miércoles, 3 de marzo de 2010

La plaza miope

A los barrenderos de Cibeles,

Dejaba atrás la puerta del portal y me subía la cremallera de mi bomber negra. Llegaba tarde a la clase de Estadística Descriptiva, una asignatura a la que no caí bien desde el principio. Eran las 8:15 de una mañana de otoño, en la que cielo había decidido vestirse de gris metalizado y el viento se reía de las faldas más atrevidas.

En el bolsillo de la cazadora mi viejo transistor había instalado su chalet tiempo atrás, y con unos auriculares “made in AVE” cortesía de un colchonero asegurador, escuchaba –como cada mañana- la tertulia de Iñaki Gabilondo. Camino de la parada del 147, mientras escuchaba a Alberto Oliart, Javier Pérez Royo, Joaquín Estefanía y a Carlos Rodríguez Braun –entre muchos otros- soñaba con esa profesión. Me hacía mi propio discurso tertuliano, respondía a unos y otros sin abrir la boca. Villalonga y las stock options de Teléfonica, Gescartera, Álvarez Cascos, y Aznar. Sobre todo Aznar. Se negaba a conceder entrevistas a la Cadena Ser y era el objetivo preferido -con razones de peso para serlo- de Gabilondo.

Aquel día, miércoles, el tema estrella de la tertulia era la relación de amistad que unía al ex (a Dios gracias) presidente del Gobierno con el ex (a Alierta gracias) presidente de la multinacional telefónica. No me gustan los debates en los que a todos los participantes les gusta el mismo color. Desde siempre me ha gustado hacer de abogado del diablo (me cae bien el bicho rojo, qué le voy a hacer) y, aunque la mayoría de las veces lo haga sólo para “dar vidilla” a la conversación, me gusta llevar la contraria.

En esta ocasión, y como no podía ser de otra forma, todos iban contra el negro bigotes. Normal. Me costaba horrores, pero incluso entonces, mi vena diabólica rebatió en silencio a los contertulios. Recuerdo reírme a carcajadas conmigo mismo. Tú, defendiendo al indefendible… Sin embargo, pronto la risa empezó a tornarse enfado. El 147 se retrasaba –una mañana más- y mis “adoradas” medias, rangos, modas y medianas se alejaban cada vez más.

Delante de la parada del autobús había un charco enorme de agua. La noche anterior había caído un chaparrón que había dejado sin luz a toda la calle durante 20 minutos –lo que me había privado de ver parte de un partido de Sampras en el Open USA-. Éramos más de 10 los que nos manifestábamos en espera del bus. Trajeados, chandalosos, ancianos y mujeres con bebé. La fauna típica a primera hora, vamos.

Dos mujeres de la tercera edad que se acababan de conocer –amor en la parada del 147- criticaban la demora del transporte público en Madrid. –Claro, es que se quedan de “cháchara” en la cabecera y luego pasa lo que pasa…- decía una. –No tienen vergüenza; y luego vienen tres seguidos…– corroboraba la otra. Siempre me ha hecho gracia este tipo de conversaciones entre personas anónimas en las paradas del Metro y del autobús. Cuando atisbaba el principio de alguna de ellas, bajaba el volumen de la radio y me divertía escuchándolas. No es mala técnica para socializarse, la verdad, eso sí, a costa de los autobuseros…

Y llegó… 20 minutos después. Lo de encontrar un asiento libre era más difícil que mantener un mini intacto, lleno hasta arriba, en un concierto de los “Saltimbanquis” esos, o como se llamen… Apretados como sardinas, yo me negaba a quitarme la John Smith de la espalda. Era mía, y se merecía un respeto. Además, el suelo del bus estaba sucio y no le iba a hacer pasar ese mal rato. Quien quisiera pasar a mi lado que empujara. El interior de un autobús en hora punta, otro gran método de socialización… y a veces hasta de abuso sexual.

Cuando Gabilondo, dando más opinión que información, regalaba su enésimo exabrupto al indefendible, y 10 minutos de atasco después, llegábamos a Plaza de Castilla, lugar de trasbordo hacia Cantoblanco y mis números estadísticos. Llegaba tarde, el día estaba gris, había protegido a Aznar, esa noche jugaba el Madrid en la Champions… demasiados motivos como para no saltarse un día en la mejor universidad de España y parte de Urano. En la rotonda castellana, sin obelisco aún, y con fuente, se bajó mucha gente, entre ella, las dos amantes de nuevo cuño. Me senté en la última fila y saqué la libreta. Era día de escritura.

Conocía el recorrido de aquel viaje. Castellana, Gregorio Marañón, Rubén Darío, Chamberí, Bilbao, San Bernardo y Callao. Pensé en la posibilidad de que algún familiar trabajara en algún lugar cercano a aquella ruta. Si me viera, ¿qué le diría? Que los autobuseros madrileños deberían dejarse de charlas de colegas en las cabeceras y hacer mejor su trabajo. Que los números no me invitaron nunca a sus fiestas de cumpleaños. Que yo quería ser periodista y no economista. Simplemente recé porque no me encontrara con nadie que me conociera.

Llegué a Callao, aún sin peatonalizar –madre mía como ha cambiado Madrid-, a las 9:30. Sin pensarlo, y ya con las pilas gastadas en el transistor –cómo se me pudo olvidar cambiarlas, qué idiota- empecé a bajar la cuesta de Preciados. Estaba acostumbrado a andar por esa calzada los sábados, esquivando a cientos de personas con bolsas de grandes almacenes en las manos. Me resultó extraño –y todo un triunfo- atravesar toda la calle de la Fnac y El Corte Inglés en la misma fila de baldosas, sin tener que echarme a la derecha o a la izquierda para sortear a alguien.

Sol. La Puerta y el Astro. Llegué a la primera, y el segundo asomó algo entre las nubes plomizas. Llevaba 10 minutos sin radio y el aburrimiento me llamaba a la puerta. Compré el Marca en un kiosko con detalles novecentistas, a dos pasos de La Menorquina. La portada era para el partido que esa noche disputaban el Madrid y el Dinamo de Kiev en Rusia. Tenía cinco horas por delante, y no había como una buena ración deportiva para que se pasaran volando (a falta de hadas holandesas…). Eso sí, ni se me pasó por la cabeza empezar a leerlo hasta que no encontrara el lugar adecuado. Metí el periódico en el señor Smith y las Adidas me llevaron Calle Mayor arriba.

No me apetecía meterme en una cafetería. Había desayunado un vaso de leche (blanca hasta que la coloreé de marrón Nesquik) con Smacks un par de horas antes y yo soy muy mío para las comidas. Conocía un par de tiendas de ropa de deporte situadas en la Calle Mayor pero aún no estaban abiertas. -¿Pero es que ningún empresario de este tipo de comercios tiene en cuenta a los pelleros amantes del deporte? Qué vergüenza, -me decía a mí mismo. Estaba hablando como aquel par de señoras en la parada. Me reí, de nuevo.

La Calle de Bailén me recibió con un grupo de estudiantes turistas. Por sus portes chulescos diría que eran italianos (siempre los italiani… grrrr), pero luego escuchándoles hablar me di cuenta de que eran franceses… -Joe, estos prejuicios van a acabar conmigo… ¡Qué narices! Los franceses tampoco me caen bien, tshhh-, me reconforté. Bordeé la Catedral de La Almudena y me senté en un banco de madera, en un parque ubicado en un lateral de la Plaza de Oriente.

Aquel era un buen sitio. Saqué el Marca y lo leí palabra por palabra, hasta la programación televisiva. Según pasaba la mañana, el parque al que había llegado desierto fue adoptando un color ilusión. Niños. A mediodía los columpios estaban repletos de críos vigilados de cerca por unos padres somnolientos y felices. La lluvia del día anterior había transformado la tierra en barro, y muchos de los chavales se divertían cocinando albóndigas con extra de arena. Tampoco faltaban personas mayores. Paseos mañaneros por el Madrid antiguo eran una terapia ideal para la osteoporosis y la artrosis –ojalá lo fueran también para la dermatitis…-.

Turistas (ya no me arriesgué a ponerles país), parados y estudiantes a los que también se les había retrasado el autobús eran sombras recurrentes en mis entrepáginas deportivas. Acabado el Marca, me puse a escribir de nuevo. Un abuelo jugaba al fútbol con su nieto. Me recordaba a mí. No echaba de menos los números, ni a Iñaki, ni al 147. Quería volver a jugar al fútbol en el parque con mi abuelo. El viento había amainado y el sol brillaba sin calentar en el cielo. Me gustaba escribir. Otoño de 1998. Plaza de Oriente.

He vuelto varias veces a ese lugar. La mayoría, en el último año. La última, la mejor. En busca de una tienda de instrumentos musicales, en busca de respuestas, en busca del amor, en busca de consuelo, en busca de compañía… Ese lugar me ha abierto muchas puertas. Algunas no se cerrarán nunca, otras lo hicieron hace tiempo. No puedo ser republicano -lo siento, presidenta del Sur-, muchos reyes españoles han sido testigos de los mejores momentos de mi vida. También de otros no tan buenos. Pero siempre han estado ahí. También contigo.

Es una plaza que merece ser vista sin gafas. Sin cubos de basura. Hiciste bien.

Creo que hay lugares que nos buscan. Pensamos que somos nosotros los que decidimos pisar un país, visitar una ciudad o acudir a un emplazamiento concreto, pero realmente son ellos los que nos llaman. Supongo que en ocasiones quieren ser testigos mudos de una relación de amor, asistir en primera fila a una explosión de sentimientos paralelos. Saben de sobra que, aunque no participen activamente, siempre quedarán grabados en la memoria de los protagonistas.

Desean empaparse de ese fogonazo de energía arrolladora que retumba en Indonesia y cuyo eco se percibe en un campo de flores transalpino. ¿Cómo no querer formar parte de la felicidad? Hay pocas cosas imposibles en la vida. Una de ellas es no sonreír cuando se ve a alguien feliz. Aunque sea una persona anónima, algo de ti se contagia de esa alegría ajena. Los lugares quieren estar presentes cuando eso sucede.

Otras veces, sin embargo, sí que suelen tomar partido en la escena, si bien, es cierto que en estos momentos la llamada es individual. El lugar sólo habla a un individuo, sin intermediarios, sin público que aplauda o abuchee. Solos el lugar y tú. Su voz es tranquila, nada estridente, habla lento y con un tono que invita a la escucha. Palabras de reflexión, sosiego, esperanza y optimismo. Aún en los peores momentos, nunca pierde el aliento, no se deja vencer, y no deja que te venzan.

Aquella mañana, durante aquellas horas –estuve allí hasta la 1 del mediodía- creamos un lazo especial. Había estado allí antes, pero nunca había sentido ese chispazo que me estalló en el estómago (sin virus de por medio) ese miércoles. Desde entonces, cada reencuentro ha sido especial. El mejor y el peor, pero siempre con el corazón por fuera.

La Plaza de Oriente tiene magia. Estoy seguro de saber quién se la ha prestado.

… y no me olvido de Gijón, Getafe, Gran Vía, Arroyomuerto, Segovia, Cantoblanco, Roma, Retiro, Sanse,… y tantos otros.