viernes, 31 de julio de 2009

La pulsera y el puzzle

A Sigur Rós y su fan de Winchester,

El agua templada de la ducha caía con fuerza sobre la cabeza de Pedro. Pese a estar en pleno mes de agosto, él no era de los que bajaban unos cuantos grados la temperatura del agua para asearse. Con la mano derecha apoyada en la pared que tenía enfrente y con la cabeza gacha observando cómo el chorro del agua se perdía por el desagüe, Pedro Parquero no dejaba de repetirse que se estaba equivocando. Tenía 50 minutos por delante antes de encontrarse con María.

Ya fuera de la ducha, y mientras las gotas que aún poblaban sus hombros iniciaban una carrera desenfrenada hacia el suelo dejando tras de sí un surco transparente, Pedro se vio reflejado en un pequeño resquicio que el vaho había dejado en el gran espejo del baño. Mirándose fijamente a los ojos y negando con la cabeza en señal de confusión, se mordió los carrillos –algo que solía hacer a menudo- con tanta violencia que saboreó su propia sangre.

Él no quería ir a esa cita. Sabía que su verdadero lugar se encontraba a varios kilómetros de la urbanización Bellas Vistas, en plena calle Francos Rodríguez, donde se había emplazado con María. La eternidad se apropiaba de cada segundo que transcurría mientras Pedro se vestía con unos vaqueros rotos, se engominaba el flequillo tratando de emular a un famoso actor de origen tahitiano, se enfundaba una camiseta heredada de su hermano mayor y se lloraba con gotas de un perfume regalo de una amiga del trabajo.

Cada paso que daba, del cuarto de baño a la habitación y de ahí a la cocina, era un paso más que le alejaba de su verdadero camino. Quedaban 35 minutos para el encuentro. Una vez arreglado y acicalado, con la cartera, el móvil y las llaves en los bolsillos, Pedro se sentó en una de las esquinas de su cama. Fijó sus ojos en la pulsera roja que bailaba en su delgada muñeca derecha y recordó como, apenas tres meses antes, Juana se la había regalado en plena playa de San Lorenzo como recuerdo de los siete días más maravillosos que ambos habían disfrutado en sus aún cortas vidas.

Con la ciudad de Jovellanos como escenario, Pedro y Juana Gris desearon que esa semana no tuviera fin, que cada vivencia compartida se prolongara hasta el infinito y que el tiempo se tomara un respiro y cesara en su sincesar. Los dos descubrieron, entre sidras y cabrachos, que sus vidas no se separarían nunca, que eran las piezas con las que ambos completaban su puzzle, el puzzle de la felicidad. Un mes después, ya en la capital, aquel descubrimiento saltó por los aires echo añicos cuando Pedro sorprendió a Juana llorando por la llegada a su vida de un extraño, pero interesante y apuesto, compañero de trabajo. Estaba confusa y las dudas la aguardaban en cada esquina.

Pedro se levantó de la cama, se secó las lágrimas que se habían asomado para contemplar la pulsera y salió de su casa camino de María. Su caminar era tembloroso, inseguro, sin saber muy bien el destino de sus pasos. Pero los daba, y a cada uno de ellos el corazón le palpitaba más deprisa. Se repetía una y otra vez en voz baja que se estaba equivocando, y con cada nuevo aviso aceleraba su andar. Entró en el autobús y picó el billete con la mano derecha. Un súbito escalofrío, como el que provoca una díscola gota de lluvia colada de improviso por el cuello de la camiseta, le recorrió la columna vertebral al reparar de nuevo en la pulsera. Apartó la vista y se sentó en el último asiento, solo.

Movía mecánicamente la pierna izquierda, los nervios le atenazaban y las palmas de las manos le sudaban sin parar. El corazón le pesaba demasiado, se había vuelto duro como una roca de mármol. Lo había hinchado a base de mentiras y ahora cargaba con él como una losa. Se bajó del autobús una parada antes de la que correspondía a Bellas Vistas. Echó a andar, llegaba tarde. Vio a María a lo lejos, en la acera de enfrente, esperándole a la sombra de un chopo de poca edad. Pedro se detuvo. Cerró sus puños con fuerza dejando los nudillos blancos como las zapatillas de deporte que vestía. Se sentó en un banco próximo sacó el móvil y escribió un sms: Ola Maria,no voy a podr qedar.E comtido un gran error.Lo siento,dverdad.1bso.

Se levantó del banco, puso rumbo meridional, y sin soltar el móvil escribió con su mano derecha otro sms: Hola Juana. Sé que eres tú, todo lo demás no me importa. Lucharé lo que tenga luchar y esperaré lo que tenga que esperar. Eres tú.

Y por primera vez, Pedro sintió que no se estaba equivocando y que sus pasos le devolvían al camino correcto.

FC! :-)