martes, 3 de agosto de 2010

Pisando el embrague

A Nigel Mansell,

Nunca me he vuelto a despertar tan empapado como aquella noche. Corría el mes de mayo, así que el calor no era especialmente malvado con los madrileños… todavía. Mi pijama no se había bebido litros de sudor esa madrugada por la temperatura ambiente, sino porque mi corazón había estado latiendo (y aún lo hacía) tan rápidamente que mis tripas se habían derretido y huían despavoridas por los poros de mi piel.

Eran las cinco de la mañana y tres horas más tarde me examinaba del práctico para sacarme el carnet de conducir. Con mi fino pijama de verano adosado al cuerpo me levante de la cama, aparté las sábanas húmedas de mis pies y me asomé a la ventana. Las calles estaban más vacías que nunca, más oscuras que nunca. Ni siquiera las luces naranjas de las farolas me dejaban ver los coches aparcados y las aceras adoquinadas.

Sentí hambre. Tenía el estómago vacío. No tenía estómago. Se había licuado en el ajuar de Spiderman, encima de la cama. La cuarta parte de una tortilla de patatas, elaborada por el mejor cocinero del mundo, que apenas cinco horas antes había caído en mi buche aderezada con un poco de pan y Ketchup, simplemente, no había existido. Contaba con cinco testigos humanos y uno perruno que podrían confirmar que efectivamente cené, pero la realidad era que me había desaparecido todo el aparato digestivo.

Me fui a duchar pesando 15 kilos menos. Ha sido la ducha más cruel que he tenido en mi vida. No sé cómo explicarlo, pero estoy convencido de que las duchas nos hablan, nos escuchan, nos aconsejan y nos manipulan. Las hay de todo tipo, que nos reconfortan, nos animan, nos deprimen, nos ilusionan… esta me intimidó.

Entré en la bañera (siempre me ha gustado más que el plato) tranquilo, sosegado, conocedor de que aquella mañana tenía una cita con el embrague. Salí temblando. Me vibraba hasta la última plaqueta de mi cuerpo. Un vibrador andante, sin duda. Antes de que me cayera la primera gota de agua sabía que tenía posibilidades de aprobar, después de que me cayera la última aprobar era tan posible como que me fuera de copas con José María Calleja, Kurt Cobain y Ana Obregón. Nunca había existido esa opción, como la tortilla de la noche anterior.

Con dificultades –por el pulso acelerado-, me vestí y fui a la cocina a desayunar, a ver si la aorta podía hacer las veces de esófago y el páncreas de estómago. Abrí la puerta y un rabazo en la rodilla me terminó de despertar. Se te echa de menos, Volga. Un vaso de leche blanca con Nesquik y cinco galletas María Dorada. A duras penas se hacían un hueco en mi garganta. Sin quitarme ojo y babeando como si me estuviera zampando la última chuleta del Planeta, Volga me observaba con una mirada interesada. –Si me das una de esas te prometo que apruebas, que soy capaz de comerme al examinador, si hace falta…

El día anterior el profesor nos había citado a las siete de la mañana a la puerta de la autoescuela. Eran las 5.30 horas y cada segundo tardaba una eternidad en consumirse. Me tiritaban las piernas, así que decidí tumbarme en la cama –todavía húmeda- y esperar a que el tiempo me llamara. Recuerdo sentir los latidos de mi corazón sacudiendo a toda velocidad. Los golpes eran tan fuertes que retumbaban en los muelles del somier, de tal forma que tuve que subir el volumen de la radio para volver a percibir la voz de Iñaki Gabilondo. Sólo en otra ocasión he vivido esa misma escena sobre una cama: en Gijón, hace tres años, después de una madrugada de Pros mundialistas y Ballantines, de la mano de Red Bulls y tres amigos periodistas.

Se abrieron enormes grietas en mis sesos (que creo que aún no se han cerrado) de tanto recordar, una y otra vez, los pasos a seguir para poner en marcha el 206, las velocidades exactas a las que cambiar de marcha, el proceso establecido en los adelantamientos, las medidas dispuestas para proceder a los aparcamientos… Seguía convencido de que aquella no iba a ser mi mañana. Un profesor dubitativo, un Móstoles desconocido y una ducha convincente habían hecho mella en mi –maltratada por mí- autoestima hundiéndola hasta el piso semisótano. La bajaron en ascensor desde la duodécima planta en una noche de festejos indios.

Me llamó la hora, me levanté, cogí la bomber y me dirigí a la autoescuela. Estaba a diez minutos andando de mi casa, pero aquel desplazamiento se me hizo infinito. No me crucé con nadie. La noche seguía siendo cerrada en Madrid. Mi estómago seguía en paradero desconocido. Poco antes de llegar al lugar acordado, lancé al cielo las frases de rigor. Aquellas plegarias que soltaba (y suelto) al aire en momentos decisivos con la esperanza de que alguien las recoja y me eche un cable. Ruegos invocando a la justicia, al mérito, a la fortuna… También besé a la Virgen de la Peña de Francia, que aún hoy me abre las puertas, y a La Santina, que me acompañaba pegada al pecho en forma de medalla.

Con las súplicas rutinarias primero, y con los ósculos divinos después, mi confianza tomó oxígeno. No mucho, pero lo suficiente como para empezar a sentir mariposas en un hasta entonces estómago exiliado y para que el temblor en las piernas se tornase en mero cosquilleo. Autoconvencimiento basado en la fe, en lo inmaterial, en lo etéreo, en… nada, en un llavero y en una cadena, por el amor de Dios… pero autoconvencimiento, al fin y al cabo. Aquella maldita ducha, mala pécora, empezaba a yacer en el olvido.

Mi seguridad creció doce palmos más de un tirón al doblar la esquina que me dejaba junto a la autoescuela. Comenzaron entonces a revolotear sobre mis meninges (de pequeño las confundía con las anginas, supongo que por los sonidos de la ‘n’ y la ‘g’) voces, consejos e imágenes de personas cercanas, tranquilizándome, animándome y apoyándome en la ardua tarea de la conducción. Mi padre, Jorge, Adi, Toyi, Jhona, Toño, Manu, y unos cuantos más aparecían en conversaciones que habían tenido conmigo en los últimos meses hablando sobre coches. –Esto es más fácil de lo que parece. Es más difícil montar en bicicleta, hazme caso- me decía Toño volviendo de una comida veraniega en El Cabaco.

Fueron como ángeles. Cogieron mi autoestima y la elevaron por encima de las nubes, que aparecían de color morado sobre el cielo negro de la noche. Llegué a la puerta de la autoescuela con cinco minutos de adelanto. Aún no había nadie. Bueno sí, mis ganas de aprobar ese carnet se habían disparado de mis huesos y allí estaban, desayunándose unos cruasanes y unos cafelitos de Senseo.

Me reuní con ellos y les pedí, les rogué, que se calmaran. Les dije que no hay nada seguro en esta vida (salvo que España iba a ganar un Mundial de fútbol), así que lo mejor era ser optimista, pero con los pies en el suelo. No había conducido por la tierra de Iker y mi profesor pensaba que mi examen llegaba demasiado pronto. Las cautelas seguían ahí, no eran tan grandes como las había dibujado la ducha, pero eran de talla XL, sí.

Llegaron dos alumnas más, con más clases que yo y ya con experiencia en exámenes prácticos. Sin embargo, ninguna de las dos era especialmente positiva. Por desgracia, e injustamente, a eso de las 11 de la mañana se confirmaron sus predicciones. Un poco después arribó el profesor, que nos condujo hasta el lugar donde nos teníamos que examinar. En el trayecto de 18 kilómetros que separa Móstoles de la capital, volví a perder mi estómago. Cobarde… Pero no fue el único. Cuando llegamos al centro de exámenes y me avisaron de que yo sería el primero de los tres en realizarlo, tres cuartas partes de mi aparato respiratorio huyeron endemoniadas de mi cuerpo.

De mi práctica sólo recuerdo unos cuantos flashes. Recuerdo que nada más arrancarlo pegué un acelerón. Miré a mi profesor que devolvió la mirada subtitulada: -Otra más de estas y no corremos en Montmeló, tío-. Recuerdo una conversación eterna entre mi profesor y el examinador sobre Galicia y sus bondades gastronómicas. Recuerdo conducir en una autopista cuando empezaba a salir el sol. Recuerdo aparcar en línea. No debieron ser más de 20 minutos. Tuve toda la suerte del mundo. Cuando mi profesor me enseñó la hoja de mi examen no sé cuantas toneladas me quité de encima, pero recuperé todos y cada de mis órganos, más orgullosos y sanos que nunca.

Desconozco si fueron las oraciones pre-exámenes, los ruegos celestiales, los ánimos sinceros de mi gente en secuencias de tráilers o la conversación galaico-alimenticia que tuvo ocupado a mi examinador, pero tuve suerte. Se dice que la suerte hay que buscarla. Creo que hay personas que la consiguen sin buscarla, que acceden al premio sin comprar el boleto. Yo soy muy afortunado en muchas cosas: familia, amor, amigos, trabajo, salud… Tengo la suerte de haber dado con las mejores personas del planeta, los mejores padres, hermanos, novia, sobrinos, primos, abuelos, tíos, amigos, perra, gata, compañeros, examinador de autoescuela…

Aquel viernes salió soleado. Llegué a casa al mediodía y Flor estaba viendo la televisión en el salón mientras desayunaba. Le dije que había aprobado, sonrió, me felicitó y me dio dos besos. Por la tarde fui con Manu a La Pedriza (condujo él, jeje). Por la noche Telecinco emitió Aún sé lo que hicisteis el último verano. La vi con un bol de palomitas y me acosté. No escuché ecos de latidos en el somier. La ducha y yo nos hemos reconciliado.