domingo, 3 de enero de 2010

Tres horas de sueño

A la princesa mañanera,

El mundo de Morfeo sigue siendo inescrutable para el Hombre. Después de infinidad de ideas, teorías y estudios, aún hoy sigue siendo una incógnita el por qué de nuestros sueños. Seguramente, detrás de ese misterio se encuentre el atractivo que encierran nuestras horas de letargo.

He soñado mucho durante el último año y medio. Día y noche. Dormido y despierto. Desde el sueño más dulce jamás imaginado, hasta la pesadilla más terrible que se pueda temer. Ambos se han cumplido. La segunda está más que olvidada, y sólo la recuerdo para no perder de vista lo que es el dolor. El primero lo vivo a diario, y cada vez con más intensidad.

Hace un tiempo hablaba de Charlize Theron protagonizando películas en mis salas subconscientes. Lleva en cartel desde hace dos veranos y creo que se ha ganado a pulso un Oscar vitalicio al mejor nórdico de la Historia. Más allá de viajes a Túnez y de fantasías en duchas, el mayor sueño no deja de ser el de la felicidad y, sin duda, convertirlo en realidad segundo a segundo supera cualquier ilusión imaginable. Por muy difícil que parezca de creer, existen brujas que transforman las quimeras “almohadeñas” en certezas “almaudeñas”.

Hace poco me preguntaba Zarpas que cómo se siente uno después de que un sueño –no, más bien, el sueño-, se haga real. Me hizo pensar (algo que no es raro en mí…). Creo que supera el status de sensación. Te cambia vida. No. Es otra vida. Eres otra persona. Pasas a la tienda y lo compras. Esperas en la parada y lo coges. Rebosas. A tu alrededor todo es abundancia. Pero todo te sobra. Todo te parece accesorio y prescindible. Estoy empleando la palabra todo incorrectamente. Casi todo. Resulta extraño ver la realidad desde el otro lado del escaparate. Desde dentro, la vida es Vida. Desde fuera, la vida es sólo un sueño.

El 6 de noviembre de 2008 me acosté a la 1:10 de la madrugada. Sin corazón, con la cabeza inundada de autorreproches y con los ojos cristalinos. La peor noche. Esa en la que te metes en la cama y esperas dormir hasta el infinito. Esa en la que deseas que cuando te toque levantarte la vida haya acabado o, al menos, la mayor de las amnesias te haya afectado y no recuerdes ni tu nombre. Me acuerdo de aquella madrugada como si fuera ayer. No la olvidaré. Es imposible olvidar el día que lo pierdes todo.

En la radio estaba Joserra, como cada noche, pero mis oídos estaban ciegos. Mi cuerpo se había cerrado herméticamente y la sensación de culpa, desesperación, tristeza y muerte recorría cada milímetro de mis venas. Boca arriba, boca abajo, de lado, cualquier postura era incómoda. Mi colchón jugaba conmigo como si fuera un faquir. Mil agujas atravesaban mi piel. Me senté, encendí el flexo, escribí, lloré. Me acosté. La almohada siempre tiene hombros sobre los que sollozar. Aquella madrugada la mordía de rabia. Nunca mi mente estuvo tan cerca de la paranoia como durante aquella oscuridad.

El sueño apareció entonces como la única ancla a la vida. Dormir era la salvación. Más que dormir, lo era hibernar. Prolongar la siesta hasta la eternidad. Pero no venía. Por más que mis gritos desesperados resonaban en todo el cuarto, Morfeo hacía oídos sordos. Quizá era una lección: “Así aprenderás que al Sur no hay que esperarlo, hay que abrazarlo”. Cansado, con el estómago rígido y las costillas chiclosas. Así me invadió, al fin, el sueño que me salvó. Recuerdo que en él nadaba una guitarrera romana con burbuja. Me desperté a las 5:10 de la madrugada. Empezaba otra vida. La vida alimentada sólo a base de sueños.

El 26 de octubre de 2009 me acosté a las 5 de la madrugada. Con el corazón más grande que el cielo, la cabeza chisporroteante de alegría y con los ojos cristalinos. La mejor noche. Esa en la que prefieres escuchar un concierto completo de Nirvana antes que meterte en la cama. Esa en la que harías cualquier cosa con tal de no abandonar la Plaza de Oriente , el Palacio Real, la Luna del Fridays y, por encima de todo, a la Zaina de Gran Vía. Me acuerdo de aquella madrugada como si fuera ayer. No la olvidaré. Es imposible olvidar el día que lo consigues todo.

En la radio volvía a estar Joserra, como cada noche, pero mis oídos estaban mudos. Mi cuerpo se había abierto a los cuatro vientos y la sensación de felicidad, éxtasis, euforia y vida recorría cada milímetro de mis venas. Boca arriba, boca abajo, de lado, cualquier postura era tan cómoda como un sofá azul. Mi colchón jugaba conmigo como si fuera un ángel. Mil resplandores atravesaban mi piel. Me senté, encendí el flexo, escribí, lloré. Me acosté. La almohada siempre tiene brazos con los que abrazar. Aquella madrugada la mordía de alegría. Nunca mi mente estuvo tan cerca de la locura como durante aquella noche.

El sueño era lo último que deseaba encontrar. Quería revivir perpetuamente, como si de un bucle se tratara, las últimas dos horas en el centro de la capital. Tenía una cita con Valencia sólo ocho horas después, pero yo sólo quería viajar en dirección a Córdoba, muy cerca de los Hermanos López (o Pérez, que nunca me acuerdo…).Tumbado en la cama, mi delirio explotaba con un grito silencioso que hacía añicos las paredes de mi habitación. Por fin. Morfeo tardó en llegar. Quizá era un consejo: “Hazla feliz y tú también lo serás”. Exultante, con una sonrisa vieja y un corazón saltarín. Así me atrapó el sueño. Me acuerdo que en él
Lady Madrid saboreaba un chocolatísimo, justo después de susurrar en francés. Me desperté a las 8 de la mañana, aunque, sinceramente, creo que aún no me he despertado, y espero no hacerlo nunca. He empezado otra vida. La vida que es Vida.

La vida no es sueño. La vida es Vida. Fui, y soy, un soñador, pero quiero paladear cada segundo de mi nueva vida. Simplemente soy un soñador que vive la vida.