miércoles, 11 de enero de 2012

Maestros de todo

A Georges Prosper Remi,

Gurú. No es mi villano favorito, no. Algo de villano puede que arrastren, pero de favorito, ni una letra. Hace poco cené en el Gino’s de Arenal —publicidad sin ningún tipo de contraprestación, a ver si se estiran y me pagan un Chocolatissimo gratis— con unos amigos y compañeros de la facultad. Entre pizza y pizza surgió como de la nada el apasionante tema de las redes sociales y, puesto que Tuenti nos queda un poco lejos a los de la Generación del 83, optamos por centrarnos en el pajarito amorfo.

Dejando de lado por un momento la irrefrenable presión que la dichosa herramienta suscita sobre uno para captar más y más seguidores como si de una religión se tratara —yo también soy de los que tuercen el gesto cuando ven que han perdido followers—, alguno de los agradables comensales se refirió a Ignacio Escolar como uno de los fijos a seguir en Twitter. “Es un gurú del periodismo”, espetó (qué forma de sonar la de este verbo). Vaya por delante que el exdirector del diario Público me parece un buen periodista, pero que adolece de uno de los vicios más extendidos últimamente en el gremio: la pedantería.

Los personajes públicos deben saber afrontar la crítica —cuando sea respetuosa— y no huir de ella con ironías fáciles o ignorancias prepotentes. Además de la asunción de opiniones contrarias, determinados periodistas se encarnan en el mismísimo Dios (o como se llame) y aparecen en todos los lugares del Planeta —y algunos extraterrestres— al mismo tiempo. Hacen actos de presencia inoportunos, con comentarios vacuos en unas ocasiones, y con ostentaciones intrascendentes de su sabiduría en otras. Hablar de ellos, aunque sea como sea. El protagonismo es su droga. Y todo esto sin mencionar la imposibilidad orgánica que tienen estos escritores y/o locutores de pedir disculpas cuando se equivocan. Y es que ellos nunca fallan. La infalibilidad está entre sus atributos. Aprobaron esa asignatura en la carrera.

Vuelvo un segundo a la calle Madrid de Getafe para recordar una frase de un profesor de Medios, Receptores y Usuarios —pocos nombres de asignaturas serán tan horrendos y difíciles de acortar como este— que explicaba a menudo a sus alumnos: “un buen periodista debe dudar siempre de todo”. Siguiendo a pies juntillas el tenor de la sentencia, la mayoría de los grandes “gurús” actuales de los medios de comunicación no son grandes periodistas. No dudan de todo. Más bien, no dudan de nada… de lo que ellos digan.

Verdad absoluta y opinión propia son almas gemelas. “Yo lo digo y es así”. Le contradices con argumentos reales y ciertos, pero le es indiferente. Te vuelve a explicar sus razones con otras palabras y en un tono de voz más alto; se autoconvence. “Es así”. “Tengo razón”. “Estás equivocado”. “Punto y final”. No hay lugar a dudas, literalmente. Este comportamiento encierra, además de soberbia, grandes cucharadas de falta de respeto hacia el contertulio o debatiente. En una conversación con estos ejemplares de “certidumgods” solo hay una cosa segura: has perdido. Aunque en última instancia se presenten un perito y un notario y den fe de que la razón está de tu lado, tu casillero siempre será inferior al del “gurú”. Pues nada, que su mentira les acompañe.

Supongo que para Pedro José Ramírez contemplar la posibilidad de errar es rebajarse a la andrajosa condición de ser humano. Pues para su desgracia, y no sé si la nuestra también, es tan persona como yo, como el dueño del Kebab de debajo de mi casa o como José Mourinho. Bueno, quizá compararlo con el portugués son palabras mayores. En cualquier caso, sí, la pareja sentimental de la Grande de España dueña de esos diseños tan bonitos también se equivoca (aunque él no lo sepa o no lo quiera saber).

Quizá sea mejor no decirles nada, dejarles vivir en su mundo de orden y progreso (en honor a Brasil) que gira al son que marcan sus opiniones. ¡Viva la fantasía! Dicen que la fama se acaba subiendo a la cabeza. Hay ejemplos de ello en el cine, el deporte, la política, las artes plásticas, la música y los andamios. Los dos nombres propios, entre otros muchos, son la prueba de que el periodismo no es una excepción. La arrogancia, el engreimiento y el protagonismo fatuo no casan bien con ningún oficio, pero con mayor razón han de quedar fuera de los que explican a sus iguales la realidad.

No seamos más papistas que el Papa. El periodismo, simplificando —quizá, o no, en demasía— es contar a los demás lo que sucede. Sí, se estudia durante cuatro, o dos (para los más listos), años en la Universidad pero no nos engañemos, nuestra función es mantener informada a la sociedad, o de forma literal, dar forma a la opinión pública para que pueda darse un gobierno democrático. Los baños, además de necesarios por higiene física, también son terapéuticos para la conciencia. Uno de humildad de vez en cuando no viene mal. Algunos, más que baños, requieren de sesiones intensivas de buceo en apnea. Otra cosa, que no se deduzca de aquí que yo entiendo la profesión como un desprecio, como una “bacalá” que está al alcance de cualquiera. Nada más lejos de la realidad. Necesita de actitud y aptitud. Ni blanco ni negro. Gris marengo. Los gurús son muy de polos —no de Frigo—.

No pretendo hacer una apología de la falsa modestia. Aunque, ya puestos a ser sinceros, prefiero mil veces antes a un modesto —aunque sea falso— que a un ególatra. Los “protas” quedan bien en el cine, pero creo que en el mundo del periodismo solo deben serlo los actores de las noticias. En las “5 W’s” hay un “Who”, pero no referido al autor de la información, precisamente. Estar orgulloso del trabajo propio me parece un método fantástico para la autoestima, pero la propaganda infinita de una pieza o artículo acaba siendo insoportable para los extraños, y farsante para el autor. Vuelvo al punto medio, a la moderación, a la justa medida.

Esto es así y quien diga lo contrario está equivocado. ¡Hala! ¡Ahí lo dejo!