A Nigel Mansell,
Nunca me he vuelto a despertar tan empapado como aquella noche. Corría el mes de mayo, así que el calor no era especialmente malvado con los madrileños… todavía. Mi pijama no se había bebido litros de sudor esa madrugada por la temperatura ambiente, sino porque mi corazón había estado latiendo (y aún lo hacía) tan rápidamente que mis tripas se habían derretido y huían despavoridas por los poros de mi piel.
Eran las cinco de la mañana y tres horas más tarde me examinaba del práctico para sacarme el carnet de conducir. Con mi fino pijama de verano adosado al cuerpo me levante de la cama, aparté las sábanas húmedas de mis pies y me asomé a la ventana. Las calles estaban más vacías que nunca, más oscuras que nunca. Ni siquiera las luces naranjas de las farolas me dejaban ver los coches aparcados y las aceras adoquinadas.
Sentí hambre. Tenía el estómago vacío. No tenía estómago. Se había licuado en el ajuar de Spiderman, encima de la cama. La cuarta parte de una tortilla de patatas, elaborada por el mejor cocinero del mundo, que apenas cinco horas antes había caído en mi buche aderezada con un poco de pan y Ketchup, simplemente, no había existido. Contaba con cinco testigos humanos y uno perruno que podrían confirmar que efectivamente cené, pero la realidad era que me había desaparecido todo el aparato digestivo.
Me fui a duchar pesando 15 kilos menos. Ha sido la ducha más cruel que he tenido en mi vida. No sé cómo explicarlo, pero estoy convencido de que las duchas nos hablan, nos escuchan, nos aconsejan y nos manipulan. Las hay de todo tipo, que nos reconfortan, nos animan, nos deprimen, nos ilusionan… esta me intimidó.
Entré en la bañera (siempre me ha gustado más que el plato) tranquilo, sosegado, conocedor de que aquella mañana tenía una cita con el embrague. Salí temblando. Me vibraba hasta la última plaqueta de mi cuerpo. Un vibrador andante, sin duda. Antes de que me cayera la primera gota de agua sabía que tenía posibilidades de aprobar, después de que me cayera la última aprobar era tan posible como que me fuera de copas con José María Calleja, Kurt Cobain y Ana Obregón. Nunca había existido esa opción, como la tortilla de la noche anterior.
Con dificultades –por el pulso acelerado-, me vestí y fui a la cocina a desayunar, a ver si la aorta podía hacer las veces de esófago y el páncreas de estómago. Abrí la puerta y un rabazo en la rodilla me terminó de despertar. Se te echa de menos, Volga. Un vaso de leche blanca con Nesquik y cinco galletas María Dorada. A duras penas se hacían un hueco en mi garganta. Sin quitarme ojo y babeando como si me estuviera zampando la última chuleta del Planeta, Volga me observaba con una mirada interesada. –Si me das una de esas te prometo que apruebas, que soy capaz de comerme al examinador, si hace falta…
El día anterior el profesor nos había citado a las siete de la mañana a la puerta de la autoescuela. Eran las 5.30 horas y cada segundo tardaba una eternidad en consumirse. Me tiritaban las piernas, así que decidí tumbarme en la cama –todavía húmeda- y esperar a que el tiempo me llamara. Recuerdo sentir los latidos de mi corazón sacudiendo a toda velocidad. Los golpes eran tan fuertes que retumbaban en los muelles del somier, de tal forma que tuve que subir el volumen de la radio para volver a percibir la voz de Iñaki Gabilondo. Sólo en otra ocasión he vivido esa misma escena sobre una cama: en Gijón, hace tres años, después de una madrugada de Pros mundialistas y Ballantines, de la mano de Red Bulls y tres amigos periodistas.
Se abrieron enormes grietas en mis sesos (que creo que aún no se han cerrado) de tanto recordar, una y otra vez, los pasos a seguir para poner en marcha el 206, las velocidades exactas a las que cambiar de marcha, el proceso establecido en los adelantamientos, las medidas dispuestas para proceder a los aparcamientos… Seguía convencido de que aquella no iba a ser mi mañana. Un profesor dubitativo, un Móstoles desconocido y una ducha convincente habían hecho mella en mi –maltratada por mí- autoestima hundiéndola hasta el piso semisótano. La bajaron en ascensor desde la duodécima planta en una noche de festejos indios.
Me llamó la hora, me levanté, cogí la bomber y me dirigí a la autoescuela. Estaba a diez minutos andando de mi casa, pero aquel desplazamiento se me hizo infinito. No me crucé con nadie. La noche seguía siendo cerrada en Madrid. Mi estómago seguía en paradero desconocido. Poco antes de llegar al lugar acordado, lancé al cielo las frases de rigor. Aquellas plegarias que soltaba (y suelto) al aire en momentos decisivos con la esperanza de que alguien las recoja y me eche un cable. Ruegos invocando a la justicia, al mérito, a la fortuna… También besé a la Virgen de la Peña de Francia, que aún hoy me abre las puertas, y a La Santina, que me acompañaba pegada al pecho en forma de medalla.
Con las súplicas rutinarias primero, y con los ósculos divinos después, mi confianza tomó oxígeno. No mucho, pero lo suficiente como para empezar a sentir mariposas en un hasta entonces estómago exiliado y para que el temblor en las piernas se tornase en mero cosquilleo. Autoconvencimiento basado en la fe, en lo inmaterial, en lo etéreo, en… nada, en un llavero y en una cadena, por el amor de Dios… pero autoconvencimiento, al fin y al cabo. Aquella maldita ducha, mala pécora, empezaba a yacer en el olvido.
Mi seguridad creció doce palmos más de un tirón al doblar la esquina que me dejaba junto a la autoescuela. Comenzaron entonces a revolotear sobre mis meninges (de pequeño las confundía con las anginas, supongo que por los sonidos de la ‘n’ y la ‘g’) voces, consejos e imágenes de personas cercanas, tranquilizándome, animándome y apoyándome en la ardua tarea de la conducción. Mi padre, Jorge, Adi, Toyi, Jhona, Toño, Manu, y unos cuantos más aparecían en conversaciones que habían tenido conmigo en los últimos meses hablando sobre coches. –Esto es más fácil de lo que parece. Es más difícil montar en bicicleta, hazme caso- me decía Toño volviendo de una comida veraniega en El Cabaco.
Fueron como ángeles. Cogieron mi autoestima y la elevaron por encima de las nubes, que aparecían de color morado sobre el cielo negro de la noche. Llegué a la puerta de la autoescuela con cinco minutos de adelanto. Aún no había nadie. Bueno sí, mis ganas de aprobar ese carnet se habían disparado de mis huesos y allí estaban, desayunándose unos cruasanes y unos cafelitos de Senseo.
Me reuní con ellos y les pedí, les rogué, que se calmaran. Les dije que no hay nada seguro en esta vida (salvo que España iba a ganar un Mundial de fútbol), así que lo mejor era ser optimista, pero con los pies en el suelo. No había conducido por la tierra de Iker y mi profesor pensaba que mi examen llegaba demasiado pronto. Las cautelas seguían ahí, no eran tan grandes como las había dibujado la ducha, pero eran de talla XL, sí.
Llegaron dos alumnas más, con más clases que yo y ya con experiencia en exámenes prácticos. Sin embargo, ninguna de las dos era especialmente positiva. Por desgracia, e injustamente, a eso de las 11 de la mañana se confirmaron sus predicciones. Un poco después arribó el profesor, que nos condujo hasta el lugar donde nos teníamos que examinar. En el trayecto de 18 kilómetros que separa Móstoles de la capital, volví a perder mi estómago. Cobarde… Pero no fue el único. Cuando llegamos al centro de exámenes y me avisaron de que yo sería el primero de los tres en realizarlo, tres cuartas partes de mi aparato respiratorio huyeron endemoniadas de mi cuerpo.
De mi práctica sólo recuerdo unos cuantos flashes. Recuerdo que nada más arrancarlo pegué un acelerón. Miré a mi profesor que devolvió la mirada subtitulada: -Otra más de estas y no corremos en Montmeló, tío-. Recuerdo una conversación eterna entre mi profesor y el examinador sobre Galicia y sus bondades gastronómicas. Recuerdo conducir en una autopista cuando empezaba a salir el sol. Recuerdo aparcar en línea. No debieron ser más de 20 minutos. Tuve toda la suerte del mundo. Cuando mi profesor me enseñó la hoja de mi examen no sé cuantas toneladas me quité de encima, pero recuperé todos y cada de mis órganos, más orgullosos y sanos que nunca.
Desconozco si fueron las oraciones pre-exámenes, los ruegos celestiales, los ánimos sinceros de mi gente en secuencias de tráilers o la conversación galaico-alimenticia que tuvo ocupado a mi examinador, pero tuve suerte. Se dice que la suerte hay que buscarla. Creo que hay personas que la consiguen sin buscarla, que acceden al premio sin comprar el boleto. Yo soy muy afortunado en muchas cosas: familia, amor, amigos, trabajo, salud… Tengo la suerte de haber dado con las mejores personas del planeta, los mejores padres, hermanos, novia, sobrinos, primos, abuelos, tíos, amigos, perra, gata, compañeros, examinador de autoescuela…
Aquel viernes salió soleado. Llegué a casa al mediodía y Flor estaba viendo la televisión en el salón mientras desayunaba. Le dije que había aprobado, sonrió, me felicitó y me dio dos besos. Por la tarde fui con Manu a La Pedriza (condujo él, jeje). Por la noche Telecinco emitió Aún sé lo que hicisteis el último verano. La vi con un bol de palomitas y me acosté. No escuché ecos de latidos en el somier. La ducha y yo nos hemos reconciliado.
martes, 3 de agosto de 2010
miércoles, 3 de marzo de 2010
La plaza miope
A los barrenderos de Cibeles,
Dejaba atrás la puerta del portal y me subía la cremallera de mi bomber negra. Llegaba tarde a la clase de Estadística Descriptiva, una asignatura a la que no caí bien desde el principio. Eran las 8:15 de una mañana de otoño, en la que cielo había decidido vestirse de gris metalizado y el viento se reía de las faldas más atrevidas.
En el bolsillo de la cazadora mi viejo transistor había instalado su chalet tiempo atrás, y con unos auriculares “made in AVE” cortesía de un colchonero asegurador, escuchaba –como cada mañana- la tertulia de Iñaki Gabilondo. Camino de la parada del 147, mientras escuchaba a Alberto Oliart, Javier Pérez Royo, Joaquín Estefanía y a Carlos Rodríguez Braun –entre muchos otros- soñaba con esa profesión. Me hacía mi propio discurso tertuliano, respondía a unos y otros sin abrir la boca. Villalonga y las stock options de Teléfonica, Gescartera, Álvarez Cascos, y Aznar. Sobre todo Aznar. Se negaba a conceder entrevistas a la Cadena Ser y era el objetivo preferido -con razones de peso para serlo- de Gabilondo.
Aquel día, miércoles, el tema estrella de la tertulia era la relación de amistad que unía al ex (a Dios gracias) presidente del Gobierno con el ex (a Alierta gracias) presidente de la multinacional telefónica. No me gustan los debates en los que a todos los participantes les gusta el mismo color. Desde siempre me ha gustado hacer de abogado del diablo (me cae bien el bicho rojo, qué le voy a hacer) y, aunque la mayoría de las veces lo haga sólo para “dar vidilla” a la conversación, me gusta llevar la contraria.
En esta ocasión, y como no podía ser de otra forma, todos iban contra el negro bigotes. Normal. Me costaba horrores, pero incluso entonces, mi vena diabólica rebatió en silencio a los contertulios. Recuerdo reírme a carcajadas conmigo mismo. Tú, defendiendo al indefendible… Sin embargo, pronto la risa empezó a tornarse enfado. El 147 se retrasaba –una mañana más- y mis “adoradas” medias, rangos, modas y medianas se alejaban cada vez más.
Delante de la parada del autobús había un charco enorme de agua. La noche anterior había caído un chaparrón que había dejado sin luz a toda la calle durante 20 minutos –lo que me había privado de ver parte de un partido de Sampras en el Open USA-. Éramos más de 10 los que nos manifestábamos en espera del bus. Trajeados, chandalosos, ancianos y mujeres con bebé. La fauna típica a primera hora, vamos.
Dos mujeres de la tercera edad que se acababan de conocer –amor en la parada del 147- criticaban la demora del transporte público en Madrid. –Claro, es que se quedan de “cháchara” en la cabecera y luego pasa lo que pasa…- decía una. –No tienen vergüenza; y luego vienen tres seguidos…– corroboraba la otra. Siempre me ha hecho gracia este tipo de conversaciones entre personas anónimas en las paradas del Metro y del autobús. Cuando atisbaba el principio de alguna de ellas, bajaba el volumen de la radio y me divertía escuchándolas. No es mala técnica para socializarse, la verdad, eso sí, a costa de los autobuseros…
Y llegó… 20 minutos después. Lo de encontrar un asiento libre era más difícil que mantener un mini intacto, lleno hasta arriba, en un concierto de los “Saltimbanquis” esos, o como se llamen… Apretados como sardinas, yo me negaba a quitarme la John Smith de la espalda. Era mía, y se merecía un respeto. Además, el suelo del bus estaba sucio y no le iba a hacer pasar ese mal rato. Quien quisiera pasar a mi lado que empujara. El interior de un autobús en hora punta, otro gran método de socialización… y a veces hasta de abuso sexual.
Cuando Gabilondo, dando más opinión que información, regalaba su enésimo exabrupto al indefendible, y 10 minutos de atasco después, llegábamos a Plaza de Castilla, lugar de trasbordo hacia Cantoblanco y mis números estadísticos. Llegaba tarde, el día estaba gris, había protegido a Aznar, esa noche jugaba el Madrid en la Champions… demasiados motivos como para no saltarse un día en la mejor universidad de España y parte de Urano. En la rotonda castellana, sin obelisco aún, y con fuente, se bajó mucha gente, entre ella, las dos amantes de nuevo cuño. Me senté en la última fila y saqué la libreta. Era día de escritura.
Conocía el recorrido de aquel viaje. Castellana, Gregorio Marañón, Rubén Darío, Chamberí, Bilbao, San Bernardo y Callao. Pensé en la posibilidad de que algún familiar trabajara en algún lugar cercano a aquella ruta. Si me viera, ¿qué le diría? Que los autobuseros madrileños deberían dejarse de charlas de colegas en las cabeceras y hacer mejor su trabajo. Que los números no me invitaron nunca a sus fiestas de cumpleaños. Que yo quería ser periodista y no economista. Simplemente recé porque no me encontrara con nadie que me conociera.
Llegué a Callao, aún sin peatonalizar –madre mía como ha cambiado Madrid-, a las 9:30. Sin pensarlo, y ya con las pilas gastadas en el transistor –cómo se me pudo olvidar cambiarlas, qué idiota- empecé a bajar la cuesta de Preciados. Estaba acostumbrado a andar por esa calzada los sábados, esquivando a cientos de personas con bolsas de grandes almacenes en las manos. Me resultó extraño –y todo un triunfo- atravesar toda la calle de la Fnac y El Corte Inglés en la misma fila de baldosas, sin tener que echarme a la derecha o a la izquierda para sortear a alguien.
Sol. La Puerta y el Astro. Llegué a la primera, y el segundo asomó algo entre las nubes plomizas. Llevaba 10 minutos sin radio y el aburrimiento me llamaba a la puerta. Compré el Marca en un kiosko con detalles novecentistas, a dos pasos de La Menorquina. La portada era para el partido que esa noche disputaban el Madrid y el Dinamo de Kiev en Rusia. Tenía cinco horas por delante, y no había como una buena ración deportiva para que se pasaran volando (a falta de hadas holandesas…). Eso sí, ni se me pasó por la cabeza empezar a leerlo hasta que no encontrara el lugar adecuado. Metí el periódico en el señor Smith y las Adidas me llevaron Calle Mayor arriba.
No me apetecía meterme en una cafetería. Había desayunado un vaso de leche (blanca hasta que la coloreé de marrón Nesquik) con Smacks un par de horas antes y yo soy muy mío para las comidas. Conocía un par de tiendas de ropa de deporte situadas en la Calle Mayor pero aún no estaban abiertas. -¿Pero es que ningún empresario de este tipo de comercios tiene en cuenta a los pelleros amantes del deporte? Qué vergüenza, -me decía a mí mismo. Estaba hablando como aquel par de señoras en la parada. Me reí, de nuevo.
La Calle de Bailén me recibió con un grupo de estudiantes turistas. Por sus portes chulescos diría que eran italianos (siempre los italiani… grrrr), pero luego escuchándoles hablar me di cuenta de que eran franceses… -Joe, estos prejuicios van a acabar conmigo… ¡Qué narices! Los franceses tampoco me caen bien, tshhh-, me reconforté. Bordeé la Catedral de La Almudena y me senté en un banco de madera, en un parque ubicado en un lateral de la Plaza de Oriente.
Aquel era un buen sitio. Saqué el Marca y lo leí palabra por palabra, hasta la programación televisiva. Según pasaba la mañana, el parque al que había llegado desierto fue adoptando un color ilusión. Niños. A mediodía los columpios estaban repletos de críos vigilados de cerca por unos padres somnolientos y felices. La lluvia del día anterior había transformado la tierra en barro, y muchos de los chavales se divertían cocinando albóndigas con extra de arena. Tampoco faltaban personas mayores. Paseos mañaneros por el Madrid antiguo eran una terapia ideal para la osteoporosis y la artrosis –ojalá lo fueran también para la dermatitis…-.
Turistas (ya no me arriesgué a ponerles país), parados y estudiantes a los que también se les había retrasado el autobús eran sombras recurrentes en mis entrepáginas deportivas. Acabado el Marca, me puse a escribir de nuevo. Un abuelo jugaba al fútbol con su nieto. Me recordaba a mí. No echaba de menos los números, ni a Iñaki, ni al 147. Quería volver a jugar al fútbol en el parque con mi abuelo. El viento había amainado y el sol brillaba sin calentar en el cielo. Me gustaba escribir. Otoño de 1998. Plaza de Oriente.
He vuelto varias veces a ese lugar. La mayoría, en el último año. La última, la mejor. En busca de una tienda de instrumentos musicales, en busca de respuestas, en busca del amor, en busca de consuelo, en busca de compañía… Ese lugar me ha abierto muchas puertas. Algunas no se cerrarán nunca, otras lo hicieron hace tiempo. No puedo ser republicano -lo siento, presidenta del Sur-, muchos reyes españoles han sido testigos de los mejores momentos de mi vida. También de otros no tan buenos. Pero siempre han estado ahí. También contigo.
Es una plaza que merece ser vista sin gafas. Sin cubos de basura. Hiciste bien.
Creo que hay lugares que nos buscan. Pensamos que somos nosotros los que decidimos pisar un país, visitar una ciudad o acudir a un emplazamiento concreto, pero realmente son ellos los que nos llaman. Supongo que en ocasiones quieren ser testigos mudos de una relación de amor, asistir en primera fila a una explosión de sentimientos paralelos. Saben de sobra que, aunque no participen activamente, siempre quedarán grabados en la memoria de los protagonistas.
Desean empaparse de ese fogonazo de energía arrolladora que retumba en Indonesia y cuyo eco se percibe en un campo de flores transalpino. ¿Cómo no querer formar parte de la felicidad? Hay pocas cosas imposibles en la vida. Una de ellas es no sonreír cuando se ve a alguien feliz. Aunque sea una persona anónima, algo de ti se contagia de esa alegría ajena. Los lugares quieren estar presentes cuando eso sucede.
Otras veces, sin embargo, sí que suelen tomar partido en la escena, si bien, es cierto que en estos momentos la llamada es individual. El lugar sólo habla a un individuo, sin intermediarios, sin público que aplauda o abuchee. Solos el lugar y tú. Su voz es tranquila, nada estridente, habla lento y con un tono que invita a la escucha. Palabras de reflexión, sosiego, esperanza y optimismo. Aún en los peores momentos, nunca pierde el aliento, no se deja vencer, y no deja que te venzan.
Aquella mañana, durante aquellas horas –estuve allí hasta la 1 del mediodía- creamos un lazo especial. Había estado allí antes, pero nunca había sentido ese chispazo que me estalló en el estómago (sin virus de por medio) ese miércoles. Desde entonces, cada reencuentro ha sido especial. El mejor y el peor, pero siempre con el corazón por fuera.
La Plaza de Oriente tiene magia. Estoy seguro de saber quién se la ha prestado.
… y no me olvido de Gijón, Getafe, Gran Vía, Arroyomuerto, Segovia, Cantoblanco, Roma, Retiro, Sanse,… y tantos otros.
Dejaba atrás la puerta del portal y me subía la cremallera de mi bomber negra. Llegaba tarde a la clase de Estadística Descriptiva, una asignatura a la que no caí bien desde el principio. Eran las 8:15 de una mañana de otoño, en la que cielo había decidido vestirse de gris metalizado y el viento se reía de las faldas más atrevidas.
En el bolsillo de la cazadora mi viejo transistor había instalado su chalet tiempo atrás, y con unos auriculares “made in AVE” cortesía de un colchonero asegurador, escuchaba –como cada mañana- la tertulia de Iñaki Gabilondo. Camino de la parada del 147, mientras escuchaba a Alberto Oliart, Javier Pérez Royo, Joaquín Estefanía y a Carlos Rodríguez Braun –entre muchos otros- soñaba con esa profesión. Me hacía mi propio discurso tertuliano, respondía a unos y otros sin abrir la boca. Villalonga y las stock options de Teléfonica, Gescartera, Álvarez Cascos, y Aznar. Sobre todo Aznar. Se negaba a conceder entrevistas a la Cadena Ser y era el objetivo preferido -con razones de peso para serlo- de Gabilondo.
Aquel día, miércoles, el tema estrella de la tertulia era la relación de amistad que unía al ex (a Dios gracias) presidente del Gobierno con el ex (a Alierta gracias) presidente de la multinacional telefónica. No me gustan los debates en los que a todos los participantes les gusta el mismo color. Desde siempre me ha gustado hacer de abogado del diablo (me cae bien el bicho rojo, qué le voy a hacer) y, aunque la mayoría de las veces lo haga sólo para “dar vidilla” a la conversación, me gusta llevar la contraria.
En esta ocasión, y como no podía ser de otra forma, todos iban contra el negro bigotes. Normal. Me costaba horrores, pero incluso entonces, mi vena diabólica rebatió en silencio a los contertulios. Recuerdo reírme a carcajadas conmigo mismo. Tú, defendiendo al indefendible… Sin embargo, pronto la risa empezó a tornarse enfado. El 147 se retrasaba –una mañana más- y mis “adoradas” medias, rangos, modas y medianas se alejaban cada vez más.
Delante de la parada del autobús había un charco enorme de agua. La noche anterior había caído un chaparrón que había dejado sin luz a toda la calle durante 20 minutos –lo que me había privado de ver parte de un partido de Sampras en el Open USA-. Éramos más de 10 los que nos manifestábamos en espera del bus. Trajeados, chandalosos, ancianos y mujeres con bebé. La fauna típica a primera hora, vamos.
Dos mujeres de la tercera edad que se acababan de conocer –amor en la parada del 147- criticaban la demora del transporte público en Madrid. –Claro, es que se quedan de “cháchara” en la cabecera y luego pasa lo que pasa…- decía una. –No tienen vergüenza; y luego vienen tres seguidos…– corroboraba la otra. Siempre me ha hecho gracia este tipo de conversaciones entre personas anónimas en las paradas del Metro y del autobús. Cuando atisbaba el principio de alguna de ellas, bajaba el volumen de la radio y me divertía escuchándolas. No es mala técnica para socializarse, la verdad, eso sí, a costa de los autobuseros…
Y llegó… 20 minutos después. Lo de encontrar un asiento libre era más difícil que mantener un mini intacto, lleno hasta arriba, en un concierto de los “Saltimbanquis” esos, o como se llamen… Apretados como sardinas, yo me negaba a quitarme la John Smith de la espalda. Era mía, y se merecía un respeto. Además, el suelo del bus estaba sucio y no le iba a hacer pasar ese mal rato. Quien quisiera pasar a mi lado que empujara. El interior de un autobús en hora punta, otro gran método de socialización… y a veces hasta de abuso sexual.
Cuando Gabilondo, dando más opinión que información, regalaba su enésimo exabrupto al indefendible, y 10 minutos de atasco después, llegábamos a Plaza de Castilla, lugar de trasbordo hacia Cantoblanco y mis números estadísticos. Llegaba tarde, el día estaba gris, había protegido a Aznar, esa noche jugaba el Madrid en la Champions… demasiados motivos como para no saltarse un día en la mejor universidad de España y parte de Urano. En la rotonda castellana, sin obelisco aún, y con fuente, se bajó mucha gente, entre ella, las dos amantes de nuevo cuño. Me senté en la última fila y saqué la libreta. Era día de escritura.
Conocía el recorrido de aquel viaje. Castellana, Gregorio Marañón, Rubén Darío, Chamberí, Bilbao, San Bernardo y Callao. Pensé en la posibilidad de que algún familiar trabajara en algún lugar cercano a aquella ruta. Si me viera, ¿qué le diría? Que los autobuseros madrileños deberían dejarse de charlas de colegas en las cabeceras y hacer mejor su trabajo. Que los números no me invitaron nunca a sus fiestas de cumpleaños. Que yo quería ser periodista y no economista. Simplemente recé porque no me encontrara con nadie que me conociera.
Llegué a Callao, aún sin peatonalizar –madre mía como ha cambiado Madrid-, a las 9:30. Sin pensarlo, y ya con las pilas gastadas en el transistor –cómo se me pudo olvidar cambiarlas, qué idiota- empecé a bajar la cuesta de Preciados. Estaba acostumbrado a andar por esa calzada los sábados, esquivando a cientos de personas con bolsas de grandes almacenes en las manos. Me resultó extraño –y todo un triunfo- atravesar toda la calle de la Fnac y El Corte Inglés en la misma fila de baldosas, sin tener que echarme a la derecha o a la izquierda para sortear a alguien.
Sol. La Puerta y el Astro. Llegué a la primera, y el segundo asomó algo entre las nubes plomizas. Llevaba 10 minutos sin radio y el aburrimiento me llamaba a la puerta. Compré el Marca en un kiosko con detalles novecentistas, a dos pasos de La Menorquina. La portada era para el partido que esa noche disputaban el Madrid y el Dinamo de Kiev en Rusia. Tenía cinco horas por delante, y no había como una buena ración deportiva para que se pasaran volando (a falta de hadas holandesas…). Eso sí, ni se me pasó por la cabeza empezar a leerlo hasta que no encontrara el lugar adecuado. Metí el periódico en el señor Smith y las Adidas me llevaron Calle Mayor arriba.
No me apetecía meterme en una cafetería. Había desayunado un vaso de leche (blanca hasta que la coloreé de marrón Nesquik) con Smacks un par de horas antes y yo soy muy mío para las comidas. Conocía un par de tiendas de ropa de deporte situadas en la Calle Mayor pero aún no estaban abiertas. -¿Pero es que ningún empresario de este tipo de comercios tiene en cuenta a los pelleros amantes del deporte? Qué vergüenza, -me decía a mí mismo. Estaba hablando como aquel par de señoras en la parada. Me reí, de nuevo.
La Calle de Bailén me recibió con un grupo de estudiantes turistas. Por sus portes chulescos diría que eran italianos (siempre los italiani… grrrr), pero luego escuchándoles hablar me di cuenta de que eran franceses… -Joe, estos prejuicios van a acabar conmigo… ¡Qué narices! Los franceses tampoco me caen bien, tshhh-, me reconforté. Bordeé la Catedral de La Almudena y me senté en un banco de madera, en un parque ubicado en un lateral de la Plaza de Oriente.
Aquel era un buen sitio. Saqué el Marca y lo leí palabra por palabra, hasta la programación televisiva. Según pasaba la mañana, el parque al que había llegado desierto fue adoptando un color ilusión. Niños. A mediodía los columpios estaban repletos de críos vigilados de cerca por unos padres somnolientos y felices. La lluvia del día anterior había transformado la tierra en barro, y muchos de los chavales se divertían cocinando albóndigas con extra de arena. Tampoco faltaban personas mayores. Paseos mañaneros por el Madrid antiguo eran una terapia ideal para la osteoporosis y la artrosis –ojalá lo fueran también para la dermatitis…-.
Turistas (ya no me arriesgué a ponerles país), parados y estudiantes a los que también se les había retrasado el autobús eran sombras recurrentes en mis entrepáginas deportivas. Acabado el Marca, me puse a escribir de nuevo. Un abuelo jugaba al fútbol con su nieto. Me recordaba a mí. No echaba de menos los números, ni a Iñaki, ni al 147. Quería volver a jugar al fútbol en el parque con mi abuelo. El viento había amainado y el sol brillaba sin calentar en el cielo. Me gustaba escribir. Otoño de 1998. Plaza de Oriente.
He vuelto varias veces a ese lugar. La mayoría, en el último año. La última, la mejor. En busca de una tienda de instrumentos musicales, en busca de respuestas, en busca del amor, en busca de consuelo, en busca de compañía… Ese lugar me ha abierto muchas puertas. Algunas no se cerrarán nunca, otras lo hicieron hace tiempo. No puedo ser republicano -lo siento, presidenta del Sur-, muchos reyes españoles han sido testigos de los mejores momentos de mi vida. También de otros no tan buenos. Pero siempre han estado ahí. También contigo.
Es una plaza que merece ser vista sin gafas. Sin cubos de basura. Hiciste bien.
Creo que hay lugares que nos buscan. Pensamos que somos nosotros los que decidimos pisar un país, visitar una ciudad o acudir a un emplazamiento concreto, pero realmente son ellos los que nos llaman. Supongo que en ocasiones quieren ser testigos mudos de una relación de amor, asistir en primera fila a una explosión de sentimientos paralelos. Saben de sobra que, aunque no participen activamente, siempre quedarán grabados en la memoria de los protagonistas.
Desean empaparse de ese fogonazo de energía arrolladora que retumba en Indonesia y cuyo eco se percibe en un campo de flores transalpino. ¿Cómo no querer formar parte de la felicidad? Hay pocas cosas imposibles en la vida. Una de ellas es no sonreír cuando se ve a alguien feliz. Aunque sea una persona anónima, algo de ti se contagia de esa alegría ajena. Los lugares quieren estar presentes cuando eso sucede.
Otras veces, sin embargo, sí que suelen tomar partido en la escena, si bien, es cierto que en estos momentos la llamada es individual. El lugar sólo habla a un individuo, sin intermediarios, sin público que aplauda o abuchee. Solos el lugar y tú. Su voz es tranquila, nada estridente, habla lento y con un tono que invita a la escucha. Palabras de reflexión, sosiego, esperanza y optimismo. Aún en los peores momentos, nunca pierde el aliento, no se deja vencer, y no deja que te venzan.
Aquella mañana, durante aquellas horas –estuve allí hasta la 1 del mediodía- creamos un lazo especial. Había estado allí antes, pero nunca había sentido ese chispazo que me estalló en el estómago (sin virus de por medio) ese miércoles. Desde entonces, cada reencuentro ha sido especial. El mejor y el peor, pero siempre con el corazón por fuera.
La Plaza de Oriente tiene magia. Estoy seguro de saber quién se la ha prestado.
… y no me olvido de Gijón, Getafe, Gran Vía, Arroyomuerto, Segovia, Cantoblanco, Roma, Retiro, Sanse,… y tantos otros.
domingo, 3 de enero de 2010
Tres horas de sueño
A la princesa mañanera,
El mundo de Morfeo sigue siendo inescrutable para el Hombre. Después de infinidad de ideas, teorías y estudios, aún hoy sigue siendo una incógnita el por qué de nuestros sueños. Seguramente, detrás de ese misterio se encuentre el atractivo que encierran nuestras horas de letargo.
He soñado mucho durante el último año y medio. Día y noche. Dormido y despierto. Desde el sueño más dulce jamás imaginado, hasta la pesadilla más terrible que se pueda temer. Ambos se han cumplido. La segunda está más que olvidada, y sólo la recuerdo para no perder de vista lo que es el dolor. El primero lo vivo a diario, y cada vez con más intensidad.
Hace un tiempo hablaba de Charlize Theron protagonizando películas en mis salas subconscientes. Lleva en cartel desde hace dos veranos y creo que se ha ganado a pulso un Oscar vitalicio al mejor nórdico de la Historia. Más allá de viajes a Túnez y de fantasías en duchas, el mayor sueño no deja de ser el de la felicidad y, sin duda, convertirlo en realidad segundo a segundo supera cualquier ilusión imaginable. Por muy difícil que parezca de creer, existen brujas que transforman las quimeras “almohadeñas” en certezas “almaudeñas”.
Hace poco me preguntaba Zarpas que cómo se siente uno después de que un sueño –no, más bien, el sueño-, se haga real. Me hizo pensar (algo que no es raro en mí…). Creo que supera el status de sensación. Te cambia vida. No. Es otra vida. Eres otra persona. Pasas a la tienda y lo compras. Esperas en la parada y lo coges. Rebosas. A tu alrededor todo es abundancia. Pero todo te sobra. Todo te parece accesorio y prescindible. Estoy empleando la palabra todo incorrectamente. Casi todo. Resulta extraño ver la realidad desde el otro lado del escaparate. Desde dentro, la vida es Vida. Desde fuera, la vida es sólo un sueño.
El 6 de noviembre de 2008 me acosté a la 1:10 de la madrugada. Sin corazón, con la cabeza inundada de autorreproches y con los ojos cristalinos. La peor noche. Esa en la que te metes en la cama y esperas dormir hasta el infinito. Esa en la que deseas que cuando te toque levantarte la vida haya acabado o, al menos, la mayor de las amnesias te haya afectado y no recuerdes ni tu nombre. Me acuerdo de aquella madrugada como si fuera ayer. No la olvidaré. Es imposible olvidar el día que lo pierdes todo.
En la radio estaba Joserra, como cada noche, pero mis oídos estaban ciegos. Mi cuerpo se había cerrado herméticamente y la sensación de culpa, desesperación, tristeza y muerte recorría cada milímetro de mis venas. Boca arriba, boca abajo, de lado, cualquier postura era incómoda. Mi colchón jugaba conmigo como si fuera un faquir. Mil agujas atravesaban mi piel. Me senté, encendí el flexo, escribí, lloré. Me acosté. La almohada siempre tiene hombros sobre los que sollozar. Aquella madrugada la mordía de rabia. Nunca mi mente estuvo tan cerca de la paranoia como durante aquella oscuridad.
El sueño apareció entonces como la única ancla a la vida. Dormir era la salvación. Más que dormir, lo era hibernar. Prolongar la siesta hasta la eternidad. Pero no venía. Por más que mis gritos desesperados resonaban en todo el cuarto, Morfeo hacía oídos sordos. Quizá era una lección: “Así aprenderás que al Sur no hay que esperarlo, hay que abrazarlo”. Cansado, con el estómago rígido y las costillas chiclosas. Así me invadió, al fin, el sueño que me salvó. Recuerdo que en él nadaba una guitarrera romana con burbuja. Me desperté a las 5:10 de la madrugada. Empezaba otra vida. La vida alimentada sólo a base de sueños.
El 26 de octubre de 2009 me acosté a las 5 de la madrugada. Con el corazón más grande que el cielo, la cabeza chisporroteante de alegría y con los ojos cristalinos. La mejor noche. Esa en la que prefieres escuchar un concierto completo de Nirvana antes que meterte en la cama. Esa en la que harías cualquier cosa con tal de no abandonar la Plaza de Oriente , el Palacio Real, la Luna del Fridays y, por encima de todo, a la Zaina de Gran Vía. Me acuerdo de aquella madrugada como si fuera ayer. No la olvidaré. Es imposible olvidar el día que lo consigues todo.
En la radio volvía a estar Joserra, como cada noche, pero mis oídos estaban mudos. Mi cuerpo se había abierto a los cuatro vientos y la sensación de felicidad, éxtasis, euforia y vida recorría cada milímetro de mis venas. Boca arriba, boca abajo, de lado, cualquier postura era tan cómoda como un sofá azul. Mi colchón jugaba conmigo como si fuera un ángel. Mil resplandores atravesaban mi piel. Me senté, encendí el flexo, escribí, lloré. Me acosté. La almohada siempre tiene brazos con los que abrazar. Aquella madrugada la mordía de alegría. Nunca mi mente estuvo tan cerca de la locura como durante aquella noche.
El sueño era lo último que deseaba encontrar. Quería revivir perpetuamente, como si de un bucle se tratara, las últimas dos horas en el centro de la capital. Tenía una cita con Valencia sólo ocho horas después, pero yo sólo quería viajar en dirección a Córdoba, muy cerca de los Hermanos López (o Pérez, que nunca me acuerdo…).Tumbado en la cama, mi delirio explotaba con un grito silencioso que hacía añicos las paredes de mi habitación. Por fin. Morfeo tardó en llegar. Quizá era un consejo: “Hazla feliz y tú también lo serás”. Exultante, con una sonrisa vieja y un corazón saltarín. Así me atrapó el sueño. Me acuerdo que en él
Lady Madrid saboreaba un chocolatísimo, justo después de susurrar en francés. Me desperté a las 8 de la mañana, aunque, sinceramente, creo que aún no me he despertado, y espero no hacerlo nunca. He empezado otra vida. La vida que es Vida.
La vida no es sueño. La vida es Vida. Fui, y soy, un soñador, pero quiero paladear cada segundo de mi nueva vida. Simplemente soy un soñador que vive la vida.
El mundo de Morfeo sigue siendo inescrutable para el Hombre. Después de infinidad de ideas, teorías y estudios, aún hoy sigue siendo una incógnita el por qué de nuestros sueños. Seguramente, detrás de ese misterio se encuentre el atractivo que encierran nuestras horas de letargo.
He soñado mucho durante el último año y medio. Día y noche. Dormido y despierto. Desde el sueño más dulce jamás imaginado, hasta la pesadilla más terrible que se pueda temer. Ambos se han cumplido. La segunda está más que olvidada, y sólo la recuerdo para no perder de vista lo que es el dolor. El primero lo vivo a diario, y cada vez con más intensidad.
Hace un tiempo hablaba de Charlize Theron protagonizando películas en mis salas subconscientes. Lleva en cartel desde hace dos veranos y creo que se ha ganado a pulso un Oscar vitalicio al mejor nórdico de la Historia. Más allá de viajes a Túnez y de fantasías en duchas, el mayor sueño no deja de ser el de la felicidad y, sin duda, convertirlo en realidad segundo a segundo supera cualquier ilusión imaginable. Por muy difícil que parezca de creer, existen brujas que transforman las quimeras “almohadeñas” en certezas “almaudeñas”.
Hace poco me preguntaba Zarpas que cómo se siente uno después de que un sueño –no, más bien, el sueño-, se haga real. Me hizo pensar (algo que no es raro en mí…). Creo que supera el status de sensación. Te cambia vida. No. Es otra vida. Eres otra persona. Pasas a la tienda y lo compras. Esperas en la parada y lo coges. Rebosas. A tu alrededor todo es abundancia. Pero todo te sobra. Todo te parece accesorio y prescindible. Estoy empleando la palabra todo incorrectamente. Casi todo. Resulta extraño ver la realidad desde el otro lado del escaparate. Desde dentro, la vida es Vida. Desde fuera, la vida es sólo un sueño.
El 6 de noviembre de 2008 me acosté a la 1:10 de la madrugada. Sin corazón, con la cabeza inundada de autorreproches y con los ojos cristalinos. La peor noche. Esa en la que te metes en la cama y esperas dormir hasta el infinito. Esa en la que deseas que cuando te toque levantarte la vida haya acabado o, al menos, la mayor de las amnesias te haya afectado y no recuerdes ni tu nombre. Me acuerdo de aquella madrugada como si fuera ayer. No la olvidaré. Es imposible olvidar el día que lo pierdes todo.
En la radio estaba Joserra, como cada noche, pero mis oídos estaban ciegos. Mi cuerpo se había cerrado herméticamente y la sensación de culpa, desesperación, tristeza y muerte recorría cada milímetro de mis venas. Boca arriba, boca abajo, de lado, cualquier postura era incómoda. Mi colchón jugaba conmigo como si fuera un faquir. Mil agujas atravesaban mi piel. Me senté, encendí el flexo, escribí, lloré. Me acosté. La almohada siempre tiene hombros sobre los que sollozar. Aquella madrugada la mordía de rabia. Nunca mi mente estuvo tan cerca de la paranoia como durante aquella oscuridad.
El sueño apareció entonces como la única ancla a la vida. Dormir era la salvación. Más que dormir, lo era hibernar. Prolongar la siesta hasta la eternidad. Pero no venía. Por más que mis gritos desesperados resonaban en todo el cuarto, Morfeo hacía oídos sordos. Quizá era una lección: “Así aprenderás que al Sur no hay que esperarlo, hay que abrazarlo”. Cansado, con el estómago rígido y las costillas chiclosas. Así me invadió, al fin, el sueño que me salvó. Recuerdo que en él nadaba una guitarrera romana con burbuja. Me desperté a las 5:10 de la madrugada. Empezaba otra vida. La vida alimentada sólo a base de sueños.
El 26 de octubre de 2009 me acosté a las 5 de la madrugada. Con el corazón más grande que el cielo, la cabeza chisporroteante de alegría y con los ojos cristalinos. La mejor noche. Esa en la que prefieres escuchar un concierto completo de Nirvana antes que meterte en la cama. Esa en la que harías cualquier cosa con tal de no abandonar la Plaza de Oriente , el Palacio Real, la Luna del Fridays y, por encima de todo, a la Zaina de Gran Vía. Me acuerdo de aquella madrugada como si fuera ayer. No la olvidaré. Es imposible olvidar el día que lo consigues todo.
En la radio volvía a estar Joserra, como cada noche, pero mis oídos estaban mudos. Mi cuerpo se había abierto a los cuatro vientos y la sensación de felicidad, éxtasis, euforia y vida recorría cada milímetro de mis venas. Boca arriba, boca abajo, de lado, cualquier postura era tan cómoda como un sofá azul. Mi colchón jugaba conmigo como si fuera un ángel. Mil resplandores atravesaban mi piel. Me senté, encendí el flexo, escribí, lloré. Me acosté. La almohada siempre tiene brazos con los que abrazar. Aquella madrugada la mordía de alegría. Nunca mi mente estuvo tan cerca de la locura como durante aquella noche.
El sueño era lo último que deseaba encontrar. Quería revivir perpetuamente, como si de un bucle se tratara, las últimas dos horas en el centro de la capital. Tenía una cita con Valencia sólo ocho horas después, pero yo sólo quería viajar en dirección a Córdoba, muy cerca de los Hermanos López (o Pérez, que nunca me acuerdo…).Tumbado en la cama, mi delirio explotaba con un grito silencioso que hacía añicos las paredes de mi habitación. Por fin. Morfeo tardó en llegar. Quizá era un consejo: “Hazla feliz y tú también lo serás”. Exultante, con una sonrisa vieja y un corazón saltarín. Así me atrapó el sueño. Me acuerdo que en él
Lady Madrid saboreaba un chocolatísimo, justo después de susurrar en francés. Me desperté a las 8 de la mañana, aunque, sinceramente, creo que aún no me he despertado, y espero no hacerlo nunca. He empezado otra vida. La vida que es Vida.
La vida no es sueño. La vida es Vida. Fui, y soy, un soñador, pero quiero paladear cada segundo de mi nueva vida. Simplemente soy un soñador que vive la vida.
martes, 20 de octubre de 2009
La caja mágica
A Christiaan Barnard,
Le pillé a media tarde, tumbado en su cama mientras escuchaba la radio. Parecía relajado, algo poco habitual en él en los últimos meses. Tenía muchos frentes abiertos en su corazón y en su cerebro. Precisamente por eso quedé con ambos órganos para charlar un rato en un lugar neutral, en el hígado.
Tarareaba It’s, oh, so quiet, de Bjork y aproveché para colarme por su boca rumbo al lugar acordado. Dejando atrás unas anginas sufridoras, unos pulmones revolucionarios y un estómago diminuto y castigado, arribé al “hepatos”, donde ya me estaban esperando los dos capitanes generales de nuestro anfitrión.
Al verme, la mente se adelantó cuatro pasos y me estrechó la mano con fuerza, como si quisiera hacerme ver que estaba más segura de sí misma que nunca. Tras el saludo protocolario me dirigí hacia el “cardio”, que no había movido un pie, y al que vi enrojecido como no le había visto antes. También parecía confuso, precavido, y algo más recuperado desde nuestro último encuentro –allá por el mes de mayo-.
Tenía muchas ganas de hablar con los dos. En las últimas semanas había observado ciertas actitudes y ciertos comportamientos de nuestro protagonista que me habían desconcertado. Lógicamente, nada en aquel cuerpo era casual, sino que era fruto, directa o indirectamente, de una orden dictada por alguno (o los dos) de mis contertulios.
Nos sentamos sobre el suave y tibio tejido del hígado y comenzamos a divagar sobre cuestiones de lo más trivial. El último disco de The Spinto Band, la bendita añoranza de los dibujos de la Hormiga Atómica y la extraña rebaja en el precio del bocadillo cantábrico fueron algunos de los temas que surgieron.
El cerebro hacía gala de una verborrea ficticia. Parloteaba sin parar y en un tono elevado, como para reafirmar sus argumentos, pero eso no hacía más que desnudarle cada vez más y descubrir una fragilidad mayúscula, un mar de dudas, un cuerpo gris sin un rumbo fijo. Por el contrario, el corazón apenas abría la boca, y cuando lo hacía era para apoyar, con tartamudeos, eso sí, las tesis del gris.
Mientras tanto, encima del palestino, nuestro casero empezaba a dar cabezadas tras una rápida lectura a la primera página de El Guardián entre el centeno. Además, su gata inquieta ya había hecho de su abdomen el lecho más cómodo, de tal forma que se produjo un pequeño terremoto en la parte inferior del aparato digestivo que también afectó ligeramente al hígado.
Yo ya estaba cansado de tanta palabra vacía. Necesitaba respuestas, así que mirando fíjamente a los ojos de la razón y cortándole en una de sus disertaciones intranscendentes le pregunté: –¿Qué narices le pasa a este chico cuando está con ella?
Antes de que la mente pudiera pronunciar una palabra, Arcón –así se llamaba el “cardio”, Cor Arcón–, se levantó enfurecido, como el bote de una pelota de tenis después de un smash, y dijo: -¡Venga idiota!, cuéntaselo, a ver si a él sí que eres capaz de explicárselo.
El corazón estaba fuera de sí, como si durante todo este tiempo de conversación insulsa hubiera ido acumulando rabia para arrojarla con violencia en el momento decisivo. La mente pasó del gris al blanco en un santiamén. Transcurrieron 10 segundos y no fue capaz de articular una palabra. Arcón se volvió a sentar y dijo: –¿De verdad quieres que te cuente lo que le pasa al chaval? La culpa es de éste. Yo sé lo que soy cuando estoy con ella, sé en lo que me convierto cuando estoy con ella, sé que me acelero cuando estoy con ella, sé que me hincho cuando estoy con ella, sé que me seco cuando estoy con ella, sé que me vacío cuando estoy con ella, sé que me río cuando estoy con ella, sé que vivo cuando estoy con ella. Pero él no me deja –señalando con su índice izquierdo al cerebro–.
El músculo rojo se incorporó de nuevo, ya más calmado, pero tan lúcido y locuaz como el corazón de un fallecido cantante de Seattle. –¿Sabes lo que es tener que decir guapa cuando es lo más precioso que has visto jamás? ¿Sabes lo que es tener que decir simpática cuando es lo más maravilloso que has conocido nunca? ¿Sabes lo que es tener que decir especial cuando no hay una persona más extraordinaria en la Tierra? ¿Sabes lo que es tener que decir 5 cuando es infinito? Él no me deja.
Mientras hablaba, el corazón daba cinco pasos en una dirección, se giraba en redondo y volvía por donde había venido. Por su parte, la mente se hacía cada vez más pequeña y guardaba un silencio que atronaba golpeando las entrañas del joven. –No sé si me estoy explicando. La echo de menos antes de despedirme de ella, antes de colgarle el teléfono o antes de cerrar una conversación. Mientras este gigante duerme se nos cuela como por arte de magia en los sueños y se apodera de ellos como si de una pescadora francesa se tratara. Los ojos se me van a un dulce bote rosa, a un trozo de cartón pintado, a un ciervo navideño ruidoso, a un cómic arácnido,… y sólo puedo decir que me encanta hablar con ella. Porque él no me deja.
Supongo –continuó– que si te digo que hablar de ella me pone la piel de gallina, o que al pensar en ella se me dibuja una sonrisa en la cara, o que recordar casi al milímetro cada paso, cada palabra y cada gesto que da, dice y hace no me resulta el menor problema de memoria te podrás hacer una idea de lo que hablo.
Cuando ella está triste estoy destrozado, cuando ella está feliz estoy exultante –prosiguió el rojo–. Ella es así, capaz de multiplicar las emociones hasta convertirlas en broches de fantasía. Si ella pasa a tu vera, amigo, ríndete a la muerte más dulce que existe, no querrás volver a separarte de su magia. Te aconsejo –me dijo sin pestañear– que si una noche de otoño vas en tu Cari a 80 kilómetros por hora, en dirección Córdoba, mires de vez en cuando a la derecha, porque como esa sonrisa decida asomarse desde el asiento del copiloto, no la podrás borrar de tu alma nunca, y, créeme, serás feliz.
Vi que se le trababa la voz y no pude evitar preguntarle: –Pero, ella ya lo sabe, ¿verdad? –Sí, claro que lo sabe –dijo el cerebro raudo y veloz, con los ojos clavados en el suelo y con una voz de documental–.
Arcón resopló de mero hastío. –Sí, lo sabe, como lo sabía hace un año, ¿verdad, listillo? Mira –me requirió–, sólo te digo que hace 11 meses dejé de latir por hacer caso a éste idiota grisáceo. Me congelé. Por mí no corría ni la gota de sangre más pequeña que te puedas imaginar. Hace tres meses me desperté... Ahora estoy genial, lo que pueda pasar mañana no me preocupa porque estoy seguro de que será para bien.
La mente movía la cabeza en señal de desacuerdo, pero no se atrevió a seguir con la conversación y la zanjó mascullando un “lo siento, me equivoqué y sufrimos. No me volverá a pasar”.
Imaginé que no se pondrían de acuerdo así que recordé a un tercero en discordia: –¿Y qué opina el alma?
–Lo mismo que hace 11 meses pero multiplicado por infinito –dijeron ambos al unísono–.
El chico se despertó de la siesta con una expresión de felicidad eterna y la llamó por teléfono.
Le pillé a media tarde, tumbado en su cama mientras escuchaba la radio. Parecía relajado, algo poco habitual en él en los últimos meses. Tenía muchos frentes abiertos en su corazón y en su cerebro. Precisamente por eso quedé con ambos órganos para charlar un rato en un lugar neutral, en el hígado.
Tarareaba It’s, oh, so quiet, de Bjork y aproveché para colarme por su boca rumbo al lugar acordado. Dejando atrás unas anginas sufridoras, unos pulmones revolucionarios y un estómago diminuto y castigado, arribé al “hepatos”, donde ya me estaban esperando los dos capitanes generales de nuestro anfitrión.
Al verme, la mente se adelantó cuatro pasos y me estrechó la mano con fuerza, como si quisiera hacerme ver que estaba más segura de sí misma que nunca. Tras el saludo protocolario me dirigí hacia el “cardio”, que no había movido un pie, y al que vi enrojecido como no le había visto antes. También parecía confuso, precavido, y algo más recuperado desde nuestro último encuentro –allá por el mes de mayo-.
Tenía muchas ganas de hablar con los dos. En las últimas semanas había observado ciertas actitudes y ciertos comportamientos de nuestro protagonista que me habían desconcertado. Lógicamente, nada en aquel cuerpo era casual, sino que era fruto, directa o indirectamente, de una orden dictada por alguno (o los dos) de mis contertulios.
Nos sentamos sobre el suave y tibio tejido del hígado y comenzamos a divagar sobre cuestiones de lo más trivial. El último disco de The Spinto Band, la bendita añoranza de los dibujos de la Hormiga Atómica y la extraña rebaja en el precio del bocadillo cantábrico fueron algunos de los temas que surgieron.
El cerebro hacía gala de una verborrea ficticia. Parloteaba sin parar y en un tono elevado, como para reafirmar sus argumentos, pero eso no hacía más que desnudarle cada vez más y descubrir una fragilidad mayúscula, un mar de dudas, un cuerpo gris sin un rumbo fijo. Por el contrario, el corazón apenas abría la boca, y cuando lo hacía era para apoyar, con tartamudeos, eso sí, las tesis del gris.
Mientras tanto, encima del palestino, nuestro casero empezaba a dar cabezadas tras una rápida lectura a la primera página de El Guardián entre el centeno. Además, su gata inquieta ya había hecho de su abdomen el lecho más cómodo, de tal forma que se produjo un pequeño terremoto en la parte inferior del aparato digestivo que también afectó ligeramente al hígado.
Yo ya estaba cansado de tanta palabra vacía. Necesitaba respuestas, así que mirando fíjamente a los ojos de la razón y cortándole en una de sus disertaciones intranscendentes le pregunté: –¿Qué narices le pasa a este chico cuando está con ella?
Antes de que la mente pudiera pronunciar una palabra, Arcón –así se llamaba el “cardio”, Cor Arcón–, se levantó enfurecido, como el bote de una pelota de tenis después de un smash, y dijo: -¡Venga idiota!, cuéntaselo, a ver si a él sí que eres capaz de explicárselo.
El corazón estaba fuera de sí, como si durante todo este tiempo de conversación insulsa hubiera ido acumulando rabia para arrojarla con violencia en el momento decisivo. La mente pasó del gris al blanco en un santiamén. Transcurrieron 10 segundos y no fue capaz de articular una palabra. Arcón se volvió a sentar y dijo: –¿De verdad quieres que te cuente lo que le pasa al chaval? La culpa es de éste. Yo sé lo que soy cuando estoy con ella, sé en lo que me convierto cuando estoy con ella, sé que me acelero cuando estoy con ella, sé que me hincho cuando estoy con ella, sé que me seco cuando estoy con ella, sé que me vacío cuando estoy con ella, sé que me río cuando estoy con ella, sé que vivo cuando estoy con ella. Pero él no me deja –señalando con su índice izquierdo al cerebro–.
El músculo rojo se incorporó de nuevo, ya más calmado, pero tan lúcido y locuaz como el corazón de un fallecido cantante de Seattle. –¿Sabes lo que es tener que decir guapa cuando es lo más precioso que has visto jamás? ¿Sabes lo que es tener que decir simpática cuando es lo más maravilloso que has conocido nunca? ¿Sabes lo que es tener que decir especial cuando no hay una persona más extraordinaria en la Tierra? ¿Sabes lo que es tener que decir 5 cuando es infinito? Él no me deja.
Mientras hablaba, el corazón daba cinco pasos en una dirección, se giraba en redondo y volvía por donde había venido. Por su parte, la mente se hacía cada vez más pequeña y guardaba un silencio que atronaba golpeando las entrañas del joven. –No sé si me estoy explicando. La echo de menos antes de despedirme de ella, antes de colgarle el teléfono o antes de cerrar una conversación. Mientras este gigante duerme se nos cuela como por arte de magia en los sueños y se apodera de ellos como si de una pescadora francesa se tratara. Los ojos se me van a un dulce bote rosa, a un trozo de cartón pintado, a un ciervo navideño ruidoso, a un cómic arácnido,… y sólo puedo decir que me encanta hablar con ella. Porque él no me deja.
Supongo –continuó– que si te digo que hablar de ella me pone la piel de gallina, o que al pensar en ella se me dibuja una sonrisa en la cara, o que recordar casi al milímetro cada paso, cada palabra y cada gesto que da, dice y hace no me resulta el menor problema de memoria te podrás hacer una idea de lo que hablo.
Cuando ella está triste estoy destrozado, cuando ella está feliz estoy exultante –prosiguió el rojo–. Ella es así, capaz de multiplicar las emociones hasta convertirlas en broches de fantasía. Si ella pasa a tu vera, amigo, ríndete a la muerte más dulce que existe, no querrás volver a separarte de su magia. Te aconsejo –me dijo sin pestañear– que si una noche de otoño vas en tu Cari a 80 kilómetros por hora, en dirección Córdoba, mires de vez en cuando a la derecha, porque como esa sonrisa decida asomarse desde el asiento del copiloto, no la podrás borrar de tu alma nunca, y, créeme, serás feliz.
Vi que se le trababa la voz y no pude evitar preguntarle: –Pero, ella ya lo sabe, ¿verdad? –Sí, claro que lo sabe –dijo el cerebro raudo y veloz, con los ojos clavados en el suelo y con una voz de documental–.
Arcón resopló de mero hastío. –Sí, lo sabe, como lo sabía hace un año, ¿verdad, listillo? Mira –me requirió–, sólo te digo que hace 11 meses dejé de latir por hacer caso a éste idiota grisáceo. Me congelé. Por mí no corría ni la gota de sangre más pequeña que te puedas imaginar. Hace tres meses me desperté... Ahora estoy genial, lo que pueda pasar mañana no me preocupa porque estoy seguro de que será para bien.
La mente movía la cabeza en señal de desacuerdo, pero no se atrevió a seguir con la conversación y la zanjó mascullando un “lo siento, me equivoqué y sufrimos. No me volverá a pasar”.
Imaginé que no se pondrían de acuerdo así que recordé a un tercero en discordia: –¿Y qué opina el alma?
–Lo mismo que hace 11 meses pero multiplicado por infinito –dijeron ambos al unísono–.
El chico se despertó de la siesta con una expresión de felicidad eterna y la llamó por teléfono.
lunes, 19 de octubre de 2009
Cocidito madrileño
A los nimbos,
Era una mañana de otoño. A esas horas del mediodía en las que los parques se llenan de abuelos vigilantes de sus nietos, parados metidos a deportistas y chavales de instituto a los que unas pipas y unos RedBull les resultan más atractivos que La Colmena de Cela.
Era día laborable y, aún no recuerdo la causa, yo no estaba en el cole, sino que me encontraba en mi habitación disfrutando de un apasionante partido de chapas. Me encantaba el ritual de cada partido de fútbol de chapas. Con las camas ya recogidas, el suelo de parqué (siempre me han hecho gracia las distintas tonalidades de marrón que encarnan cada una de sus barritas) se transformaba en el césped más cuidado –sólo superado por el de los capítulos de Heidi- y los armarios y escritorios (el de los dos hermanos) adoptaban la forma de unas gradas repletas de incondicionales de ambos equipos.
Aquel día eran las selecciones de Brasil y de Irlanda las que velaban armas en el estadio de la calle El Ferrol. Con unas porterías engendradas en sendas cajas de zapatos Adidas y con un garbanzo como balón, comenzaba el espectáculo bajo mi tutoría. Tenía 10 años y Careca -delantero mítico brasileño- era en lo quería convertirme de mayor. Jugaba contra mí mismo, es decir, yo manejaba a mi antojo a los dos conjuntos, y, lógicamente, casi nunca era neutral –y menos aún si los cariocas eran uno de los equipos en liza-. Aquella mañana no fue una excepción y fui de todo, menos imparcial. Brasil, al descanso, arrasaba 4 a 0 a los pobres tréboles (si jugara hoy, el resultado sería bien diferente).
Comenzaba la segunda parte, y cuando apenas llevaban transcurridos un par de minutos, un halo de oscuridad enterró mi cuarto. Lo que hasta ese momento había sido una mañana soleada que iluminaba con intensidad mi pequeño habitáculo, de repente se apagó. Las incondicionales hinchadas brasileiras e irlandesas cesaron en sus cánticos, los jugadores se detuvieron y yo… me asusté. Paralizado, con las rodillas en el suelo y el dedo pulgar y anular de la mano derecha preparado para golpear al gran Alemao, se me aceleró el corazón, sorprendido por el inesperado ocaso. Así pasaron 30 segundos, hasta que, igual que se fue, la luz de la estrella regresó. Mis pulsaciones volvieron a su ratio habitual –siempre han estado bastante altas, cada vez más- y Alemao remató el garbanzo anotando el quinto tanto para Brasil.
No duró mucho la iluminación. La marea negra regresó a mi cuarto al poco de que los verdes sacaran del centro del campo. Me puse de pie sobresaltado, corrí a la ventana, abrí aquellas cortinas blancas de punto en las que solía imaginar extraños monstruos en sus costuras, y descubrí el por qué de los súbitos crepúsculos en mi habitación. Una manada de algodones medianos había invadido el que hasta entonces había sido un cielo inmaculado. Me hizo gracia que algo tan estúpido me hubiera inquietado tanto como para detener mi emocionante partido. Torné al suelo con mis chapas, y cada vez que se volvieron a suceder nuevos resplandores y nuevos apagones los disfrutaba como si de una ola del Mar Cantábrico se tratara.
Brasil apalizó 7 a 1 a los insulares (y no tuve ningún remordimiento).
Un aroma de garbanzos cocidos llegó entonces a mi nariz, algo roja por un balonazo recibido el día anterior mientras jugaba en el parque. Cansado de las chapas fui siguiendo el rastro garbancero hasta su germen. Abrí la puerta de la cocina y… ajá! Una neblina espesa, que nada tendría que envidiar a la que los pobres dublineses padecen a menudo –y que además acababan de caer humillados por 7 a 1-, envolvía toda la habitación. El sonido estridente de la válvula de la olla exprés funcionando a toda máquina, los fogones de la cocina desprendiendo unas llamas bailarinas, y la sintonía que anunciaba en la Cadena Ser el boletín informativo de las 2 de la tarde me dieron la bienvenida. Había cocido para comer.
Me gustaba sentarme en la silla de metal y observar a mi madre en el mágico quehacer culinario. Era impresionante ver de cerca cómo una sola persona era capaz de mantener a raya tantos frentes abiertos. Espumadera en mano y delantal con detalles paisajísticos costeros, la asturiana se movía con una soltura que ya quisiera el equipo de gimnasia rítmica de Rumanía.
Además, aún le sobraba tiempo para responder a las preguntas intrascendentes –pero que enriquecían culturalmente, jo- que le formulaba su tercer hijo. –Mamá, ¿cómo es la frase esa que usáis en Asturias para decir que alguien es muy tonto? –No sé a qué te refieres Pavel. –¡Que sí, jolín!, igual que cuando aquí se dice que “eres más tonto que Abundio”, allí decís otra cosa. –Ah, sí. Es “tú yes bobu o chupes bolines”.
Y Pavel se partía de risa. Y su madre se sonreía. Y Pavel era feliz por tener la mejor madre del Universo… y cocido para comer esa tarde.
Era una mañana de otoño. A esas horas del mediodía en las que los parques se llenan de abuelos vigilantes de sus nietos, parados metidos a deportistas y chavales de instituto a los que unas pipas y unos RedBull les resultan más atractivos que La Colmena de Cela.
Era día laborable y, aún no recuerdo la causa, yo no estaba en el cole, sino que me encontraba en mi habitación disfrutando de un apasionante partido de chapas. Me encantaba el ritual de cada partido de fútbol de chapas. Con las camas ya recogidas, el suelo de parqué (siempre me han hecho gracia las distintas tonalidades de marrón que encarnan cada una de sus barritas) se transformaba en el césped más cuidado –sólo superado por el de los capítulos de Heidi- y los armarios y escritorios (el de los dos hermanos) adoptaban la forma de unas gradas repletas de incondicionales de ambos equipos.
Aquel día eran las selecciones de Brasil y de Irlanda las que velaban armas en el estadio de la calle El Ferrol. Con unas porterías engendradas en sendas cajas de zapatos Adidas y con un garbanzo como balón, comenzaba el espectáculo bajo mi tutoría. Tenía 10 años y Careca -delantero mítico brasileño- era en lo quería convertirme de mayor. Jugaba contra mí mismo, es decir, yo manejaba a mi antojo a los dos conjuntos, y, lógicamente, casi nunca era neutral –y menos aún si los cariocas eran uno de los equipos en liza-. Aquella mañana no fue una excepción y fui de todo, menos imparcial. Brasil, al descanso, arrasaba 4 a 0 a los pobres tréboles (si jugara hoy, el resultado sería bien diferente).
Comenzaba la segunda parte, y cuando apenas llevaban transcurridos un par de minutos, un halo de oscuridad enterró mi cuarto. Lo que hasta ese momento había sido una mañana soleada que iluminaba con intensidad mi pequeño habitáculo, de repente se apagó. Las incondicionales hinchadas brasileiras e irlandesas cesaron en sus cánticos, los jugadores se detuvieron y yo… me asusté. Paralizado, con las rodillas en el suelo y el dedo pulgar y anular de la mano derecha preparado para golpear al gran Alemao, se me aceleró el corazón, sorprendido por el inesperado ocaso. Así pasaron 30 segundos, hasta que, igual que se fue, la luz de la estrella regresó. Mis pulsaciones volvieron a su ratio habitual –siempre han estado bastante altas, cada vez más- y Alemao remató el garbanzo anotando el quinto tanto para Brasil.
No duró mucho la iluminación. La marea negra regresó a mi cuarto al poco de que los verdes sacaran del centro del campo. Me puse de pie sobresaltado, corrí a la ventana, abrí aquellas cortinas blancas de punto en las que solía imaginar extraños monstruos en sus costuras, y descubrí el por qué de los súbitos crepúsculos en mi habitación. Una manada de algodones medianos había invadido el que hasta entonces había sido un cielo inmaculado. Me hizo gracia que algo tan estúpido me hubiera inquietado tanto como para detener mi emocionante partido. Torné al suelo con mis chapas, y cada vez que se volvieron a suceder nuevos resplandores y nuevos apagones los disfrutaba como si de una ola del Mar Cantábrico se tratara.
Brasil apalizó 7 a 1 a los insulares (y no tuve ningún remordimiento).
Un aroma de garbanzos cocidos llegó entonces a mi nariz, algo roja por un balonazo recibido el día anterior mientras jugaba en el parque. Cansado de las chapas fui siguiendo el rastro garbancero hasta su germen. Abrí la puerta de la cocina y… ajá! Una neblina espesa, que nada tendría que envidiar a la que los pobres dublineses padecen a menudo –y que además acababan de caer humillados por 7 a 1-, envolvía toda la habitación. El sonido estridente de la válvula de la olla exprés funcionando a toda máquina, los fogones de la cocina desprendiendo unas llamas bailarinas, y la sintonía que anunciaba en la Cadena Ser el boletín informativo de las 2 de la tarde me dieron la bienvenida. Había cocido para comer.
Me gustaba sentarme en la silla de metal y observar a mi madre en el mágico quehacer culinario. Era impresionante ver de cerca cómo una sola persona era capaz de mantener a raya tantos frentes abiertos. Espumadera en mano y delantal con detalles paisajísticos costeros, la asturiana se movía con una soltura que ya quisiera el equipo de gimnasia rítmica de Rumanía.
Además, aún le sobraba tiempo para responder a las preguntas intrascendentes –pero que enriquecían culturalmente, jo- que le formulaba su tercer hijo. –Mamá, ¿cómo es la frase esa que usáis en Asturias para decir que alguien es muy tonto? –No sé a qué te refieres Pavel. –¡Que sí, jolín!, igual que cuando aquí se dice que “eres más tonto que Abundio”, allí decís otra cosa. –Ah, sí. Es “tú yes bobu o chupes bolines”.
Y Pavel se partía de risa. Y su madre se sonreía. Y Pavel era feliz por tener la mejor madre del Universo… y cocido para comer esa tarde.
viernes, 21 de agosto de 2009
Pensar es perder
Al despertador,
Me pasa demasiado a menudo y empieza a preocuparme. Me asusta pensarlo. Hay rasgos que marcan nuestro carácter desde que nacemos hasta que morimos, otros los adoptamos con el tiempo, evolucionan, cambian o desaparecen. Esto último debería suceder con este.
Desconozco cuando empecé a padecerlo, aunque supongo que eso ya da igual. Lo que me inquieta es que con el paso del tiempo no se detiene y me está costando disgustos.
Hace poco volví a respirar. Es maravilloso notar el aire fresco y divertido recorriendo los pulmones, sentir como se hinchan casi hasta hacerte volar, como si de dos globos se tratara. Recuperar la sensación de que tu corazón bombea vida a mil por hora, de que tus nervios sólo estaban dormitando a la espera de que el temporal escampara, de que las palabras no aciertan a salir de tu boca porque un nudo en la garganta les impide el paso.
Para llegar a comprender un pelín de lo que estoy hablando basta con multiplicar estas emociones por los granos de arena de la playa y elevar el resultado a la eterna potencia.
Aún así, cuando apenas he empezado a saborear el regreso a las Cataratas Paraíso, una tierra perdida en el tiempo; cuando sólo me he llegado a mojar los pies en el mar asturiano polar; cuando Usain Bolt acaba de despegarse de los tacos de salida camino de su planeta extraterrestre; surge de nuevo de entre las tinieblas el maldito simbionte, con su chulesca pose italiana, con su perilla postiza de Sawyer, con sus sobrecogedoras alas de murciélago y con su aliento a cebolla, pimiento y ajo.
Pero esta vez no. Tengo muy frescos los complicados momentos de mi travesía por la laguna Estigia como para volver a repetirlos. Creo que esta vez me quedo en el Sella. Es como si me hubiera despertado, por fin. No sé si fue el estruendo colorista de los fuegos sonrientes en Cimadevilla, o las campanadas amigas de Lizst que sonaron en la última catedral gótica construida en España, o el riego acucuruchado en compañía de dos estrellas, pero el caso es que no soy el mismo. Tengo bien atado al fantasma, y a mí lo de vigilar se me da bastante bien…
Por cierto nazarí, La Alhambra siempre tiene un gran hueco en mi corazón.
Los sellos de plata con años de historia tienen magia.
Me pasa demasiado a menudo y empieza a preocuparme. Me asusta pensarlo. Hay rasgos que marcan nuestro carácter desde que nacemos hasta que morimos, otros los adoptamos con el tiempo, evolucionan, cambian o desaparecen. Esto último debería suceder con este.
Desconozco cuando empecé a padecerlo, aunque supongo que eso ya da igual. Lo que me inquieta es que con el paso del tiempo no se detiene y me está costando disgustos.
Hace poco volví a respirar. Es maravilloso notar el aire fresco y divertido recorriendo los pulmones, sentir como se hinchan casi hasta hacerte volar, como si de dos globos se tratara. Recuperar la sensación de que tu corazón bombea vida a mil por hora, de que tus nervios sólo estaban dormitando a la espera de que el temporal escampara, de que las palabras no aciertan a salir de tu boca porque un nudo en la garganta les impide el paso.
Para llegar a comprender un pelín de lo que estoy hablando basta con multiplicar estas emociones por los granos de arena de la playa y elevar el resultado a la eterna potencia.
Aún así, cuando apenas he empezado a saborear el regreso a las Cataratas Paraíso, una tierra perdida en el tiempo; cuando sólo me he llegado a mojar los pies en el mar asturiano polar; cuando Usain Bolt acaba de despegarse de los tacos de salida camino de su planeta extraterrestre; surge de nuevo de entre las tinieblas el maldito simbionte, con su chulesca pose italiana, con su perilla postiza de Sawyer, con sus sobrecogedoras alas de murciélago y con su aliento a cebolla, pimiento y ajo.
Pero esta vez no. Tengo muy frescos los complicados momentos de mi travesía por la laguna Estigia como para volver a repetirlos. Creo que esta vez me quedo en el Sella. Es como si me hubiera despertado, por fin. No sé si fue el estruendo colorista de los fuegos sonrientes en Cimadevilla, o las campanadas amigas de Lizst que sonaron en la última catedral gótica construida en España, o el riego acucuruchado en compañía de dos estrellas, pero el caso es que no soy el mismo. Tengo bien atado al fantasma, y a mí lo de vigilar se me da bastante bien…
Por cierto nazarí, La Alhambra siempre tiene un gran hueco en mi corazón.
Los sellos de plata con años de historia tienen magia.
martes, 11 de agosto de 2009
¿Es un pájaro?, ¿es un avión? No, es…
A Stan Lee y Steve Ditko,
El mundo está necesitado de superhéroes. El mundo está plagado de superhéroes. Supertrueno, ese era mi alter ego durante la infancia. Cuando un tren estaba al borde del descarrilamiento, cuando los terroristas secuestraban un edificio público, o cuando mi archienemigo, Flakestor (extraño híbrido entre la gallina de los Corn Flakes y Skeletor) volvía a hacer de las suyas en la ciudad, Supertrueno surcaba raudo y veloz –no sé por qué estos dos adjetivos van siempre de la mano- los pasillos de mi casa para evitar las tragedias y el terror, y reinstaurar el orden y la justicia (a lo Garzón, vamos).
Cuando el, aún en pruebas, sexto sentido del pequeño Pablo percibía que las fuerzas del mal se aproximaban a Barrio del Pilar’ City, abandonaba aquello que estuviera haciendo (jugar a las chapas, ver los Autos Locos, despelucar a los clicks de Playmobil,…) y se entregaba por entero a su identidad secreta.
Con el armario empotrado de la habitación como cabina telefónica improvisada, el chaval de marzo se enfundaba su traje mágico preparándose para combatir el crimen. Sólo tres prendas de vestir eran suficientes para trasladar a Pablo del mundo real a un universo fantástico, lleno de aventuras, diversión, risas, carreras, golpes y libertad. Allí no había reglas que cumplir, miedos que temer, gritos que oír ni preocupaciones que sufrir.
Un pijama de invierno que le quedaba grande, de color amarillo chillón y con los puños y los tobillos verde kiwi. En el pecho, y sujetado con un imperdible, la silueta en papel de un trueno coloreada de negro pelikán. Al cuello se ataba una rebeca azul marino de hilo fino, propiedad de su hermana mayor. Y ocultaba su rostro con un antifaz de El Zorro. Un pijama, una chaqueta y una careta obraban el milagro.
Los malvados cojines acechaban detrás de la puerta del baño de las chicas. Las crueles almohadas conspiraban en secreto bajo la cama de matrimonio. El oso perchero aguardaba vilmente su momento, oculto en el tendedero de la terraza del salón. Las batallas se prolongaban durante horas, pero a Pablo se le diluían en segundos. En este mundo de fantasía el tiempo se detenía y se sumaba al juego como un personaje más.
Con la misión cumplida, el universo a salvo, y arrastrando los pantalones del pijama, Supertrueno regresaba sudando al armario con una sonrisa esculpida en su rostro. Allí caía nuevamente, y de golpe, en la realidad adulta. Se despedía de la magia hasta la próxima aventura soñando que todo fuera cierto.
Albert Einstein escribió una vez que “hay dos formas de ver la vida: una es creer que no existen milagros, y la otra es creer que todo es un milagro”. Yo creo que hay una tercera, y es creer en los superhéroes. No hay más que echar un vistazo a nuestro alrededor. Yo conozco muchos, muchísimos.
No deja de asombrarme, por encima de todos, una veterana superheroína, nacida en una pequeña aldea serrana, que tras haber superado durísimos trances en su vida, sigue desviviéndose día tras día por su gente. Por muy nublado que amanezca el día en el mundo real, ella siempre es la primera en llegar para abrir un claro en el cielo. No falla nunca. Luego están los 4 Fantásticos, que patrullan en parejas y que, después de haber culminado el mayor milagro de la vida, mantienen intacta su capacidad de sacrificio, su respuesta cordial y su encanto perpetuo.
Estos son sólo cinco ejemplos, pero podría hablar de cientos como estos. Una mariquita enamorada de los niños, terremoto allá por donde va, que desprende una dulzura infinita por los cuatro costados. Sufrió un importante revés hace un tiempo, pero se sobrepuso –como lo hace siempre- y resucitó con más fuerzas que nunca. Algo parecido le ocurrió al mejor domador de canguros. Se vio arrastrado injustamente a un túnel, conseguía luz a base de creaciones de gran valor, pero no eran suficiente para él. Nunca perdió la esperanza (esto es algo común en todos ellos), peleó, resistió y ganó. Y siempre estuvo ahí, en los buenos y los malos momentos, dando el calor necesario, siendo la llama a la que recurrir en momentos de oscuridad. Indiana Jones se le queda muy pequeño.
Luego están los superhéroes del día a día. Esos que, olvidando sus quebraderos de cabeza cotidianos y adoptándote con amigo de toda la vida, son capaces de implicarse en tu vida como si fuera la suya propia, de preguntarte a diario –con verdadero interés- cómo te encuentras hoy, de no cansarse de escuchar siempre la misma historia. Una princesa escritora salida de un cuento de hadas, un motero serrano que tiene calado a Nacho Vegas, un descifrador de mentes que se dio cuenta de que el norte no es tan malo,… En su realidad hay hipotecas, hijos, mudanzas, trabajo y un sinfín de responsabilidades; en su mundo de fantasía encuentras compañía, comprensión, consuelo y diversión.
Cuando menos te lo esperas, cuando más los necesitas, aparecen de la nada. Como el Pegaso del pádel, vagando por el desierto durante meses, y compartiendo toda una vida de risas, juegos y sueños. A menudo piensas que se han ido para siempre, que no se volverán a cruzar en tu vida, que tu tiempo con ellos llegó a su fin. Nada más lejos de la realidad. Nunca se van. Caminan a tu lado día y noche. Un zurdo de oro, valiente aventurero y artista con filosofía propia, que con una simple mirada es capaz de traerte a la estrella más canalla. Una pequeña pulgarcita de bondad inabarcable, que padece una oportuna amnesia, enamorada de los números y de Willy Fogg y con la palabra adecuada en cada momento. Una superheroína –aquí aparece Kurt- de Marte que deslumbra con su sonrisa inmortal y sus embrujadores bailes, que no se cansa de perderse y de hacer que los demás se encuentren, mientras sobrevuela en C2 por encima de afiladas espinas que apuntan al corazón.
Y estos son sólo unos cuantos. Médicos, ingenieros, amas de casa, estudiantes, profesores, empleados de banca, jubilados, parados,… Personas que te ayudan a descubrir que cada instante vivido puede ser el más feliz de tu vida, que un naipe universitario puede encerrar más magia que cualquier predicción gitana, que una llamada en la estación de Atocha puede significar la puerta de entrada a la gloria definitiva, que una palmada en la espalda es una recompensa infinitamente mayor que cualquier cheque, que nunca es tarde, y que nunca es pronto. Si el mundo es justo, el destino premiará a estos superhéroes con la felicidad suprema que se merecen.
Hace poco vi la película Princesas, de Fernando León de Aranoa, por enésima vez. Entre las muchas perlas que tiene el guión, hay una frase que siempre que la escucho me pone la piel de gallina y con la que no puedo estar más de acuerdo: “Las cosas son importantes no porque existan, sino porque alguien piensa en ellas”. Creo que con las personas sucede lo mismo.
Tengo la impresión de que uno de los errores de fabricación de la raza humana se encuentra en la falta de capacidad de leer el pensamiento de los demás. No somos tan malos. En ocasiones nos imaginamos solos en el mundo, sin alguien en quien apoyarnos, sin una alma gemela que entienda lo que nos sucede, que sufra lo que sufrimos o que disfrute lo que disfrutamos. Esos momentos de desbordante soledad te transportan a un desierto, solo, sin nadie con quien compartir nuestra impotencia, frustración o nostalgia. Es como caer en la parte de abajo de un reloj de arena, sintiendo como vas siendo enterrado mediante la tímida, pero constante, cascada de un hilo de grava sobre tu cabeza.
Pero antes de que te des cuenta, siempre vienen. Piensan tanto en ti como tú en ellos. Supongo que es una especie de código secreto entre colegas propietarios de superpoderes. Es entonces cuando ponen en marcha su amplio repertorio de facultades mágicas sumergiéndote en una atmósfera de sosiego, seguridad, confianza, complicidad y bienestar.
Una de las muchas ventajas de conocer a tantos superhéroes es la gran variedad de poderes que encuentras en sus catálogos. Muchos son capaces de leer tu mente, de saber qué te pasa, por qué y cuál es la posible solución. Otros tienen el don de saber escuchar, de estar siempre predispuestos a dar un paseo y sacar el corazón para ponerlo a remojo. Algunos echan mano de la brujería más desconcertante y son capaces de dibujarte una sonrisa tomando como patrón la suya propia, viva, sincera y chisporroteante.
Lo que en nuestro mundo real pueden parecer defectos, en el universo mágico son virtudes. La ambición, el liderazgo, la testarudez, el nervio, la espontaneidad… No veo nada de malo en ello. Quizá no sea la propia cualidad, sino quienes hacen uso de ella. Pocas veces les veo errar, prácticamente ninguna. Y, en cualquier caso, todo lo que pasa es siempre para bien, ¿no?
El mundo está necesitado de superhéroes. El mundo está plagado de superhéroes. Supertrueno, ese era mi alter ego durante la infancia. Cuando un tren estaba al borde del descarrilamiento, cuando los terroristas secuestraban un edificio público, o cuando mi archienemigo, Flakestor (extraño híbrido entre la gallina de los Corn Flakes y Skeletor) volvía a hacer de las suyas en la ciudad, Supertrueno surcaba raudo y veloz –no sé por qué estos dos adjetivos van siempre de la mano- los pasillos de mi casa para evitar las tragedias y el terror, y reinstaurar el orden y la justicia (a lo Garzón, vamos).
Cuando el, aún en pruebas, sexto sentido del pequeño Pablo percibía que las fuerzas del mal se aproximaban a Barrio del Pilar’ City, abandonaba aquello que estuviera haciendo (jugar a las chapas, ver los Autos Locos, despelucar a los clicks de Playmobil,…) y se entregaba por entero a su identidad secreta.
Con el armario empotrado de la habitación como cabina telefónica improvisada, el chaval de marzo se enfundaba su traje mágico preparándose para combatir el crimen. Sólo tres prendas de vestir eran suficientes para trasladar a Pablo del mundo real a un universo fantástico, lleno de aventuras, diversión, risas, carreras, golpes y libertad. Allí no había reglas que cumplir, miedos que temer, gritos que oír ni preocupaciones que sufrir.
Un pijama de invierno que le quedaba grande, de color amarillo chillón y con los puños y los tobillos verde kiwi. En el pecho, y sujetado con un imperdible, la silueta en papel de un trueno coloreada de negro pelikán. Al cuello se ataba una rebeca azul marino de hilo fino, propiedad de su hermana mayor. Y ocultaba su rostro con un antifaz de El Zorro. Un pijama, una chaqueta y una careta obraban el milagro.
Los malvados cojines acechaban detrás de la puerta del baño de las chicas. Las crueles almohadas conspiraban en secreto bajo la cama de matrimonio. El oso perchero aguardaba vilmente su momento, oculto en el tendedero de la terraza del salón. Las batallas se prolongaban durante horas, pero a Pablo se le diluían en segundos. En este mundo de fantasía el tiempo se detenía y se sumaba al juego como un personaje más.
Con la misión cumplida, el universo a salvo, y arrastrando los pantalones del pijama, Supertrueno regresaba sudando al armario con una sonrisa esculpida en su rostro. Allí caía nuevamente, y de golpe, en la realidad adulta. Se despedía de la magia hasta la próxima aventura soñando que todo fuera cierto.
Albert Einstein escribió una vez que “hay dos formas de ver la vida: una es creer que no existen milagros, y la otra es creer que todo es un milagro”. Yo creo que hay una tercera, y es creer en los superhéroes. No hay más que echar un vistazo a nuestro alrededor. Yo conozco muchos, muchísimos.
No deja de asombrarme, por encima de todos, una veterana superheroína, nacida en una pequeña aldea serrana, que tras haber superado durísimos trances en su vida, sigue desviviéndose día tras día por su gente. Por muy nublado que amanezca el día en el mundo real, ella siempre es la primera en llegar para abrir un claro en el cielo. No falla nunca. Luego están los 4 Fantásticos, que patrullan en parejas y que, después de haber culminado el mayor milagro de la vida, mantienen intacta su capacidad de sacrificio, su respuesta cordial y su encanto perpetuo.
Estos son sólo cinco ejemplos, pero podría hablar de cientos como estos. Una mariquita enamorada de los niños, terremoto allá por donde va, que desprende una dulzura infinita por los cuatro costados. Sufrió un importante revés hace un tiempo, pero se sobrepuso –como lo hace siempre- y resucitó con más fuerzas que nunca. Algo parecido le ocurrió al mejor domador de canguros. Se vio arrastrado injustamente a un túnel, conseguía luz a base de creaciones de gran valor, pero no eran suficiente para él. Nunca perdió la esperanza (esto es algo común en todos ellos), peleó, resistió y ganó. Y siempre estuvo ahí, en los buenos y los malos momentos, dando el calor necesario, siendo la llama a la que recurrir en momentos de oscuridad. Indiana Jones se le queda muy pequeño.
Luego están los superhéroes del día a día. Esos que, olvidando sus quebraderos de cabeza cotidianos y adoptándote con amigo de toda la vida, son capaces de implicarse en tu vida como si fuera la suya propia, de preguntarte a diario –con verdadero interés- cómo te encuentras hoy, de no cansarse de escuchar siempre la misma historia. Una princesa escritora salida de un cuento de hadas, un motero serrano que tiene calado a Nacho Vegas, un descifrador de mentes que se dio cuenta de que el norte no es tan malo,… En su realidad hay hipotecas, hijos, mudanzas, trabajo y un sinfín de responsabilidades; en su mundo de fantasía encuentras compañía, comprensión, consuelo y diversión.
Cuando menos te lo esperas, cuando más los necesitas, aparecen de la nada. Como el Pegaso del pádel, vagando por el desierto durante meses, y compartiendo toda una vida de risas, juegos y sueños. A menudo piensas que se han ido para siempre, que no se volverán a cruzar en tu vida, que tu tiempo con ellos llegó a su fin. Nada más lejos de la realidad. Nunca se van. Caminan a tu lado día y noche. Un zurdo de oro, valiente aventurero y artista con filosofía propia, que con una simple mirada es capaz de traerte a la estrella más canalla. Una pequeña pulgarcita de bondad inabarcable, que padece una oportuna amnesia, enamorada de los números y de Willy Fogg y con la palabra adecuada en cada momento. Una superheroína –aquí aparece Kurt- de Marte que deslumbra con su sonrisa inmortal y sus embrujadores bailes, que no se cansa de perderse y de hacer que los demás se encuentren, mientras sobrevuela en C2 por encima de afiladas espinas que apuntan al corazón.
Y estos son sólo unos cuantos. Médicos, ingenieros, amas de casa, estudiantes, profesores, empleados de banca, jubilados, parados,… Personas que te ayudan a descubrir que cada instante vivido puede ser el más feliz de tu vida, que un naipe universitario puede encerrar más magia que cualquier predicción gitana, que una llamada en la estación de Atocha puede significar la puerta de entrada a la gloria definitiva, que una palmada en la espalda es una recompensa infinitamente mayor que cualquier cheque, que nunca es tarde, y que nunca es pronto. Si el mundo es justo, el destino premiará a estos superhéroes con la felicidad suprema que se merecen.
Hace poco vi la película Princesas, de Fernando León de Aranoa, por enésima vez. Entre las muchas perlas que tiene el guión, hay una frase que siempre que la escucho me pone la piel de gallina y con la que no puedo estar más de acuerdo: “Las cosas son importantes no porque existan, sino porque alguien piensa en ellas”. Creo que con las personas sucede lo mismo.
Tengo la impresión de que uno de los errores de fabricación de la raza humana se encuentra en la falta de capacidad de leer el pensamiento de los demás. No somos tan malos. En ocasiones nos imaginamos solos en el mundo, sin alguien en quien apoyarnos, sin una alma gemela que entienda lo que nos sucede, que sufra lo que sufrimos o que disfrute lo que disfrutamos. Esos momentos de desbordante soledad te transportan a un desierto, solo, sin nadie con quien compartir nuestra impotencia, frustración o nostalgia. Es como caer en la parte de abajo de un reloj de arena, sintiendo como vas siendo enterrado mediante la tímida, pero constante, cascada de un hilo de grava sobre tu cabeza.
Pero antes de que te des cuenta, siempre vienen. Piensan tanto en ti como tú en ellos. Supongo que es una especie de código secreto entre colegas propietarios de superpoderes. Es entonces cuando ponen en marcha su amplio repertorio de facultades mágicas sumergiéndote en una atmósfera de sosiego, seguridad, confianza, complicidad y bienestar.
Una de las muchas ventajas de conocer a tantos superhéroes es la gran variedad de poderes que encuentras en sus catálogos. Muchos son capaces de leer tu mente, de saber qué te pasa, por qué y cuál es la posible solución. Otros tienen el don de saber escuchar, de estar siempre predispuestos a dar un paseo y sacar el corazón para ponerlo a remojo. Algunos echan mano de la brujería más desconcertante y son capaces de dibujarte una sonrisa tomando como patrón la suya propia, viva, sincera y chisporroteante.
Lo que en nuestro mundo real pueden parecer defectos, en el universo mágico son virtudes. La ambición, el liderazgo, la testarudez, el nervio, la espontaneidad… No veo nada de malo en ello. Quizá no sea la propia cualidad, sino quienes hacen uso de ella. Pocas veces les veo errar, prácticamente ninguna. Y, en cualquier caso, todo lo que pasa es siempre para bien, ¿no?
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