de la cocina, ya dentro de una noche cerrada, y verla ahí, humilde y altanera a la vez, bailando entre la Torre Picasso y las Torres KIO, es como tenerla a un palmo de distancia.
Decía que ella me conoce muy bien porque siempre ha sido mi primera opción a la hora de las confesiones (con permiso de Volga). Agobios de exámenes, incertidumbres familiares, dudas, pérdidas, esperanzas, desencuentros, miedos,… Quedábamos a una hora en la que el Sol estuviera escondido. Ella, desde la perpendicular sobre algún lugar de la Castellana; yo, asomado a mi terraza. Nos desahogábamos hasta secarnos. Yo a ella siempre la he conocido así. Lo del hielo también es nuevo para mí.
La Luna desprende magia. Mirarla es abstraerse de la realidad y emprender un viaje de fantasía. Muchas veces he pensado lo apasionante, y peligroso a la vez, que sería emigrar durante unos años a nuestra pequeña vecina. Apasionante: descubriendo lo desconocido, sintiendo in situ lo que he deseado sentir a cientos de miles de kilómetros, observando desde su mirador más apuesto la belleza del planeta en el que hemos nacido y en el que moriremos. Peligroso: conociéndome más y mejor a mí mismo, ahogándome en una ansiedad remota, echando en falta a personas y situaciones que aquí me agobian. Pero me encantaría, aunque sólo fuera un breve paseo, arrastrar las zapas por el polvo lunar, sentarme a escribir mientras escucho música en alguna roca del satélite. Debe ser un lugar inmejorable para pensar.
La Luna, a diferencia de nuestra estrella, rara vez se esconde. Alguna que otra vez no puede evitarlo, pero es reconfortante alzar la vista un día de agosto y verla ahí arriba, blanca y brillante como el satén. Era un día de agosto, creo que el 10, del año 2002. El reloj digital marcaba las 7.30 y un grupo de amigos, entre los que yo me encontraba, disfrutábamos de una tarde de vacaciones en Tamames (Salamanca) jugando al frontón. Yo acababa de palmar mi partido (cosa rara, ejem ejem, jeje) y decidí descansar tumbándome boca arriba en el cemento hirviente, fuera de los límites de la pista. Entre la inmensidad del cielo más azul que jamás haya visto se asomaba orgullosa una “c” calcárea. Era como ver un oasis en medio del océano infinito. Ninguna nube, ningún ave, ningún avión, sólo mi amiga (o mitad de ella). El tiempo se detuvo, no oía nada, no sentía nada. Todo paz.
Tiene poderes. Maneja los mares a su antojo, altera a las personas, habla con los animales y mantiene a raya a todo un planeta. Tengo un amigo que no lo está pasando muy bien últimamente. No le conozco desde hace mucho tiempo, pero en los momentos que hemos compartido juntos me ha demostrado que es una buena persona. Un chaval tierno y espontáneo, que rezuma energía por los cuatro costados y que aporta unas dosis de intensidad a todas sus acciones que acaban por arrastrarte como si de un tornado se tratara. Por si esto fuera poco, comprensión le sobra, rebosa inteligencia y tiene la simpatía y el buen humor por condena. Ella te va a echar una mano, amigo.
“You saw me standing alone…”. Siempre me ha gustado “Blue moon”. La verdad es que nunca me ha quedado claro cuándo está en fase Menguante y cuándo en Creciente. El otro día, cuando salía de la facultad de Derecho de la Autónoma acompañado del mejor periodista, mi amiga se nos presentó más cariñosa que nunca. Dibujaba una sonrisa perfecta y estaba coronada con la estrella más luminosa del firmamento. Allí estaba ella, inyectándonos toneladas de optimismo en un momento en el que el serrano y su amigo estaban muy necesitados, haciéndoles ver que no están solos, que pase lo que pase ella estará siempre ahí: lista para escuchar, preparada para consolar.
La Luna une vidas. Te pueden separar cientos y cientos de kilómetros de otra persona, sin embargo, ella nos ve a los dos, y nosotros nos reflejamos en ella. Nuestro espejo, nuestro lazo. En un mismo instante, con ella de nexo, estamos unidos.
Tiene una cara oculta. En eso se parece a nosotros. Cada día nos conocemos un poco más a nosotros mismos, nos descubrimos facetas nuevas totalmente ignoradas hasta ese momento. Pero no sólo ocurre con el conocimiento propio. Nunca nos damos a conocer totalmente a los demás. No sé si voluntaria o involuntariamente, pero siempre nos guardamos algún que otro secreto. También nosotros tenemos nuestro rincón oculto.
Tiene cuatro fases. En eso también se parece a nosotros. Nueva: casi imperceptible, pero vigilante a cualquier movimiento. Pasa desapercibida para el público en general, pero para unos pocos “lunáticos” proyecta la luz más intensa que se pueda imaginar. Creciente o Menguante: el vaso medio lleno o medio vacío. Has superado la asignatura más difícil con un aprobado, pero habías completado un examen para sobresaliente. Una de cal y una de arena. No se sabe qué esperar de ella, totalmente impredecible, capaz de llevarte al Paraíso, capaz de bajarte a los Infiernos. Decepcionante e ilusionante. Llena: pletórica, arrebatadoramente hechicera. Con ella a tu vera no hay lugar para preocupaciones o angustias, la felicidad lo invade todo. Por desgracia, es inexistente, y si existe, es inalcanzable.
Como todos los días, anoche bajé la basura. Eran las 2 de la madrugada. El silencio a esas horas en la calle es ensordecedor. La sensación de caminar bajo las estrellas por el parque que separa mi casa de los cubos grises y amarillos no debe distar mucho de la de hacerlo por el cráter Shackleton. Calma. Eso es todo lo que hay. Ni coches, ni perros, ni siquiera el piar de algún pájaro con insomnio. Tampoco personas (y se agradece). Sólo una bolsa de plástico danzando al son de las ligeras corrientes de viento. Miro al cielo. No hace falta buscarla. Irrumpe poderosa de entre las nubes y me chista. Se me pone la piel de gallina imaginándome allí arriba. Solo, ya me lo dijeron en caló.
Tengo cuatro lunares que atraviesan mi cara.
Algún día cogeré la escalera y subiré con mi caña de pescar. Algún día.
He pasado allí horas y horas y, sin embargo, no he estado nunca.
El otro día se celebró en mi casa una reunión familiar, con tíos, primos, hermanos, sobrino,… En el salón, mientras ellos discutían sobre no se qué cuestión, yo pensaba. De repente, Dani me zarandeó de un hombro y me dijo: “Primo, que estamos aquí; baja a la Tierra, anda, que estás en la Luna”. Ojalá.
Corría el 20 de julio de 1989. Eran las 9 de la mañana y un extraño aire fresco invadía lo que estaba siendo un Madrid saharaui en aquel verano. Y allí estaba yo (sí, despierto en vacaciones antes de las 13 horas), sentado en el asiento del copiloto de un Mitsubishi Galant de color blanco con la única compañía de mi abuelo Alfonso; él al volante, por supuesto. Nuestro destino, Arroyomuerto; nuestro equipaje, toda la ilusión del mundo.
Recuerdo observar a mi abuelo santiguarse en el coche poco antes de emprender la marcha. Me extrañó, era la primera vez que veía hacerlo fuera de la Iglesia. No le pregunté el motivo del gesto. Lo supuse y, simplemente, le imité. Él era el jefe, además, ya habría tiempo para hacer preguntas durante el viaje.
Cuando divisábamos las murallas de Ávila, en el magazine matutino que nos amenizaba la marcha en el radiocasete del coche, comenzaron a charlar sobre la conmemoración del 20º aniversario de la llegada del hombre a la Luna. Una riada de interrogantes sobre aquella hazaña regaba mi cabeza. Se abría la veda para las preguntas. El conductor era la víctima. “¿Cómo llegaron hasta allí?, ¿qué vieron cuando llegaron?, ¿cuánto tiempo tardaron en llegar? -no sé por qué a los niños nos intriga tanto la duración de los viajes, es como si nos fuera la vida en ellos; aunque pensándolo bien, gran parte de nuestra vida se nos va en ellos-, ¿cuántas personas fueron?, ¿por qué no fue ninguna chica?, ¿fue entonces cuando llevaron a Laika?, ¿por qué no se quedaron más tiempo?, ¿dónde estabas tú cuando sucedió?”.
Cualquier otra persona no habría tardado ni dos minutos en pulsar el botón Turbo Boost del salpicadero, con el que se abría la capota del coche y el asiento del copiloto salía propulsado por los aires. Pero no. Mi abuelo era un hombre de pocas palabras y de mucha paciencia. No me acuerdo de ninguna de sus respuestas, pero tengo grabado a fuego en mi memoria la sonrisa que me dedicaba en cada una de ellas.
Mi abuelo Alfonso y la Luna. Seguro que allá donde esté ya se ha dado algún que otro paseo mañanero (de aquellos a los que nos tenía acostumbrados) sobre la superficie del satélite, saboreando, ya sin preocupaciones pulmonares (aunque ciertamente él nunca las tuvo), un paquete de Ducados.
Más o menos por aquella época, recuerdo que en la clase de música del Colegio Breogán (los viernes, creo), mis compañeros y yo formábamos un círculo de micos con la profesora, Amada, en el centro. Entonces, cantábamos juntos: “Al sol le llaman Loren- Lorenzo y a la Luna, Luna Catalina- lina…”. Todo ello aderezado con maracas, triángulos y cajas chinas.
La vida es una continua elección. Sol o Luna. Yo siempre he sido más de Catalina. La Luna tiene un halo misterioso que la hace desesperadamente atractiva. Sé poco de ella, pero ella me conoce casi como si me hubiera parido. Hijo de la Luna que cantaba Mecano. No me extrañaría nada que Chelito fuera su reflejo en el Planeta Azul. Energía sobrehumana, siempre de cara, luz en la oscuridad, guía eterna. Movimiento permanente y reflexión profunda.
Vivo en un segundo piso, a un abismo de “la gran aspirina”. Sin embargo, asomarme a la terraza de la cocina, ya dentro de una noche cerrada, y verla ahí, humilde y altanera a la vez, bailando entre la Torre Picasso y las Torres KIO, es como tenerla a un palmo de distancia.
Decía que ella me conoce muy bien porque siempre ha sido mi primera opción a la hora de las confesiones (con permiso de Volga). Agobios de exámenes, incertidumbres familiares, dudas, pérdidas, esperanzas, desencuentros, miedos,… Quedábamos a una hora en la que el Sol estuviera escondido. Ella, desde la perpendicular sobre algún lugar de la Castellana; yo, asomado a mi terraza. Nos desahogábamos hasta secarnos. Yo a ella siempre la he conocido así. Lo del hielo también es nuevo para mí.
La Luna desprende magia. Mirarla es abstraerse de la realidad y emprender un viaje de fantasía. Muchas veces he pensado lo apasionante, y peligroso a la vez, que sería emigrar durante unos años a nuestra pequeña vecina. Apasionante: descubriendo lo desconocido, sintiendo in situ lo que he deseado sentir a cientos de miles de kilómetros, observando desde su mirador más apuesto la belleza del planeta en el que hemos nacido y en el que moriremos. Peligroso: conociéndome más y mejor a mí mismo, ahogándome en una ansiedad remota, echando en falta a personas y situaciones que aquí me agobian. Pero me encantaría, aunque sólo fuera un breve paseo, arrastrar las zapas por el polvo lunar, sentarme a escribir mientras escucho música en alguna roca del satélite. Debe ser un lugar inmejorable para pensar.
La Luna, a diferencia de nuestra estrella, rara vez se esconde. Alguna que otra vez no puede evitarlo, pero es reconfortante alzar la vista un día de agosto y verla ahí arriba, blanca y brillante como el satén. Era un día de agosto, creo que el 10, del año 2002. El reloj digital marcaba las 7.30 y un grupo de amigos, entre los que yo me encontraba, disfrutábamos de una tarde de vacaciones en Tamames (Salamanca) jugando al frontón. Yo acababa de palmar mi partido (cosa rara, ejem ejem, jeje) y decidí descansar tumbándome boca arriba en el cemento hirviente, fuera de los límites de la pista. Entre la inmensidad del cielo más azul que jamás haya visto se asomaba orgullosa una “c” calcárea. Era como ver un oasis en medio del océano infinito. Ninguna nube, ningún ave, ningún avión, sólo mi amiga (o mitad de ella). El tiempo se detuvo, no oía nada, no sentía nada. Todo paz.
Tiene poderes. Maneja los mares a su antojo, altera a las personas, habla con los animales y mantiene a raya a todo un planeta. Tengo un amigo que no lo está pasando muy bien últimamente. No le conozco desde hace mucho tiempo, pero en los momentos que hemos compartido juntos me ha demostrado que es una buena persona. Un chaval tierno y espontáneo, que rezuma energía por los cuatro costados y que aporta unas dosis de intensidad a todas sus acciones que acaban por arrastrarte como si de un tornado se tratara. Por si esto fuera poco, comprensión le sobra, rebosa inteligencia y tiene la simpatía y el buen humor por condena. Ella te va a echar una mano, amigo.
“You saw me standing alone…”. Siempre me ha gustado “Blue moon”. La verdad es que nunca me ha quedado claro cuándo está en fase Menguante y cuándo en Creciente. El otro día, cuando salía de la facultad de Derecho de la Autónoma acompañado del mejor periodista, mi amiga se nos presentó más cariñosa que nunca. Dibujaba una sonrisa perfecta y estaba coronada con la estrella más luminosa del firmamento. Allí estaba ella, inyectándonos toneladas de optimismo en un momento en el que el serrano y su amigo estaban muy necesitados, haciéndoles ver que no están solos, que pase lo que pase ella estará siempre ahí: lista para escuchar, preparada para consolar.
La Luna une vidas. Te pueden separar cientos y cientos de kilómetros de otra persona, sin embargo, ella nos ve a los dos, y nosotros nos reflejamos en ella. Nuestro espejo, nuestro lazo. En un mismo instante, con ella de nexo, estamos unidos.
Tiene una cara oculta. En eso se parece a nosotros. Cada día nos conocemos un poco más a nosotros mismos, nos descubrimos facetas nuevas totalmente ignoradas hasta ese momento. Pero no sólo ocurre con el conocimiento propio. Nunca nos damos a conocer totalmente a los demás. No sé si voluntaria o involuntariamente, pero siempre nos guardamos algún que otro secreto. También nosotros tenemos nuestro rincón oculto.
Tiene cuatro fases. En eso también se parece a nosotros. Nueva: casi imperceptible, pero vigilante a cualquier movimiento. Pasa desapercibida para el público en general, pero para unos pocos “lunáticos” proyecta la luz más intensa que se pueda imaginar. Creciente o Menguante: el vaso medio lleno o medio vacío. Has superado la asignatura más difícil con un aprobado, pero habías completado un examen para sobresaliente. Una de cal y una de arena. No se sabe qué esperar de ella, totalmente impredecible, capaz de llevarte al Paraíso, capaz de bajarte a los Infiernos. Decepcionante e ilusionante. Llena: pletórica, arrebatadoramente hechicera. Con ella a tu vera no hay lugar para preocupaciones o angustias, la felicidad lo invade todo. Por desgracia, es inexistente, y si existe, es inalcanzable.
Como todos los días, anoche bajé la basura. Eran las 2 de la madrugada. El silencio a esas horas en la calle es ensordecedor. La sensación de caminar bajo las estrellas por el parque que separa mi casa de los cubos grises y amarillos no debe distar mucho de la de hacerlo por el cráter Shackleton. Calma. Eso es todo lo que hay. Ni coches, ni perros, ni siquiera el piar de algún pájaro con insomnio. Tampoco personas (y se agradece). Sólo una bolsa de plástico danzando al son de las ligeras corrientes de viento. Miro al cielo. No hace falta buscarla. Irrumpe poderosa de entre las nubes y me chista. Se me pone la piel de gallina imaginándome allí arriba. Solo, ya me lo dijeron en caló.
Tengo cuatro lunares que atraviesan mi cara.
Algún día cogeré la escalera y subiré con mi caña de pescar. Algún día.
domingo, 4 de enero de 2009
Mi día perfecto (o casi)
A la señora que me dejó pasar delante en la cola del Mercadona,
es verano. Primeros de agosto. Estoy de vacaciones. Los rayos del sol de mediodía entran por el hueco inferior que deja mi persiana. Es la una de la tarde y en la Cadena Ser suena Buid me up, Buttercup, de The Foundations. Abro los ojos. He tenido un sueño genial. Zarpas, que lleva dormida sobre mí tres horas, se queja de que me incorpore. Quiere dormir más.
Una taza de leche con nesquik y miel en la que mojo un par de sobaos y croissants. ¡También hay churros y porras recién hechos! Lo degusto mientras veo en la tele un capítulo de Ranma 1/2. En una cacerola se están cociendo macarrones, al lado, en la encimera, hay un cuenco con queso rallado, y una sartén preparada para freír filetes de hígado empanados y patatas. En la nevera, una tarta de nata y chocolate enorme y una macedonia de frutas. La comida promete. Pero hay muchas cosas que hacer antes que comer.
Estamos en el parque de Finisterre. La banda del Breogán: Raymon, Manu, Dani, Fifi, Asier,… partidillo de futbito, fútbol-tenis, alemán, vaselinas,… risas y diversión. Hace mucho calor y acabamos sedientos. Próxima parada: Bodega. Compramos Sprites y Coca-Colas y el Radical Fruit de rigor del indio. De vuelta al parque, a algún banco a discutir de cualquier cosa. De repente nos sorprenden los aspersores, pero se agradece un pequeño chapuzón. Subimos a casa del zurdo y nos pone en su cadena los grandes éxitos de Extremoduro y Platero. Nos reímos y nos picamos jugando al pro, mientras escuchamos Deltoya, A fuego, La vereda de la puerta de atrás, Quemando tus recuerdos, Pepe Botika, Jesucristo García, Stand by, Correcaminos, El roce de tu cuerpo, Alucinante, Juliette, Mari Magdalenas, Tras la barra, Voy a acabar borracho, Al cantar…
Es mediodía. Campus de Cantoblanco de la Universidad Autónoma de Madrid. El cielo se oscurece y el sol es tapado por nubes negras. Un minuto de chaparrón veraniego, lo justo para que la tierra y la hierba huelan a frescor, a naturaleza viva. El aroma de las jaras invade los alrededores de la Facultad de Derecho. Ambiente universitario, hay clases (sí, que pasa, es mi día y yo mando, ja) y las facultades están hasta arriba. En la cafetería de Derecho, estoy en una mesa con Nacho, Patri, Chini, Javi, la otra Patri, Pilu y Jhona. Más de uno babea al ver en la mesa de al lado a la Suplente, a la Titu, a la Tortul, a la Marylin, a la Ojoscielo y a las HP. Nacho me hace escuchar el cd que lleva en su discman: ¡Jimmy Hendrix encomendándose a las barras y estrellas en Woodstock! Increíble. Cachondeo, historias, anécdotas, alguna partidilla que otra al Culo…
Nacho, Jhona y yo subimos a los ordenadores. Toca vicio. Primero al minigolf, luego al yahoobillar y, para acabar, a cañonazo limpio. Ahora es tiempo de labor investigadora: los nazis y el ocultismo. Rastreamos la Red y alucinamos con las cosas que encontramos. El becario de la sala tiene puesto en su PC, con los altavoces a tope, Why can't we be friends, de Smash Mouth. ¡Qué grande!
Aparezco sentado en la mesa de la cocina de mi casa para comer. Además de los macarrones y los filetes hay ensaladilla rusa, y con la mayonesa que hace la Uka. Riquísimo. Pero lo mejor es que estamos todos. Los ocho, camino de nueve. Relatando nuestras crónicas particulares de la semana y discutiendo sobre cómo arreglar el mundo. Sobremesa amena, divertida y con la gente que quieres, ¿qué más se puede pedir? Después de recoger la mesa nos enganchamos a Youtube. Primero monólogos de la Paramount. Más carcajadas.
Luego intercambio de conocimientos musicales. Jorge me descubre a MGMT y su Kids; a Ele le encanta If I don’t live today, de Mando Diao; Flor se queda con Yellow, de Coldplay; María no se cansa de Vicios y virtudes, de Violadores del Verso; y a Víctor le gusta Al amanecer, de los Fresones Rebeldes. A la dueña de la casa sólo le interesa la melodía de la vida, y Adri escucha y ríe. La gata nos mira y piensa, “yo sólo quiero un poco de vuestros macarrones, me da igual la canción que me acompañe”. Luego al salón. Está Padre de familia en la tele, pero sólo dos o tres le prestan atención, el resto sigue con los debates políticos y religiosos. A continuación, Saber y ganar. La mayoría refunfuña, pero es lo que hay.
Estoy tumbado en mi cama. Con la persiana a medio bajar y la mente a pleno rendimiento. Turn, Why does it always rain on me?, Writing to reach you, Driftwood,… Travis intenta echarme un cable en el lío de cables de mi cabeza. También viene en mi ayuda Chris Martin y sus chicos. Me traen Clocks, Trouble, Fix you, The scientist, In my place,… Me apetece estar conmigo mismo. Sólo yo. Leo comics de Tintín y de Astérix y Obélix. Luego me tumbo en el sofá y recorro un maratón de series extranjeras. Desde One Tree Hill, pasando por La familia crece, Perdidos, Caballeros del Zodiaco, Seinfeld, V, Doraemon, Campeones, Bola de Dragón, Anatomía de Grey, Cinco en Familia, Doctor en Alaska, Urgencias,… Luego toca cine. Muchas, muchísimas películas. Hasta que el sueño me vence.
Cojo el bus en el intercambiador de Plaza Castilla. Hay conciertos y fiesta por no sé qué causa solidaria en la Autónoma. En mi mp3 suena Familiar to millions, de Oasis. He tenido suerte, consigo un asiento libre; el autobús se llena. A Champagne supernova le sigue Acquiesce y, de repente, Wonderwall. Es mi móvil, me llama un artista de Villaviciosa de Odón con alma de Moratalaz. Me hace sonreír. Va conduciendo y de fondo oigo Shiny happy people, de REM, y a Eddy Vedder entonando Alive. Quedamos para la tarde y nos despedimos con un Aúpa Zamora y Hala Unión. Me acuerdo de mi vecina de la infancia de Alcalá de Henares. También de la navarra de Marcilla. Me relajo haciendo un par de autodefinidos mientras salimos a la Carretera de Colmenar.
En Cantoblanco, a los siete de la UAM se nos une Adriana. Kali va, cerveza viene y el jacky volando por los aires. Vibramos con las versiones aceptables que nos ofrecen los grupos amateurs invitados de Self Steem, de The offspring; de Stay together for the kids, de Blink 182; Zombie, de The cranberries; Starlight, de Muse; y Got the life, de Korn. Con una tasa de alcohol en sangre que iguala a la de Pete Doherty en el FIB, el serrano y yo decidimos sudarlo jugando al ping-pong en el pabellón de deportes. Puntos que se hacen eternos, como el tiempo que hace que nos conocemos; emocionantes, como las miles de historias que compartimos; intensos, como la amistad que nos profesamos. Acabamos el partido entre risas y nos sentamos en las gradas para asistir como espectadores a los entrenos de las hermanas Neville y de Juana y Sergio… Coges mi móvil y escuchamos Apply some pressure, de Maximo Park y Dirty Harry, de Gorillaz. Nos tronchamos con las versiones de Andy y Lucas y de Ruby, de Kaiser Chiefs.
Nos embarcamos en la A-6 dirección Gijón, la Tierra Prometida. Discutimos de fútbol y para calmar los ánimos meto en el radio-cd la BSO de Una historia del Bronx y de Pulp Fiction. Luego, un disco creado para viajes, con temas como Creed, de Radiohead; The day we caught the train, de OCS; Wrapped up in books, de Belle and Sebastian; Common people, de Pulp; Rome wasn’t built in a day, de Morcheeba; LSF, de Kasabian; Your woman, de White town; Country house, de Blur; Everybody’s talking, de Harry Nilsson. Todo ello aderezado con detalles de Chemical Brothers.
El Fiat Punto desborda tranquilidad, sosiego, buen rollo y satisfacción. Hasta Maximita sonríe. Paramos en la gasolinera de siempre. Una chica joven, pelirroja y con un broche en forma de araña nos saluda al grito de Pablinho y Jonan el Bárbaro. Se parece a Scully. Nos cuenta sus andanzas en Móstoles y la técnica para perfeccionar la Cobra. Se despide de nosotros tarareando I bet you look good on the dancefloor, de Arctic Monkeys.
El olor a mar nos invade al entrar en la ciudad de Don Pelayo. Nos corremos unos karts a toda velocidad, nos perdemos entre cisnes y patos frente al Molinón y, desde Cimadevilla, vemos el atardecer más espectacular de la Historia. Entramos al Caveleño, una taberna irlandesa a la que no le falta de nada. En la barra nos damos de bruces con un cántabro de adopción con un corazón tan grande como la Playa del Sardinero. Atendemos sin pestañear a sus miles de aventuras en conciertos de folk y a sus vastos conocimientos de Historia. El tiempo se pasa volando a su lado.
Tras degustar unas pintas y cantar al Sporting arribamos a casa. Calle Cabrales, más asturiano imposible. Del número no me acuerdo… habrá que preguntarle al de Telepizza, jaja. Llamamos a la puerta y nos abre un nazarí bailarín, el Messi de la cámara de fotos, el Aramis de Granada. Culto, divertido, trabajador y gran amigo. Andaluz. Pasillo adelante entramos en el salón, donde nos espera el de Villaviciosa, muy bien acompañado, por cierto. Las saras y los mejores equipos del Calcio y de otras ligas. ¿Quién tiene el título? Recre, Milán, Inter… Hay que revisar esos datos. Todo apunta a iniciar la noche con una botellita y un Smash Court Tennis. Clarence Crane se adueña del radiocasete que está encima de la lavadora.
Suena The girl from Mars, de Ash; Smile like you mean it, de The killers; Connection, de Elastica; Roadrage, de Catatonia; Reptilia, de The Strokes; Beautiful ones, de Suede; First of the gang to die, de Morrisey; Enjoy the silence, de Depeche mode; 7 nation army, de The White stripes; Do you want to, de Franz Ferdinand; We throw parties, you throw knives, de Los Campesinos; Brimful of Asha, de Cornershop; Boys don’t cry, de The cure… También hay hueco para la música patria: The pidgeon detectives y su I’m not sorry; Los planetas y Alegrías del incendio; Años 80 de Los Piratas; Lori Meyers, y algo de Búnbury. Carcajadas, fotos, cánticos, alguna que otra vecina molesta (con toda la razón del mundo),… La casa se nos queda pequeña, así que decidimos salir y nos perdemos en la fiesta de la luna gijonesa.
Me subo al tren sin un destino decidido. Allí está ella. La viajera por excelencia, a la que el Mundo se le queda pequeño. Una persona increíble, fan de Sexo en NY, con un cerebro prodigioso y unas ganas ilimitadas de ayudar a sus amigos. Ilumina la Avenida de América. ¿Clara del Rey? Ella es claramente una reina. Confidente de todo, traidora de nada. Un dulce. Compartimos iPod, en el que nos deleitamos con Paranoid, de Garbage; Sunday Morning, de No doubt; Celebrity skin, de Hole; Kiss me, de Sixpence non the richer; y algo de The Corrs. El trayecto Cielo-Madrid se me pasa en un suspiro en su compañía. Llegamos al sur. Allí, en la ciudad azulona, la de la universidad borbona y la de Guillermina, nos espera Dartajonan junto a los otros dos mosqueteros y una pinteña con aires holandeses. Se nos une una morena imperial, blanca como el mármol de la Virgen de la Catedral de Toledo, y mágica como el Alcázar castellano-manchego. Carabancheleras, useranas, parleñas, getafenses, leonesas, sorianas, béticas, santanderinas,…
Son las 6 de la tarde. Tomo café en familia. Ya en la ciudad del Manzanares, en una casa de Aluche, donde la música, la fotografía y un pequeño terremoto guapísimo que apenas levanta medio metro del suelo gobiernan democráticamente, escucho a mis tíos, mis hermanos y mis primos hablar de cómo educar a los críos. Comemos roscón (con nata, por supuesto). Esteban marca la pauta. En el iTunes escuchamos Monday Monday, de The mamas & the papas; Nights in White satin, de The moody blues; Good vibrations, de The beach boys; Light my fire, de The doors; Angie, de Rolling Stones; God save the Queen, de Sex Pistols; Caravan of love, de The housemartins, No woman no cry, de Bob Marley; Ca plane pour moi, de Plastic Bertrand; Mrs. Robinson, de Simon & Garfunkel… Mi tío atlético, lo que tiene de grande lo tiene de buena persona. Poco puedo decir de alguien al que quiero como a un segundo padre. Mi madrina, que se viste de ternura a diario con trajes de armonía, paciencia y virtud. Y mis primas, un par de estrellas con denominación de origen y sentimiento a flor de piel.
Es apasionante pasar horas y horas escribiendo sentado en un banco de los parques que vigilan el Palacio Real. Alguien me da en el hombro. Me giro y es Obi Wan. Claro, estoy en su territorio. Me desahogo con él, como siempre. Me escucha, me aconseja, me psicoanaliza, me abronca, me reconforta, me riñe, me anima, me apoya, como siempre. Sigue sin entenderme, pero no importa. Sé que está ahí siempre. Sabio, espontáneo y racial. Me encanta hablar con él porque es como si estuviera dentro de mi cabeza. Sabe lo que pienso, aunque no lo diga. Un amigo y un espejo, menos en la tolerancia. Un grupo de chavales jóvenes que están sentados frente a nosotros escuchan con el teléfono móvil When I come around, de Green Day. Le sigue Nothing else matters, de Metallica, With or without you, de U2, y Bend and Break, de Keane. Se unen a la tertulia, otra de Moratalaz, una de Carabanchel y el Maestro Zen, todos ellos eminencias del consejo.
Sigo en el sur, cruzo un semáforo en Gran Vía y me fijo en un motorista. Sí, es él. Almeriense, castellonense y de Lavapiés. Un pozo de sabiduría en todo. Nos tomamos un café en el Penta. Me cuenta que viene de comprar entradas para él y una chica, a los que unió una peli clásica y un buen pedo, para asistir a un concierto de Wilco. Nada es imposible, amigo mío, ni siquiera Alemania. Me recomienda Here comes your man, de Pixies, y el Halellujah, de Happy Mondays. Nos despedimos, no sin antes recordarme que le eche un ojo al blues y al jazz. ¡Acuérdate de Billie Holiday!
Avanzo Gran Vía abajo y alguien me pega una voz al grito de “¡norteño!”. La voz sale de una tienda con nombre de reafirmación argentina (creo que se llama Oysho). Entro en el local y me recibe la sonrisa más grande y contagiosa al sur de Plaza Castilla. Musicalmente mejorable (ja!), emocionalmente invencible. Es muy fácil ser amigo suyo. Es imposible no serlo. Se compra un pijama de Pitufina & Co. y me invita (oh, sorpresa! jaja) a unas galletas oreo en una cafetería. Las sonrisas no nos abandonan nunca, ni siquiera al hablar de la vida, de su sentido (o sinsentido), de su origen, de su nudo, de su desenlace. Del guión de la existencia. Grandísima escritora. Ella, la plastilina blanca; yo, la negra (o al revés), pero ambos plastilina. Con una ironía de salón con sofás, y un desparpajo de cuarto desordenado con nórdico. Irrepetible e insuperable, excepto en estatura...
Las oreos escuchan en el hilo musical de la cafetería How I could just kill a man, de RATM junto a Cypress Hill. A continuación I miss you, de Incubus; Merece la pena, de Tote; Let’s dance to Joy Division, de The wombats; un tema de Nena Daconte; Song 2, de Blur; y The man who sold the world, de Nirvana. Muevo la cabeza en señal de resignación. Nos emplazamos a las noches en la Red de Redes y nos despedimos con la misma sonrisa del principio, multiplicada por las veces que me pregunta cosas que no la interesan. Antes de irme le digo, de viejo a cría, una frase que me contó el mayor sabio de la copla: cuando la sonrisa no quiera salir que se quede en casa, ya saldrá mañana con más fuerza. Creo escuchar una canción de Ricky Martin justo cuando atravieso la puerta…
Pista central del polideportivo del barrio. Cuatro primos se lo pasan en grande a raquetazo limpio. El más pequeño es el que mejor juega, normal, las tardes de Somontes le convertirán en un grande. Su hermano mayor destila pasión por los cuatro costados. Gocho, pero de entusiasmo y sensibilidad. Por cierto, luego nos vamos a pintar. Y el tercero es la animación constante. Decidido y optimista. Grande payé. En los altavoces del poli nos sorprende Francisco Alegre, de Juanita Reina; y nos agrada El niño güey, de SFDK.
Más familia. Más café. Ahora en el norte. En alguna casa del barrio del Pilar. Primos, tíos, hermanos, sobrinos,… Mata está en el ambiente. Cuanto más descubro de la historia de mis antepasados más orgulloso me siento de haber nacido en esta familia. Fonsi ameniza la velada con el Bolero de Ravel, el Canon de Pachelbel, las Cuatro estaciones de Vivaldi, la Marcha Radetzky de Strauss, Carmen de Bizet, el Amor brujo de Falla, el Concierto de Aranjuez, de Rodrigo…. Me pongo al día de la vida de cada uno de mis familiares, entre historias, chistes, algún malentendido, pero con todo el cariño del mundo.
Nos teletransportamos a la Sierra de Francia salmantina. A un pequeño pueblo, pero gran sociedad. Noche de locura en la Calle Larga, hay fiesta. En nuestra casa se lucha hasta la extenuación cada turno por la ducha. Nos cruzamos en el pasillo, nos reafirmamos en lo guap@s que son nuestros primos, y a la verbena. Y al chiringuito. Y a los bares. Doscientos amigos de todos los rincones de España nos reunimos en ese pueblecito de Salamanca y bailamos al ritmo que marca la diversión y la juerga. Smashing pumpkins toca Tonight, Morodo nos deleita con Tú eres como el fuego, el Chiquilla de Seguridad Social nos sigue poniendo la piel de gallina una década después, Barricada nos rememora Blanco y negro, para Celtas Cortos es 20 de abril, Ska-p reivindica el hachís y Dover vuelve a sus orígenes con Serenade. Juan me recuerda nuestros tiempos de Limp Bizkit, System of a down y POD. Carlos, Luismi, Jaime, Jon y Tinín los de Porretas, Marea, Extremo, Junco y los del Caribe Mix
Son las 3 de la madrugada. De nuevo en un sofá de mi salón. Acompaño un partido de la NBA televisado por Cuatro con una ensalada deliciosa. Leo el EP3 del viernes, regalan el single de Don’t you forget about me, de Simple Minds. Uka llega de fiesta. En el descanso del partido miro el teletexto: el Madrid ha ganado la Champions, el Sporting la Liga, la Unión a la Uefa, Geta y Rayo a la Intertoto, sube el Lega, el Carabanchel, la Segoviana, el Zamora y el Granada. El Celtic vence en Escocia, el City en Inglaterra, el Feyenoord en Holanda,… Acaba el partido de basket. Son las 5 de madrugada. Bajo la basura. Las calles están vacías y el silencio lo inunda todo. Las luces de las casas están apagadas, sólo los rascacielos de la Ciudad Deportiva iluminan el cielo madrileño. Miro la luna llena y le doy las gracias por haberme hecho pasar un día así.
Subo a casa y me acuesto. Enciendo la radio y Aretha Franklin despacha su Rescue me. Lucen las pegatinas del techo. En mi cabeza resuena Teardrop, de Massive Attack. Cierro los ojos y el sueño me atrapa. Ha sido mi día perfecto, o casi.
es verano. Primeros de agosto. Estoy de vacaciones. Los rayos del sol de mediodía entran por el hueco inferior que deja mi persiana. Es la una de la tarde y en la Cadena Ser suena Buid me up, Buttercup, de The Foundations. Abro los ojos. He tenido un sueño genial. Zarpas, que lleva dormida sobre mí tres horas, se queja de que me incorpore. Quiere dormir más.
Una taza de leche con nesquik y miel en la que mojo un par de sobaos y croissants. ¡También hay churros y porras recién hechos! Lo degusto mientras veo en la tele un capítulo de Ranma 1/2. En una cacerola se están cociendo macarrones, al lado, en la encimera, hay un cuenco con queso rallado, y una sartén preparada para freír filetes de hígado empanados y patatas. En la nevera, una tarta de nata y chocolate enorme y una macedonia de frutas. La comida promete. Pero hay muchas cosas que hacer antes que comer.
Estamos en el parque de Finisterre. La banda del Breogán: Raymon, Manu, Dani, Fifi, Asier,… partidillo de futbito, fútbol-tenis, alemán, vaselinas,… risas y diversión. Hace mucho calor y acabamos sedientos. Próxima parada: Bodega. Compramos Sprites y Coca-Colas y el Radical Fruit de rigor del indio. De vuelta al parque, a algún banco a discutir de cualquier cosa. De repente nos sorprenden los aspersores, pero se agradece un pequeño chapuzón. Subimos a casa del zurdo y nos pone en su cadena los grandes éxitos de Extremoduro y Platero. Nos reímos y nos picamos jugando al pro, mientras escuchamos Deltoya, A fuego, La vereda de la puerta de atrás, Quemando tus recuerdos, Pepe Botika, Jesucristo García, Stand by, Correcaminos, El roce de tu cuerpo, Alucinante, Juliette, Mari Magdalenas, Tras la barra, Voy a acabar borracho, Al cantar…
Es mediodía. Campus de Cantoblanco de la Universidad Autónoma de Madrid. El cielo se oscurece y el sol es tapado por nubes negras. Un minuto de chaparrón veraniego, lo justo para que la tierra y la hierba huelan a frescor, a naturaleza viva. El aroma de las jaras invade los alrededores de la Facultad de Derecho. Ambiente universitario, hay clases (sí, que pasa, es mi día y yo mando, ja) y las facultades están hasta arriba. En la cafetería de Derecho, estoy en una mesa con Nacho, Patri, Chini, Javi, la otra Patri, Pilu y Jhona. Más de uno babea al ver en la mesa de al lado a la Suplente, a la Titu, a la Tortul, a la Marylin, a la Ojoscielo y a las HP. Nacho me hace escuchar el cd que lleva en su discman: ¡Jimmy Hendrix encomendándose a las barras y estrellas en Woodstock! Increíble. Cachondeo, historias, anécdotas, alguna partidilla que otra al Culo…
Nacho, Jhona y yo subimos a los ordenadores. Toca vicio. Primero al minigolf, luego al yahoobillar y, para acabar, a cañonazo limpio. Ahora es tiempo de labor investigadora: los nazis y el ocultismo. Rastreamos la Red y alucinamos con las cosas que encontramos. El becario de la sala tiene puesto en su PC, con los altavoces a tope, Why can't we be friends, de Smash Mouth. ¡Qué grande!
Aparezco sentado en la mesa de la cocina de mi casa para comer. Además de los macarrones y los filetes hay ensaladilla rusa, y con la mayonesa que hace la Uka. Riquísimo. Pero lo mejor es que estamos todos. Los ocho, camino de nueve. Relatando nuestras crónicas particulares de la semana y discutiendo sobre cómo arreglar el mundo. Sobremesa amena, divertida y con la gente que quieres, ¿qué más se puede pedir? Después de recoger la mesa nos enganchamos a Youtube. Primero monólogos de la Paramount. Más carcajadas.
Luego intercambio de conocimientos musicales. Jorge me descubre a MGMT y su Kids; a Ele le encanta If I don’t live today, de Mando Diao; Flor se queda con Yellow, de Coldplay; María no se cansa de Vicios y virtudes, de Violadores del Verso; y a Víctor le gusta Al amanecer, de los Fresones Rebeldes. A la dueña de la casa sólo le interesa la melodía de la vida, y Adri escucha y ríe. La gata nos mira y piensa, “yo sólo quiero un poco de vuestros macarrones, me da igual la canción que me acompañe”. Luego al salón. Está Padre de familia en la tele, pero sólo dos o tres le prestan atención, el resto sigue con los debates políticos y religiosos. A continuación, Saber y ganar. La mayoría refunfuña, pero es lo que hay.
Estoy tumbado en mi cama. Con la persiana a medio bajar y la mente a pleno rendimiento. Turn, Why does it always rain on me?, Writing to reach you, Driftwood,… Travis intenta echarme un cable en el lío de cables de mi cabeza. También viene en mi ayuda Chris Martin y sus chicos. Me traen Clocks, Trouble, Fix you, The scientist, In my place,… Me apetece estar conmigo mismo. Sólo yo. Leo comics de Tintín y de Astérix y Obélix. Luego me tumbo en el sofá y recorro un maratón de series extranjeras. Desde One Tree Hill, pasando por La familia crece, Perdidos, Caballeros del Zodiaco, Seinfeld, V, Doraemon, Campeones, Bola de Dragón, Anatomía de Grey, Cinco en Familia, Doctor en Alaska, Urgencias,… Luego toca cine. Muchas, muchísimas películas. Hasta que el sueño me vence.
Cojo el bus en el intercambiador de Plaza Castilla. Hay conciertos y fiesta por no sé qué causa solidaria en la Autónoma. En mi mp3 suena Familiar to millions, de Oasis. He tenido suerte, consigo un asiento libre; el autobús se llena. A Champagne supernova le sigue Acquiesce y, de repente, Wonderwall. Es mi móvil, me llama un artista de Villaviciosa de Odón con alma de Moratalaz. Me hace sonreír. Va conduciendo y de fondo oigo Shiny happy people, de REM, y a Eddy Vedder entonando Alive. Quedamos para la tarde y nos despedimos con un Aúpa Zamora y Hala Unión. Me acuerdo de mi vecina de la infancia de Alcalá de Henares. También de la navarra de Marcilla. Me relajo haciendo un par de autodefinidos mientras salimos a la Carretera de Colmenar.
En Cantoblanco, a los siete de la UAM se nos une Adriana. Kali va, cerveza viene y el jacky volando por los aires. Vibramos con las versiones aceptables que nos ofrecen los grupos amateurs invitados de Self Steem, de The offspring; de Stay together for the kids, de Blink 182; Zombie, de The cranberries; Starlight, de Muse; y Got the life, de Korn. Con una tasa de alcohol en sangre que iguala a la de Pete Doherty en el FIB, el serrano y yo decidimos sudarlo jugando al ping-pong en el pabellón de deportes. Puntos que se hacen eternos, como el tiempo que hace que nos conocemos; emocionantes, como las miles de historias que compartimos; intensos, como la amistad que nos profesamos. Acabamos el partido entre risas y nos sentamos en las gradas para asistir como espectadores a los entrenos de las hermanas Neville y de Juana y Sergio… Coges mi móvil y escuchamos Apply some pressure, de Maximo Park y Dirty Harry, de Gorillaz. Nos tronchamos con las versiones de Andy y Lucas y de Ruby, de Kaiser Chiefs.
Nos embarcamos en la A-6 dirección Gijón, la Tierra Prometida. Discutimos de fútbol y para calmar los ánimos meto en el radio-cd la BSO de Una historia del Bronx y de Pulp Fiction. Luego, un disco creado para viajes, con temas como Creed, de Radiohead; The day we caught the train, de OCS; Wrapped up in books, de Belle and Sebastian; Common people, de Pulp; Rome wasn’t built in a day, de Morcheeba; LSF, de Kasabian; Your woman, de White town; Country house, de Blur; Everybody’s talking, de Harry Nilsson. Todo ello aderezado con detalles de Chemical Brothers.
El Fiat Punto desborda tranquilidad, sosiego, buen rollo y satisfacción. Hasta Maximita sonríe. Paramos en la gasolinera de siempre. Una chica joven, pelirroja y con un broche en forma de araña nos saluda al grito de Pablinho y Jonan el Bárbaro. Se parece a Scully. Nos cuenta sus andanzas en Móstoles y la técnica para perfeccionar la Cobra. Se despide de nosotros tarareando I bet you look good on the dancefloor, de Arctic Monkeys.
El olor a mar nos invade al entrar en la ciudad de Don Pelayo. Nos corremos unos karts a toda velocidad, nos perdemos entre cisnes y patos frente al Molinón y, desde Cimadevilla, vemos el atardecer más espectacular de la Historia. Entramos al Caveleño, una taberna irlandesa a la que no le falta de nada. En la barra nos damos de bruces con un cántabro de adopción con un corazón tan grande como la Playa del Sardinero. Atendemos sin pestañear a sus miles de aventuras en conciertos de folk y a sus vastos conocimientos de Historia. El tiempo se pasa volando a su lado.
Tras degustar unas pintas y cantar al Sporting arribamos a casa. Calle Cabrales, más asturiano imposible. Del número no me acuerdo… habrá que preguntarle al de Telepizza, jaja. Llamamos a la puerta y nos abre un nazarí bailarín, el Messi de la cámara de fotos, el Aramis de Granada. Culto, divertido, trabajador y gran amigo. Andaluz. Pasillo adelante entramos en el salón, donde nos espera el de Villaviciosa, muy bien acompañado, por cierto. Las saras y los mejores equipos del Calcio y de otras ligas. ¿Quién tiene el título? Recre, Milán, Inter… Hay que revisar esos datos. Todo apunta a iniciar la noche con una botellita y un Smash Court Tennis. Clarence Crane se adueña del radiocasete que está encima de la lavadora.
Suena The girl from Mars, de Ash; Smile like you mean it, de The killers; Connection, de Elastica; Roadrage, de Catatonia; Reptilia, de The Strokes; Beautiful ones, de Suede; First of the gang to die, de Morrisey; Enjoy the silence, de Depeche mode; 7 nation army, de The White stripes; Do you want to, de Franz Ferdinand; We throw parties, you throw knives, de Los Campesinos; Brimful of Asha, de Cornershop; Boys don’t cry, de The cure… También hay hueco para la música patria: The pidgeon detectives y su I’m not sorry; Los planetas y Alegrías del incendio; Años 80 de Los Piratas; Lori Meyers, y algo de Búnbury. Carcajadas, fotos, cánticos, alguna que otra vecina molesta (con toda la razón del mundo),… La casa se nos queda pequeña, así que decidimos salir y nos perdemos en la fiesta de la luna gijonesa.
Me subo al tren sin un destino decidido. Allí está ella. La viajera por excelencia, a la que el Mundo se le queda pequeño. Una persona increíble, fan de Sexo en NY, con un cerebro prodigioso y unas ganas ilimitadas de ayudar a sus amigos. Ilumina la Avenida de América. ¿Clara del Rey? Ella es claramente una reina. Confidente de todo, traidora de nada. Un dulce. Compartimos iPod, en el que nos deleitamos con Paranoid, de Garbage; Sunday Morning, de No doubt; Celebrity skin, de Hole; Kiss me, de Sixpence non the richer; y algo de The Corrs. El trayecto Cielo-Madrid se me pasa en un suspiro en su compañía. Llegamos al sur. Allí, en la ciudad azulona, la de la universidad borbona y la de Guillermina, nos espera Dartajonan junto a los otros dos mosqueteros y una pinteña con aires holandeses. Se nos une una morena imperial, blanca como el mármol de la Virgen de la Catedral de Toledo, y mágica como el Alcázar castellano-manchego. Carabancheleras, useranas, parleñas, getafenses, leonesas, sorianas, béticas, santanderinas,…
Son las 6 de la tarde. Tomo café en familia. Ya en la ciudad del Manzanares, en una casa de Aluche, donde la música, la fotografía y un pequeño terremoto guapísimo que apenas levanta medio metro del suelo gobiernan democráticamente, escucho a mis tíos, mis hermanos y mis primos hablar de cómo educar a los críos. Comemos roscón (con nata, por supuesto). Esteban marca la pauta. En el iTunes escuchamos Monday Monday, de The mamas & the papas; Nights in White satin, de The moody blues; Good vibrations, de The beach boys; Light my fire, de The doors; Angie, de Rolling Stones; God save the Queen, de Sex Pistols; Caravan of love, de The housemartins, No woman no cry, de Bob Marley; Ca plane pour moi, de Plastic Bertrand; Mrs. Robinson, de Simon & Garfunkel… Mi tío atlético, lo que tiene de grande lo tiene de buena persona. Poco puedo decir de alguien al que quiero como a un segundo padre. Mi madrina, que se viste de ternura a diario con trajes de armonía, paciencia y virtud. Y mis primas, un par de estrellas con denominación de origen y sentimiento a flor de piel.
Es apasionante pasar horas y horas escribiendo sentado en un banco de los parques que vigilan el Palacio Real. Alguien me da en el hombro. Me giro y es Obi Wan. Claro, estoy en su territorio. Me desahogo con él, como siempre. Me escucha, me aconseja, me psicoanaliza, me abronca, me reconforta, me riñe, me anima, me apoya, como siempre. Sigue sin entenderme, pero no importa. Sé que está ahí siempre. Sabio, espontáneo y racial. Me encanta hablar con él porque es como si estuviera dentro de mi cabeza. Sabe lo que pienso, aunque no lo diga. Un amigo y un espejo, menos en la tolerancia. Un grupo de chavales jóvenes que están sentados frente a nosotros escuchan con el teléfono móvil When I come around, de Green Day. Le sigue Nothing else matters, de Metallica, With or without you, de U2, y Bend and Break, de Keane. Se unen a la tertulia, otra de Moratalaz, una de Carabanchel y el Maestro Zen, todos ellos eminencias del consejo.
Sigo en el sur, cruzo un semáforo en Gran Vía y me fijo en un motorista. Sí, es él. Almeriense, castellonense y de Lavapiés. Un pozo de sabiduría en todo. Nos tomamos un café en el Penta. Me cuenta que viene de comprar entradas para él y una chica, a los que unió una peli clásica y un buen pedo, para asistir a un concierto de Wilco. Nada es imposible, amigo mío, ni siquiera Alemania. Me recomienda Here comes your man, de Pixies, y el Halellujah, de Happy Mondays. Nos despedimos, no sin antes recordarme que le eche un ojo al blues y al jazz. ¡Acuérdate de Billie Holiday!
Avanzo Gran Vía abajo y alguien me pega una voz al grito de “¡norteño!”. La voz sale de una tienda con nombre de reafirmación argentina (creo que se llama Oysho). Entro en el local y me recibe la sonrisa más grande y contagiosa al sur de Plaza Castilla. Musicalmente mejorable (ja!), emocionalmente invencible. Es muy fácil ser amigo suyo. Es imposible no serlo. Se compra un pijama de Pitufina & Co. y me invita (oh, sorpresa! jaja) a unas galletas oreo en una cafetería. Las sonrisas no nos abandonan nunca, ni siquiera al hablar de la vida, de su sentido (o sinsentido), de su origen, de su nudo, de su desenlace. Del guión de la existencia. Grandísima escritora. Ella, la plastilina blanca; yo, la negra (o al revés), pero ambos plastilina. Con una ironía de salón con sofás, y un desparpajo de cuarto desordenado con nórdico. Irrepetible e insuperable, excepto en estatura...
Las oreos escuchan en el hilo musical de la cafetería How I could just kill a man, de RATM junto a Cypress Hill. A continuación I miss you, de Incubus; Merece la pena, de Tote; Let’s dance to Joy Division, de The wombats; un tema de Nena Daconte; Song 2, de Blur; y The man who sold the world, de Nirvana. Muevo la cabeza en señal de resignación. Nos emplazamos a las noches en la Red de Redes y nos despedimos con la misma sonrisa del principio, multiplicada por las veces que me pregunta cosas que no la interesan. Antes de irme le digo, de viejo a cría, una frase que me contó el mayor sabio de la copla: cuando la sonrisa no quiera salir que se quede en casa, ya saldrá mañana con más fuerza. Creo escuchar una canción de Ricky Martin justo cuando atravieso la puerta…
Pista central del polideportivo del barrio. Cuatro primos se lo pasan en grande a raquetazo limpio. El más pequeño es el que mejor juega, normal, las tardes de Somontes le convertirán en un grande. Su hermano mayor destila pasión por los cuatro costados. Gocho, pero de entusiasmo y sensibilidad. Por cierto, luego nos vamos a pintar. Y el tercero es la animación constante. Decidido y optimista. Grande payé. En los altavoces del poli nos sorprende Francisco Alegre, de Juanita Reina; y nos agrada El niño güey, de SFDK.
Más familia. Más café. Ahora en el norte. En alguna casa del barrio del Pilar. Primos, tíos, hermanos, sobrinos,… Mata está en el ambiente. Cuanto más descubro de la historia de mis antepasados más orgulloso me siento de haber nacido en esta familia. Fonsi ameniza la velada con el Bolero de Ravel, el Canon de Pachelbel, las Cuatro estaciones de Vivaldi, la Marcha Radetzky de Strauss, Carmen de Bizet, el Amor brujo de Falla, el Concierto de Aranjuez, de Rodrigo…. Me pongo al día de la vida de cada uno de mis familiares, entre historias, chistes, algún malentendido, pero con todo el cariño del mundo.
Nos teletransportamos a la Sierra de Francia salmantina. A un pequeño pueblo, pero gran sociedad. Noche de locura en la Calle Larga, hay fiesta. En nuestra casa se lucha hasta la extenuación cada turno por la ducha. Nos cruzamos en el pasillo, nos reafirmamos en lo guap@s que son nuestros primos, y a la verbena. Y al chiringuito. Y a los bares. Doscientos amigos de todos los rincones de España nos reunimos en ese pueblecito de Salamanca y bailamos al ritmo que marca la diversión y la juerga. Smashing pumpkins toca Tonight, Morodo nos deleita con Tú eres como el fuego, el Chiquilla de Seguridad Social nos sigue poniendo la piel de gallina una década después, Barricada nos rememora Blanco y negro, para Celtas Cortos es 20 de abril, Ska-p reivindica el hachís y Dover vuelve a sus orígenes con Serenade. Juan me recuerda nuestros tiempos de Limp Bizkit, System of a down y POD. Carlos, Luismi, Jaime, Jon y Tinín los de Porretas, Marea, Extremo, Junco y los del Caribe Mix
Son las 3 de la madrugada. De nuevo en un sofá de mi salón. Acompaño un partido de la NBA televisado por Cuatro con una ensalada deliciosa. Leo el EP3 del viernes, regalan el single de Don’t you forget about me, de Simple Minds. Uka llega de fiesta. En el descanso del partido miro el teletexto: el Madrid ha ganado la Champions, el Sporting la Liga, la Unión a la Uefa, Geta y Rayo a la Intertoto, sube el Lega, el Carabanchel, la Segoviana, el Zamora y el Granada. El Celtic vence en Escocia, el City en Inglaterra, el Feyenoord en Holanda,… Acaba el partido de basket. Son las 5 de madrugada. Bajo la basura. Las calles están vacías y el silencio lo inunda todo. Las luces de las casas están apagadas, sólo los rascacielos de la Ciudad Deportiva iluminan el cielo madrileño. Miro la luna llena y le doy las gracias por haberme hecho pasar un día así.
Subo a casa y me acuesto. Enciendo la radio y Aretha Franklin despacha su Rescue me. Lucen las pegatinas del techo. En mi cabeza resuena Teardrop, de Massive Attack. Cierro los ojos y el sueño me atrapa. Ha sido mi día perfecto, o casi.
jueves, 1 de enero de 2009
Frente al espejo
A la Asociación de Guionistas de Vidas,
es tiempo de balances. Por estas fechas a muchas personas les da por analizar lo sucedido a lo largo del año recién acabado (no sé por qué no lo hacen cuando concluye cada semana, o cada mes, o cada trimestre). El caso es que a mí nunca me ha gustado hacer balances anuales. Es una especie de examen, un análisis de lo bueno y lo malo del año. Éxito o fracaso. Año productivo o año perdido. Casi mejor no arriesgarse a evaluarlo, por el resultado, más que nada.
Yo hago mi evaluación particular. No tiene nada que ver con el final de año. Es algo que suelo hacer de vez en cuando. En situaciones de crisis, de dudas, en vísperas de acontecimientos que considero relevantes… en general, cuando necesito estar solo. Plantarme delante del espejo, mirarme fijamente, hasta que pueda verme reflejado en mis propios ojos, y sincerarme conmigo mismo.
Me encanta hablar conmigo. Hace poco, un amigo me preguntó que en qué momento del día era cuándo más tranquilo me encontraba. Sin duda es este. Preguntas sinceras y respuestas sinceras. Nadie nos conoce mejor que nosotros mismos. Nuestras virtudes, nuestros defectos, nuestros activos, nuestros miedos. Somos nuestros más duros críticos y nuestros más fervientes seguidores.
Me encanta encontrarme cara a cara conmigo mismo. Ver a un chico cada vez más convencido del Determinismo, de que cada una de nuestras vidas ya está vivida. Está escrita de principio a fin. Desconozco si lo está en las estrellas, en las cartas, en los posos del café, en las palmas de las manos o en los libros sagrados, pero creo que nuestro presente y futuro es ya pasado. ¿En qué te basas? Me diréis. En mi experiencia. Lo sé, es una prueba mínima, pero, ¿en qué os basáis vosotros para sostener lo contrario?
San Siro. Partido de vuelta de la semifinal de la Champions League. En el terreno de juego, once estrellas mundiales del Inter de Milán. En el túnel de vestuarios, once chavales del Club Deportivo Salmantino, muchos de ellos estudiantes, con más horas en campos de tierra que de hierba, y a los que les tiemblan las piernas desde que aterrizaron en el aeropuerto lombardo de Malpensa. En la mente de cada uno de los 22 jugadores sólo hay dos cosas seguras: una, que los italini son unos quatreri; dos, la victoria de los interistas. Desconocen el tanteo final, el cómo y el cuándo de los goles, pero el triunfo neroazzurro es cierto.
De todas formas, el creer que nuestro destino ya está predeterminado lleva aparejado un sentido peyorativo que es irreal. Las cosas son como son y las personas también.
¿Mi año? Venga vale, no desentonemos con el ambiente y hagamos análisis. Ha habido de todo. He conocido a personas fascinantes, muy especiales, pero también he perdido alguna que otra maravilla. Me conozco más, y me gusto menos. Grandes aciertos y grandes errores. Los primeros, gratificantes y necesarios; los segundos, dolorosos e irreversibles. He disfrutado y he visto disfrutar a mi gente. He sufrido y he visto sufrir a mi gente. Eso no cambia con los años. Las expectativas a principios de 2008 eran grandes. “Este va a ser nuestro año”, ¿era así, serrano? Pues no lo ha sido. Este año tampoco.
2008 ha tenido seis meses. De enero hasta junio. Desde entonces hasta ahora sólo ha habido niebla. Momentos de pequeños claros, algún que otro rayo de sol entre las nubes. Pero perdido entre sombras, recuerdos y fantasías. Dejándome llevar, sin llegar a ningún lado. El pasado está muerto, pero me empeño en revivirlo a diario en pensamientos y sueños. Dicen que los sueños son reflejos de nuestros temores y de nuestros deseos. Ojalá no soñara, o, al menos, no me acordara despierto de ellos. Son sueños pretéritos, estúpidos y dolorosos.
Y lo peor es que en estos desaparecidos meses me han sucedido cosas estupendas. Grandes acontecimientos que no he saboreado, que se me han escapado entre los dedos de la mano como si fuera arena. Sábados por la noche en los billares con mis mejores amigos, jornadas de radio apasionantes, viernes por la tarde en la mejor compañía y en el mejor escenario, alocadas y divertidas conversaciones hasta las tantas con personas especiales, partidos de fútbol, conciertos, cafés, indescriptibles alegrías familiares, viajes, oportunidades laborales,… apenas unas gotas de agua en medio del mar.
¿Hasta cuándo así?, me pregunto. No está en mi mano. Somos actores de la película de nuestra vida, pero los guiones ya están escritos. Incluso los Oscars y los Razzies ya están entregados. Soy el protagonista de mi cinta, pero me limito a recitar el guión dado y a sentir los sentimientos dictados. No cabe la improvisación ni los cameos espontáneos. Simplemente cumplo órdenes. No sé qué me espera dentro de media hora, o mañana o dentro de tres años, pero sí estoy seguro de que será lo que tenga que ser, de que será lo que pone en la página correspondiente del libreto.
Mi esperanza reside en que el guionista, a la hora de escribirlo, haya introducido un giro radical en la trama desde ya mismo. Que mi personaje vuelva a sentir como lo hacía unos meses atrás. Que vuelva a vivir plenamente el presente, que mire al pasado con orgullo, y al futuro con esperanza y decisión. Que los sueños se queden en sueños y que se abrace a la realidad con una fuerza formidable. A ese clavo me agarro, porque lo demás no está en mi mano.
Las cosas son como son, no como nosotros queremos que sean. Si verdaderamente nosotros fuéramos los dueños de nuestro porvenir, ¿por qué no somos siempre felices? ¿Acaso si tuviéramos la posibilidad de elegir no desearíamos la felicidad eterna? "Hay hechos que no podemos dominar, que se nos escapan de nuestro campo de acción. Por eso no somos siempre felices", podriaís argumentar. Pues bien, desde mi punto de vista no es que haya circunstancias de nuestra vida que no dependen de nosotros, es que nada depende de nosotros.
Podemos felicitarnos por nuestros éxitos y maldecirnos por nuestros fracasos para hacernos sentir rectores de nuestros propios actos, pero la realidad es que ese triunfo o esa equivocación no son mérito ni demérito nuestro. Que conseguiríamos ese premio o que erraríamos esa decisión nos venía de serie desde que nacimos.
Hace poco, hablando con una amiga, me dijo que ella piensa que los grandes acontecimientos de nuestra existencia ya están marcados desde antes de la concepción. Empezando por los rasgos físicos, la familia, el país de nacimiento, el momento de nuestra muerte y el de las personas que nos rodean, nuestra trayectoria académica y laboral, nuestras relaciones sentimentales,… Todo este conglomerado de circunstancias ya lo tendríamos predefinido. Sin embargo, en nosotros residiría la libertad de ánimo, de afrontar todas esas situaciones con un espíritu optimista, alegre, emprendedor, de superación, de riesgo; o, por el contrario, con un sentimiento derrotista, dramático, deprimido o nostálgico. Aquí, en esta faceta emocional, funcionaríamos de manera autónoma, libre e independiente.
Yo voy más allá. Si tras la muerte de un amigo, una persona se repone, mirando hacia delante, buscando nuevos retos, afrontando el futuro con energías renovadas, es porque así debe ser. Si tras suspender unas oposiciones, un estudiante se hunde, se pasa el día preguntándose por qué escogió A y no B en la pregunta 13, se encierra en sí mismo y le da por escuchar canciones melancólicas, es porque así debe ser. El destino de cada uno de estos dos sujetos era ese y no el contrario, ni ningún otro. Sentirse así ante esa circunstancia dada.
La vida es más cómoda, más fácil así. Quizá también menos interesante. Pero es lo que hay. Desaparece la responsabilidad. Sólo interpreto el papel que se me ha asignado. “Pero así no se vive la vida”, dicen. Es lo que estoy haciendo, vivirla. Probablemente no de la forma que tenía planeada, pero es que la vida nunca sucede como se planea, nunca sucede como se sueña. Es simplemente como es.
A mí me gustaría despertarme pensando otras cosas, acostarme pensando otras cosas, soñar otras cosas,… pero supongo que es lo que me toca. Porque la vida es sentir, pero también es pensar. De hecho, creo que tiene prioridad lo segundo sobre lo primero. Hace poco leí a una amiga decir que los sentimientos son incontrolables y alocados. Estoy de acuerdo, en parte. No se puede controlar su brote, quizá tampoco su desarrollo, pero sí se pueden camuflar. En muchas ocasiones se deben esconder porque no son lo correcto. Porque surgen en el momento inadecuado, porque carecen de sentido. ¿Que no es sano reprimirlos? De acuerdo, pero hacerlo, en determinadas circunstancias, evita males mayores.
La buena y la mala suerte no existen en el transcurso de nuestras vidas. Existen a la hora de escribir y repartir los guiones. Somos muy dados a hablar de que tal persona tiene mucha suerte, o al contrario. Esa gracia o desgracia no hay que buscarla aquí, sino en las manos que diseñaron la vida del afortunado o desafortunado.
Sólo me queda agradecer a los autores de la historia de mi vida el haber puesto en mi camino gente maravillosa e instantes de felicidad plena, así como criticarles el haberme hecho padecer vivencias dolorosas. A ver qué me tenéis preparado para el futuro, aunque me han llegado ciertos rumores y no son especialmente halagüeños… Mi futuro está escrito y no me gusta.
¿Qué hacemos aquí? Simplemente representar el papel que nos ha tocado en suerte.
es tiempo de balances. Por estas fechas a muchas personas les da por analizar lo sucedido a lo largo del año recién acabado (no sé por qué no lo hacen cuando concluye cada semana, o cada mes, o cada trimestre). El caso es que a mí nunca me ha gustado hacer balances anuales. Es una especie de examen, un análisis de lo bueno y lo malo del año. Éxito o fracaso. Año productivo o año perdido. Casi mejor no arriesgarse a evaluarlo, por el resultado, más que nada.
Yo hago mi evaluación particular. No tiene nada que ver con el final de año. Es algo que suelo hacer de vez en cuando. En situaciones de crisis, de dudas, en vísperas de acontecimientos que considero relevantes… en general, cuando necesito estar solo. Plantarme delante del espejo, mirarme fijamente, hasta que pueda verme reflejado en mis propios ojos, y sincerarme conmigo mismo.
Me encanta hablar conmigo. Hace poco, un amigo me preguntó que en qué momento del día era cuándo más tranquilo me encontraba. Sin duda es este. Preguntas sinceras y respuestas sinceras. Nadie nos conoce mejor que nosotros mismos. Nuestras virtudes, nuestros defectos, nuestros activos, nuestros miedos. Somos nuestros más duros críticos y nuestros más fervientes seguidores.
Me encanta encontrarme cara a cara conmigo mismo. Ver a un chico cada vez más convencido del Determinismo, de que cada una de nuestras vidas ya está vivida. Está escrita de principio a fin. Desconozco si lo está en las estrellas, en las cartas, en los posos del café, en las palmas de las manos o en los libros sagrados, pero creo que nuestro presente y futuro es ya pasado. ¿En qué te basas? Me diréis. En mi experiencia. Lo sé, es una prueba mínima, pero, ¿en qué os basáis vosotros para sostener lo contrario?
San Siro. Partido de vuelta de la semifinal de la Champions League. En el terreno de juego, once estrellas mundiales del Inter de Milán. En el túnel de vestuarios, once chavales del Club Deportivo Salmantino, muchos de ellos estudiantes, con más horas en campos de tierra que de hierba, y a los que les tiemblan las piernas desde que aterrizaron en el aeropuerto lombardo de Malpensa. En la mente de cada uno de los 22 jugadores sólo hay dos cosas seguras: una, que los italini son unos quatreri; dos, la victoria de los interistas. Desconocen el tanteo final, el cómo y el cuándo de los goles, pero el triunfo neroazzurro es cierto.
De todas formas, el creer que nuestro destino ya está predeterminado lleva aparejado un sentido peyorativo que es irreal. Las cosas son como son y las personas también.
¿Mi año? Venga vale, no desentonemos con el ambiente y hagamos análisis. Ha habido de todo. He conocido a personas fascinantes, muy especiales, pero también he perdido alguna que otra maravilla. Me conozco más, y me gusto menos. Grandes aciertos y grandes errores. Los primeros, gratificantes y necesarios; los segundos, dolorosos e irreversibles. He disfrutado y he visto disfrutar a mi gente. He sufrido y he visto sufrir a mi gente. Eso no cambia con los años. Las expectativas a principios de 2008 eran grandes. “Este va a ser nuestro año”, ¿era así, serrano? Pues no lo ha sido. Este año tampoco.
2008 ha tenido seis meses. De enero hasta junio. Desde entonces hasta ahora sólo ha habido niebla. Momentos de pequeños claros, algún que otro rayo de sol entre las nubes. Pero perdido entre sombras, recuerdos y fantasías. Dejándome llevar, sin llegar a ningún lado. El pasado está muerto, pero me empeño en revivirlo a diario en pensamientos y sueños. Dicen que los sueños son reflejos de nuestros temores y de nuestros deseos. Ojalá no soñara, o, al menos, no me acordara despierto de ellos. Son sueños pretéritos, estúpidos y dolorosos.
Y lo peor es que en estos desaparecidos meses me han sucedido cosas estupendas. Grandes acontecimientos que no he saboreado, que se me han escapado entre los dedos de la mano como si fuera arena. Sábados por la noche en los billares con mis mejores amigos, jornadas de radio apasionantes, viernes por la tarde en la mejor compañía y en el mejor escenario, alocadas y divertidas conversaciones hasta las tantas con personas especiales, partidos de fútbol, conciertos, cafés, indescriptibles alegrías familiares, viajes, oportunidades laborales,… apenas unas gotas de agua en medio del mar.
¿Hasta cuándo así?, me pregunto. No está en mi mano. Somos actores de la película de nuestra vida, pero los guiones ya están escritos. Incluso los Oscars y los Razzies ya están entregados. Soy el protagonista de mi cinta, pero me limito a recitar el guión dado y a sentir los sentimientos dictados. No cabe la improvisación ni los cameos espontáneos. Simplemente cumplo órdenes. No sé qué me espera dentro de media hora, o mañana o dentro de tres años, pero sí estoy seguro de que será lo que tenga que ser, de que será lo que pone en la página correspondiente del libreto.
Mi esperanza reside en que el guionista, a la hora de escribirlo, haya introducido un giro radical en la trama desde ya mismo. Que mi personaje vuelva a sentir como lo hacía unos meses atrás. Que vuelva a vivir plenamente el presente, que mire al pasado con orgullo, y al futuro con esperanza y decisión. Que los sueños se queden en sueños y que se abrace a la realidad con una fuerza formidable. A ese clavo me agarro, porque lo demás no está en mi mano.
Las cosas son como son, no como nosotros queremos que sean. Si verdaderamente nosotros fuéramos los dueños de nuestro porvenir, ¿por qué no somos siempre felices? ¿Acaso si tuviéramos la posibilidad de elegir no desearíamos la felicidad eterna? "Hay hechos que no podemos dominar, que se nos escapan de nuestro campo de acción. Por eso no somos siempre felices", podriaís argumentar. Pues bien, desde mi punto de vista no es que haya circunstancias de nuestra vida que no dependen de nosotros, es que nada depende de nosotros.
Podemos felicitarnos por nuestros éxitos y maldecirnos por nuestros fracasos para hacernos sentir rectores de nuestros propios actos, pero la realidad es que ese triunfo o esa equivocación no son mérito ni demérito nuestro. Que conseguiríamos ese premio o que erraríamos esa decisión nos venía de serie desde que nacimos.
Hace poco, hablando con una amiga, me dijo que ella piensa que los grandes acontecimientos de nuestra existencia ya están marcados desde antes de la concepción. Empezando por los rasgos físicos, la familia, el país de nacimiento, el momento de nuestra muerte y el de las personas que nos rodean, nuestra trayectoria académica y laboral, nuestras relaciones sentimentales,… Todo este conglomerado de circunstancias ya lo tendríamos predefinido. Sin embargo, en nosotros residiría la libertad de ánimo, de afrontar todas esas situaciones con un espíritu optimista, alegre, emprendedor, de superación, de riesgo; o, por el contrario, con un sentimiento derrotista, dramático, deprimido o nostálgico. Aquí, en esta faceta emocional, funcionaríamos de manera autónoma, libre e independiente.
Yo voy más allá. Si tras la muerte de un amigo, una persona se repone, mirando hacia delante, buscando nuevos retos, afrontando el futuro con energías renovadas, es porque así debe ser. Si tras suspender unas oposiciones, un estudiante se hunde, se pasa el día preguntándose por qué escogió A y no B en la pregunta 13, se encierra en sí mismo y le da por escuchar canciones melancólicas, es porque así debe ser. El destino de cada uno de estos dos sujetos era ese y no el contrario, ni ningún otro. Sentirse así ante esa circunstancia dada.
La vida es más cómoda, más fácil así. Quizá también menos interesante. Pero es lo que hay. Desaparece la responsabilidad. Sólo interpreto el papel que se me ha asignado. “Pero así no se vive la vida”, dicen. Es lo que estoy haciendo, vivirla. Probablemente no de la forma que tenía planeada, pero es que la vida nunca sucede como se planea, nunca sucede como se sueña. Es simplemente como es.
A mí me gustaría despertarme pensando otras cosas, acostarme pensando otras cosas, soñar otras cosas,… pero supongo que es lo que me toca. Porque la vida es sentir, pero también es pensar. De hecho, creo que tiene prioridad lo segundo sobre lo primero. Hace poco leí a una amiga decir que los sentimientos son incontrolables y alocados. Estoy de acuerdo, en parte. No se puede controlar su brote, quizá tampoco su desarrollo, pero sí se pueden camuflar. En muchas ocasiones se deben esconder porque no son lo correcto. Porque surgen en el momento inadecuado, porque carecen de sentido. ¿Que no es sano reprimirlos? De acuerdo, pero hacerlo, en determinadas circunstancias, evita males mayores.
La buena y la mala suerte no existen en el transcurso de nuestras vidas. Existen a la hora de escribir y repartir los guiones. Somos muy dados a hablar de que tal persona tiene mucha suerte, o al contrario. Esa gracia o desgracia no hay que buscarla aquí, sino en las manos que diseñaron la vida del afortunado o desafortunado.
Sólo me queda agradecer a los autores de la historia de mi vida el haber puesto en mi camino gente maravillosa e instantes de felicidad plena, así como criticarles el haberme hecho padecer vivencias dolorosas. A ver qué me tenéis preparado para el futuro, aunque me han llegado ciertos rumores y no son especialmente halagüeños… Mi futuro está escrito y no me gusta.
¿Qué hacemos aquí? Simplemente representar el papel que nos ha tocado en suerte.
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