lunes, 19 de octubre de 2009

Cocidito madrileño

A los nimbos,

Era una mañana de otoño. A esas horas del mediodía en las que los parques se llenan de abuelos vigilantes de sus nietos, parados metidos a deportistas y chavales de instituto a los que unas pipas y unos RedBull les resultan más atractivos que La Colmena de Cela.

Era día laborable y, aún no recuerdo la causa, yo no estaba en el cole, sino que me encontraba en mi habitación disfrutando de un apasionante partido de chapas. Me encantaba el ritual de cada partido de fútbol de chapas. Con las camas ya recogidas, el suelo de parqué (siempre me han hecho gracia las distintas tonalidades de marrón que encarnan cada una de sus barritas) se transformaba en el césped más cuidado –sólo superado por el de los capítulos de Heidi- y los armarios y escritorios (el de los dos hermanos) adoptaban la forma de unas gradas repletas de incondicionales de ambos equipos.

Aquel día eran las selecciones de Brasil y de Irlanda las que velaban armas en el estadio de la calle El Ferrol. Con unas porterías engendradas en sendas cajas de zapatos Adidas y con un garbanzo como balón, comenzaba el espectáculo bajo mi tutoría. Tenía 10 años y Careca -delantero mítico brasileño- era en lo quería convertirme de mayor. Jugaba contra mí mismo, es decir, yo manejaba a mi antojo a los dos conjuntos, y, lógicamente, casi nunca era neutral –y menos aún si los cariocas eran uno de los equipos en liza-. Aquella mañana no fue una excepción y fui de todo, menos imparcial. Brasil, al descanso, arrasaba 4 a 0 a los pobres tréboles (si jugara hoy, el resultado sería bien diferente).

Comenzaba la segunda parte, y cuando apenas llevaban transcurridos un par de minutos, un halo de oscuridad enterró mi cuarto. Lo que hasta ese momento había sido una mañana soleada que iluminaba con intensidad mi pequeño habitáculo, de repente se apagó. Las incondicionales hinchadas brasileiras e irlandesas cesaron en sus cánticos, los jugadores se detuvieron y yo… me asusté. Paralizado, con las rodillas en el suelo y el dedo pulgar y anular de la mano derecha preparado para golpear al gran Alemao, se me aceleró el corazón, sorprendido por el inesperado ocaso. Así pasaron 30 segundos, hasta que, igual que se fue, la luz de la estrella regresó. Mis pulsaciones volvieron a su ratio habitual –siempre han estado bastante altas, cada vez más- y Alemao remató el garbanzo anotando el quinto tanto para Brasil.

No duró mucho la iluminación. La marea negra regresó a mi cuarto al poco de que los verdes sacaran del centro del campo. Me puse de pie sobresaltado, corrí a la ventana, abrí aquellas cortinas blancas de punto en las que solía imaginar extraños monstruos en sus costuras, y descubrí el por qué de los súbitos crepúsculos en mi habitación. Una manada de algodones medianos había invadido el que hasta entonces había sido un cielo inmaculado. Me hizo gracia que algo tan estúpido me hubiera inquietado tanto como para detener mi emocionante partido. Torné al suelo con mis chapas, y cada vez que se volvieron a suceder nuevos resplandores y nuevos apagones los disfrutaba como si de una ola del Mar Cantábrico se tratara.

Brasil apalizó 7 a 1 a los insulares (y no tuve ningún remordimiento).

Un aroma de garbanzos cocidos llegó entonces a mi nariz, algo roja por un balonazo recibido el día anterior mientras jugaba en el parque. Cansado de las chapas fui siguiendo el rastro garbancero hasta su germen. Abrí la puerta de la cocina y… ajá! Una neblina espesa, que nada tendría que envidiar a la que los pobres dublineses padecen a menudo –y que además acababan de caer humillados por 7 a 1-, envolvía toda la habitación. El sonido estridente de la válvula de la olla exprés funcionando a toda máquina, los fogones de la cocina desprendiendo unas llamas bailarinas, y la sintonía que anunciaba en la Cadena Ser el boletín informativo de las 2 de la tarde me dieron la bienvenida. Había cocido para comer.

Me gustaba sentarme en la silla de metal y observar a mi madre en el mágico quehacer culinario. Era impresionante ver de cerca cómo una sola persona era capaz de mantener a raya tantos frentes abiertos. Espumadera en mano y delantal con detalles paisajísticos costeros, la asturiana se movía con una soltura que ya quisiera el equipo de gimnasia rítmica de Rumanía.

Además, aún le sobraba tiempo para responder a las preguntas intrascendentes –pero que enriquecían culturalmente, jo- que le formulaba su tercer hijo. –Mamá, ¿cómo es la frase esa que usáis en Asturias para decir que alguien es muy tonto? –No sé a qué te refieres Pavel. –¡Que sí, jolín!, igual que cuando aquí se dice que “eres más tonto que Abundio”, allí decís otra cosa. –Ah, sí. Es “tú yes bobu o chupes bolines”.

Y Pavel se partía de risa. Y su madre se sonreía. Y Pavel era feliz por tener la mejor madre del Universo… y cocido para comer esa tarde.

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