miércoles, 22 de febrero de 2012

En un segundo

Al huso,

Cuando Morfeo pasa de mí, Cronos me viene buscar. Las noches en las que me cuesta dormir [pocas veces ocurre] me gusta jugar con el tiempo. En la mesilla situada a la izquierda de la cama, a menudo solitaria, pasa los días un radio-despertador holandés con los dígitos teñidos de color rojo. Coincide el tono de su coloración con la única luminosidad que vive en la habitación entre la oscuridad de la noche, el piloto de la televisión.

Soy capaz de pasar horas intentando adivinar el momento exacto en el que cambian los minutos. Cuento mentalmente los segundos deseando seguir las órdenes del dios Cronos. Son las 02:34 y pocas cosas me darían más satisfacción que presentir el justo instante en el que pasen a ser las 02:35. A veces lo consigo. No muchas. Al final, el sueño me reclama y no suelo decir que no.

Mi reloj de pulsera, traído de Canarias para quedarse toda la vida, incorpora la hora en agujas y también en variedad digital. Yo siempre he sido de esta última. Me gusta pensar, pero no calcular ángulos y números. Vago, sí, bastante. Leer los dígitos es instantáneo, como el Nesquik. Otros son de Cola-Cao, allá ellos. A lo que iba, mi hora en agujas está 43 minutos adelantada respecto a mi hora en digital. ¿Cuántas veces hemos deseado que, ante una determinada ocasión, el tiempo se detenga o se acelere?

Resulta curioso lo diferentes que parecen los segundos según haya transcurrido el día. Se alargan como girasoles hacia el sol cuando la jornada no ha sido especialmente agraciada. Como si se hicieran los remolones y no quisieran avanzar. Como el adolescente al que le toca madrugar para su examen de matemáticas. Se agarra a las sábanas como si fueran su tesoro más preciado. Así son los segundos en días o trances mejorables, perezosos y crueles. Son malvados porque saben que su continuidad hace daño. No tienen escrúpulos.

El seguidor de un equipo que marcha arriba en el marcador asume los segundos como edades del hombre. Más que progresar, parecen retroceder. El partido no termina nunca. O ese enamorado que padece el sufrimiento de ver a su amada besándose con el que se cambiaría a cambio de lo que fuera. Además de alfileres ardientes, cada instante aquí pretende ser olvidado antes de ser vivido. Esos instantes son conscientes de que hacen al flechado la persona más infeliz, pero se regodean en la angustia.

Sin embargo, esa aparente perversidad no es gratuita. Tiene una razón de ser. La mejor justificación posible. Esos desgarradores momentos posibilitan una transformación asombrosa. Del infierno al cielo. Del hielo al fuego. De la muerte a la vida. El fan futbolero, una vez lograda la victoria apurada y emocionante hasta el último segundo, experimenta una explosión de alegría difícilmente descriptible. Un alivio con el que se quita de encima toneladas de nervios y tensión. Un entusiasmo que le hace levitar por encima de las nubes y le eleva hasta la luna. Su equipo, campeón.

El no correspondido, desencantado con el amor, desengañado con las mujeres, se convierte en el hombre más feliz del mundo cuando tras ese beso furtivo que hubiese preferido no ver [el último con el ladrón de su tesoro], su Julieta le declara amor eterno sincero. En ese momento, el muro de hormigón armado que colapsaba su corazón queda hendido por una diminuta grieta. Esa mínima laceración deviene al instante en boquete que se agranda imparablemente hasta desintegrar por completo la pared negra. Un sol radiante vuelve a invadir su pequeño gran músculo.

Comienza entonces una nueva velocidad para el tiempo. Los segundos dejan atrás la parsimonia y se cargan de energía. Su lentitud se torna presteza, su vaguedad se convierte en hiperactividad. Casio se levanta y arranca a correr como nunca lo había hecho. No vuela, invade. Cada segundo exprime con tanta intensidad cada momento que ambiciona con locura el inmediatamente posterior para hacer lo mismo. Es una extraña adicción por el placer. El anhelo de más situaciones felices. Metamorfosear un viaje nocturno en carretera previsto para seis horas en un maravilloso paseo noctámbulo de apenas tres minutos. Solo el amor es capaz de hacer realidad esta magia.

Los ojos de la mujer embelesan la mirada del hombre, quien, ansioso por contemplar más belleza atiende sin solución de continuidad a la dulce boca femenina. Luego es su nariz juguetona para pasar inmediatamente después a los pedacitos de Marte repartidos por su tersa piel en forma de lunares cautivadores. Todo ello escoltado con una interminable conversación apasionante que sirve de motor al corazón del enamorado. No faltan caricias ni besos, aunque calificarlos así supone rebajarlos a actos humanos y, creedme, eran mucho más que eso.

Disfrutar de un desayuno exótico y delicioso en una terraza de la calle Serrano, visitar sin cita previa los establecimientos del gallego más rico de España [y otros con sello sueco], atiborrarse de cintas que cuentan historias fabulosas [otras no tanto], agradecer al estómago con deliciosas tostas, paseos de ensueño por el centro de la capital del Mundo, o “simplemente” tener al lado a la persona de tu vida. Todo esto y mucho más sucede a lo largo de no más de 56 horas. Lo realmente extraordinario es que todas estas escenas son sentidas, en su totalidad, en apenas un segundo. Incluso menos. El deseo de más ilusión acelera el tiempo. Éste se compincha con el hada mágica y juntos juguetean con la percepción de la duración de los momentos. Una auténtica droga para el hombre.

Las situaciones complicadas se hacen eternas y las que querríamos que fueran eternas apenas duran un suspiro. Nada es lo que parece, pero todo tiene sentido. ¿El dolor se extiende y la felicidad se acorta? Error. Todo es felicidad. Quizá no hoy, puede que no mañana. Pero lo será. Solo hay que esperar a que te llamen las manecillas y salir a jugar con ellas. Entonces todo cambiará. Todo merecerá la pena. Incluso adivinar el momento preciso en el que el radio-despertador avanzará, minuto a minuto, vida a vida.

Mi reloj se paró a las 10:48 horas.

miércoles, 8 de febrero de 2012

Perdón

A la mujer que vino de Marte,

El último día del año aterrizó su nave espacial en la calle Fuencarral y comenzó su aventura en La Tierra. Al poner su pie sobre suelo terrícola fijó sus ojos en una pequeña tortuga que atravesaba lenta, pero decididamente la calle. Sonrió y se dijo a sí misma que ella sería tan firme y valiente como ella. Y sintió el deseo irrefrenable de tocar una guitarra.

Al albor de la primavera, el pensador daba patadas al balón en uno de los muchos parques que rodeaban su casa. Cansado se sentó en el césped y bajó la mirada al verde. Una araña, de esas compuestas por una cabeza más pequeña que una lenteja y ocho patas largas como espaguetis, le saludó desde un trébol y dio comienzo a una amistad que se prolongaría muchos años en el tiempo.

La vida es sabia y sabe cómo manejar cada fusión. A veces habla más, otras deja más espacio al silencio. A veces ríe más, otras la seriedad toma mayor protagonismo. A veces se compra más en Pull&Bear y otras en Carrefour. Pero lo que la vida mantiene inalterable de principio a fin es el amor. Bueno, sí que lo transforma, lo acrecienta sin parar. De principio a fin.

La extraterrestre paseaba por Gran Vía, atenta a todo lo que sucedía a su alrededor. Desde lo más profundo de sí misma deseaba preguntar qué eran esos aparatos con ruedas que emitían humos y ruidos, por qué las personas se movían de un lado a otro a toda velocidad, por qué dos chicos jóvenes pegaban sus labios unos contra otros mientras cerraban los ojos y se abrazaban… Cuando pasó delante de un restaurante monárquico se cruzó con un perro cócker negro. Le sonrió.

El que gritaba en voz baja empezó a hacer lo que más solía, pensar. Lo tenía todo. Tras muchos momentos duros, lo consiguió. Sin embargo, todo le parecía poco para la hada. Intentaba superarse día a día, para ser digno de ese maravilloso ser. Se dio de bruces con nuevas situaciones, naturales y cotidianas, pero novedosas para él, y no las supo gestionar como ella se merecía. Lo primero y lo segundo, adornado de esas neuronas intratables hizo el resto. Intenta hacerlo bien, pero no siempre lo logra. Y le vino a la mente una frase de Oriente…

Es imposible. No se puede controlar todo. Que las cosas cambien respecto de cómo eran al principio no significa que vayan a peor. De hecho, es necesario que cambien, que se amolden a cada nueva circunstancia. Él so no lo vio. Lo ve ahora. Ella sí lo atisbó y lo asumió como lo que es, normal. Lo hizo bien y por eso no debe alterar ni un ápice su comportamiento –bueno, quizá algo relacionado con su mesilla, pero nada importante…–.

Tenía unos ojos grandes y brillantes, que irradiaban más luz que los tres soles que George Lucas imaginó para su saga. Oscuros, pero claros. Que hablan más que muchos parlanchines de boquilla. Una imagen vale más que mil palabras, dicen por ahí. Eso es porque no han conocido esas dos perlas. Al contemplarlas puedes conocer su pensamiento casi al dedillo. Su pelo, con un flequillo rebelde y maduro. Como ella. Olor inconfundible y tacto cautivador. Mejillas sabrosas, rojas como los atardeceres gijoneses, y suaves como sus botas. La boca es punto y aparte. Harían falta millones de páginas para describirla fielmente. Basta con decir con que la sensación de esa esquina suave, justo al noreste de su boca, contra mis labios es lo más maravilloso que se puede experimentar en la vida. Los lunares, pellizcos de cielo sobre La Tierra, infinitos, sublimes. Acariciar su piel es como acariciar el mar. Te traslada a una dimensión desconocida. Es pura adicción. Transmite su energía a través de cada uno de sus poros y te acelera los latidos del corazón sin que apenas puedas percatarte de ello.

¡Cómo no vas a exigirte con ella! Pero hacerlo bien.