jueves, 12 de marzo de 2009

Ojos que no ven

A Iturralde González,

No veo bien. Soy miope, tengo 1 dioptría y media en cada ojo. “Ponte unos lupos o unas lentillas”, me dice Gabino (no Diego, sino San). Lo que ocurre es que no tengo un especial aprecio por las gafas, y las lentillas son las protagonistas de mi peor pesadilla. A esto se suma el hecho de que mi relación con los oculistas, como bien sabrá Jorge, nunca ha sido muy fluida.

Era julio y Telemadrid emitía maratones de la plana mayor del PP y del PSOE de Madrid (me cansa hasta escribir sus siglas) tirándose los trastos a la cabeza en la comisión de investigación de Tamayo (del que nunca más se supo). Yo, en una óptica cercana a Plaza de Castilla, asistía a uno de los momentos más abochornantes y, a la vez, dramáticos de mi vida (igual exagero un poco…). Allí, a media tarde, postrado en un potro de tortura y acompañado de un futuro padre que asistía perplejo a la escena, sufrí el acoso despiadado de un malvado profesional de las retinas. Ver su dedo gigantesco y deformado acercándose amenazante, de manera lenta y alevosa, a mi ojo indefenso resultaba aterrador. Pero el peor momento estaba aún por llegar. Una maldita comparación, menos de diez palabras que torpedearon de muerte mi humilde orgullo. “Pues a los niños pequeños no les cuesta tanto”. Emmm… quizás sea porque a ellos les duermes antes con cloroformo para que no sufran, ¡matasanos!

Después de media hora en la que mis párpados hicieron de Iker Casillas y de gorila de Pachá a la vez, conseguí hacerme amigo de las lentillas. Un paseíto de 20 minutos por la zona, una fanta naranja en una cafetería cercana, y pa’ fuera otra vez. No volví. Al menos puedo decir que he vivido durante más de un cuarto de hora con lentillas… no está al alcance de todo el mundo, tsss. Así se resume mi experiencia con esos plásticos del demonio.

“Las gafas: un coniazo”. Declaraciones exclusivas de Fernando Trueba, ratificadas por todos los árbitros de 1º y 2º división, y corroboradas también por Farruquito. Se empañan, se ensucian, se mojan, se resbalan… Sólo uso las gafas para los momentos más decisivos: conducir hasta el Plaza Norte y volver; ver un Federer-Nadal en televisión; asistir al entreno del equipo de voley de la UAM; admirar a Guillermina en todo su esplendor “enseñando” Tecnologías aplicadas al periodismo; tomar nota de los power-point de los resultados financieros de Mercadona; presenciar en el templo del fútbol internacional cómo Raúl y sus chicos aplastan al Sporting y al Betis, pero la cagan con el Atleti; reflexionar mientras disfruto de Bowling for Columbine en un Roxy semivacío…

Ni una cosa ni la otra. A pelo, que diría “Magic” Johnson. Vivo la vida con mis 3 dioptrías libres de ataduras. Así me va, que no cazo una. Se me escapan las cosas. No reconozco los gestos más allá de metro y medio. Me pierdo sonrisas, miradas, ademanes y muecas. Todos ellos componentes imprescindibles de la vida social. Para bien o para mal. Lógicamente, agradezco no percibir una mala mirada, un gesto de desaprobación o una expresión de indiferencia. Sin embargo, prefiero no pensar en la posibilidad de perderme unos ojos afectuosos, una sonrisa de complicidad o una señal de aprecio. Pensándolo fríamente, incluso la percepción de signos hostiles me parece imprescindible, por su posible labor correctora, más que nada. Está claro que a nadie le gusta ser objetivo de esas señales, pero es probable que encierren la solución a algún error en el que estamos sumidos.

En cualquier caso, lo que más me preocupa de mi obnubilación es que no sé si realmente quiero abandonarla. Creo que una parte de mí no quiere ver determinadas cosas, prefiere seguir viviendo en la ceguera más absoluta. Ni siquiera mirar para otro lado, ya que eso implica que conozco la verdad; es mejor no ver nada, me evita responsabilidades, pero también me aleja de la realidad. Supongo que esta parte de mí es la que sigue tirando de mi cuerpo hacia el fondo del océano cuando me decido a emprender la marcha hacia la superficie.

Vivo en la inseguridad. Sin saber a qué atenerme. Me cruzo con personas a las que no les pongo cara hasta que no están a tres pasos de mí. No reconozco a quién está al otro lado del andén del metro, ni a quién me saca tres puestos en la cola de la Fnac, ni a quién pide un Ballantines con Coca Cola al otro lado de la barra, ni a quién me saluda desde la acera de enfrente. A mis ojos, todo el mundo tiene el mismo rostro hasta que no pasan junto a mí.

Pero esta ceguera se extiende mucho más allá de unos cuantos metros. Hay personas con las que convivo a diario, personas a las que tengo al lado, personas a las que creo que conozco, que también me son borrosas. No a mis ojos, sino a mis sentimientos. No distingo con claridad sus deseos, sus temores, o sus esperanzas. Esta falta de visión es la que me preocupa de verdad. Temo no percibir las emociones de mis amigos y mis familiares: Fallar en el momento clave (esto me suena), no cumplir las expectativas que han puesto en mí (de esto también sé un poco).

No encontrar la frase adecuada para un consuelo porque no adivino cuál es la causa de su tristeza, no hacer la llamada en el momento idóneo porque no sé que la está esperando, no cambiar esa fea costumbre porque desconocía que la detestaba,… Me veo ciego y actúo a tientas, arriesgando lo justo. En la amistad y en el amor no caben los experimentos, son procesos mecánicos, se sabe lo que la otra persona quiere que digas, lo que la otra persona quiere que hagas. Te sale solo. Es un código no escrito que ambos conocen. No hay lugar para la planificación, es puro instinto.

Por eso cuando das con personas a las que quieres y, además, son tan transparentes a tus sentimientos que podrías llorar sus penas o reír sus alegrías antes que ellos mismos, no se pueden dejar escapar. No hablo de ser iguales o de tener caracteres parecidos, es algo más abstracto. Química. Para mi desgracia, podría escribir un máster de cómo congelar estos átomos casi hasta hacerlos desaparecer. O quizá no sea yo, quizá las valencias tengan fecha de caducidad, o quizá la conexión tenga la duración de un chispazo,… La culpa es siempre del empedrado.

Recuerdo un verano, hará más de 12 años, tirado en la hamaca del huerto de casa acompañado de varios primos. Acabábamos de comer, era domingo, y cada uno de nosotros teníamos en nuestros bolsillos los 20 duros de rigor que el abuelo nos había dado por ser el último día de la semana. Después de unas cuantas risas y de más balanceos aún, el bolsillo de Edel dijo basta y largó a las 100 pesetas a algún lugar del huerto. Llorera al canto. Comenzaba el plan urgente de búsqueda: tíos, primos y abuelos hincaban las rodillas en busca de la moneda exiliada. El reflejo del sol en algo metálico semienterrado me deslumbró. Me acerqué a ver que era y… ¡bingo! Edel volvió a sonreír, las lumbares de los adultos a descansar y mi orgullo creció tanto como el de Fernando Alonso (quizá un poco menos). ¡Qué gran vista tenía! De todos los exploradores Mata, fueron mis ojos los que dieron con el tesoro. Ojos de lince, de halcón y de gato, a la vez (me ha dado por exagerar en esta entrada, fruto, posiblemente, de ver durante horas y horas El Diario de Patricia...).

Mi año en Económicas me sirvió, además de para darme cuenta de que mi odio por las matemáticas no tiene un límite conocido por la Física, para comprender que necesitaba gafas o lentillas. Siempre me ha gustado sentarme en las últimas filas de clase. Me encantaba (no sé a qué viene este pretérito…) tener controlado todo. Tener un plano completo del aula. Eso, y que es un lugar inmejorable para echar alguna cabezada que otra… El caso es que las dificultades para distinguir los números en la pizarra crecían de forma inversamente proporcional a mi pasión por la Estadística Descriptiva y la Contabilidad Financiera. Así las cosas, y con la premura en la toma de decisiones que me caracteriza, me puse gafas... dos años después.

Últimamente estoy pensando en volver a intentarlo con las lentillas. Nuestra despedida fue fría, creo que nos quedamos con una impresión equivocada el uno de las otras. No nos llegamos a conocer del todo, fue un “aquí os pongo, aquí os quito”. El culpable fui yo, di con ellas en un momento extraño de mi vida. Vivía sobredosis de “aguirrismo” y eso acaba perturbando a cualquiera. Segundas partes nunca fueron buenas, pero es que las lentillas y yo no culminamos ni la primera… Además, las necesito en mi vida. Empezaré con algún sms, el msn y alguna perdida para retomar la relación.

Quizá con ellas pueda percibir todo aquello que ahora me estoy perdiendo. Quizá con ellas pueda observar todo eso que las personas que me rodean son capaces de ver y que yo ni siquiera atisbo. “Mírate bien”, me suelen decir; “no te ves cómo eres en realidad”, me han repetido últimamente. La verdad es que no me veo; al menos no de la misma forma que ellos me ven a mí. Una de dos: o ejerzo demasiada crítica sobre mí mismo y no soy objetivo, o las mentiras piadosas abundan en mi entorno, como, recientemente, los casos de corrupción en el del PP. Con sinceridad, creo más bien lo segundo. No considero que sea una actitud malvada, sino todo lo contrario. Se trata de comportamiento involuntario, de un acto reflejo. Es comprensible hacer cualquier cosa con tal de echar una mano a una persona a quien aprecias, y en ese “cualquier cosa” cabe el aumento exagerado (y por tanto irreal) de ciertas cualidades.

Y si las lentillas me dan carril, posiblemente me decante por unas “gafapasta” negras (recomendación expresa de Bea “Morena”). No desentonaría en un concierto de Ocean Colour Scene… Aunque, dado el caso, más que ver al señor Fowler con nitidez, preferiría escuchar con pureza y brillantez “The day we caught the train” y “Profit in peace”.

De oído no voy mal, al menos por ahora…

Para mirar son imprescindibles los ojos, para ver no.

1 comentario:

Tyler dijo...

Salud Drugo:

Hay que reconocer que de los cinco sentido, la vista es el que en la actualidad consideramos más útil. El mundo, la realidad, está concebida para gente con visión. A nadie le importa demasiado no oir, no palpar o no saborear, pero no ver... eso es otra historia. Pese a todo debo mostrarme en desacuerdo con parte de este magnífico texto, dado que colocas a la visión en un escalafón mucho mayor del que merece. Los ojos son un poderoso aliado pero no un amigo fiel. Los ojos son traicioneros, caprichosos y banales. Los ojos nos mienten constantemente y embelesan sin pudor al corazón.

En cierto sentido hoy en día sobrevaloramos los sentido, son la refinación de la percepción más absoluta, cuando en realidad no dejan de ser un obstáculo más. Deja de preocuparte por ellos, por las gafas y toda esa parafernalia, te lo dice un cabrónque se ha pasado media vida en el interior de una óptica. El gran problema no son esas dos masas gelatinosas rellenas de humor vítreo que interpretan las ondas lumínicas como les sale de... la córnea, sino tú mismo. No acuses a tu7 cuerpo de ocultarte lo que siente el mundo a tu alrededor, acúsate a tí mismo por no querer interpretarlo. En parte sé que es modestia, pero en parte no.

Deja de tener miedo al universo, pues la existencia es efímera y no existe eso que llamamos realización. Eres tú aquí y ahora, y no habrá una segunda oportunidad. Tienes una inmensidad bajo tus pies y sobre tu cabeza, y no necesitas los ojos para disfrutarla, Ray Charles es testigo. La vida no es algo que se disfrute con los sentidos, sino con el corazón.

Se bueno Druguete!!!

Pd: Como vuelvas a decir que los demás te mienten solo parqa complacerte te abro la puta cabeza y obligo a tu cadaver moribundo a tragase tus propios sesos...