A la princesa mañanera,
El mundo de Morfeo sigue siendo inescrutable para el Hombre. Después de infinidad de ideas, teorías y estudios, aún hoy sigue siendo una incógnita el por qué de nuestros sueños. Seguramente, detrás de ese misterio se encuentre el atractivo que encierran nuestras horas de letargo.
He soñado mucho durante el último año y medio. Día y noche. Dormido y despierto. Desde el sueño más dulce jamás imaginado, hasta la pesadilla más terrible que se pueda temer. Ambos se han cumplido. La segunda está más que olvidada, y sólo la recuerdo para no perder de vista lo que es el dolor. El primero lo vivo a diario, y cada vez con más intensidad.
Hace un tiempo hablaba de Charlize Theron protagonizando películas en mis salas subconscientes. Lleva en cartel desde hace dos veranos y creo que se ha ganado a pulso un Oscar vitalicio al mejor nórdico de la Historia. Más allá de viajes a Túnez y de fantasías en duchas, el mayor sueño no deja de ser el de la felicidad y, sin duda, convertirlo en realidad segundo a segundo supera cualquier ilusión imaginable. Por muy difícil que parezca de creer, existen brujas que transforman las quimeras “almohadeñas” en certezas “almaudeñas”.
Hace poco me preguntaba Zarpas que cómo se siente uno después de que un sueño –no, más bien, el sueño-, se haga real. Me hizo pensar (algo que no es raro en mí…). Creo que supera el status de sensación. Te cambia vida. No. Es otra vida. Eres otra persona. Pasas a la tienda y lo compras. Esperas en la parada y lo coges. Rebosas. A tu alrededor todo es abundancia. Pero todo te sobra. Todo te parece accesorio y prescindible. Estoy empleando la palabra todo incorrectamente. Casi todo. Resulta extraño ver la realidad desde el otro lado del escaparate. Desde dentro, la vida es Vida. Desde fuera, la vida es sólo un sueño.
El 6 de noviembre de 2008 me acosté a la 1:10 de la madrugada. Sin corazón, con la cabeza inundada de autorreproches y con los ojos cristalinos. La peor noche. Esa en la que te metes en la cama y esperas dormir hasta el infinito. Esa en la que deseas que cuando te toque levantarte la vida haya acabado o, al menos, la mayor de las amnesias te haya afectado y no recuerdes ni tu nombre. Me acuerdo de aquella madrugada como si fuera ayer. No la olvidaré. Es imposible olvidar el día que lo pierdes todo.
En la radio estaba Joserra, como cada noche, pero mis oídos estaban ciegos. Mi cuerpo se había cerrado herméticamente y la sensación de culpa, desesperación, tristeza y muerte recorría cada milímetro de mis venas. Boca arriba, boca abajo, de lado, cualquier postura era incómoda. Mi colchón jugaba conmigo como si fuera un faquir. Mil agujas atravesaban mi piel. Me senté, encendí el flexo, escribí, lloré. Me acosté. La almohada siempre tiene hombros sobre los que sollozar. Aquella madrugada la mordía de rabia. Nunca mi mente estuvo tan cerca de la paranoia como durante aquella oscuridad.
El sueño apareció entonces como la única ancla a la vida. Dormir era la salvación. Más que dormir, lo era hibernar. Prolongar la siesta hasta la eternidad. Pero no venía. Por más que mis gritos desesperados resonaban en todo el cuarto, Morfeo hacía oídos sordos. Quizá era una lección: “Así aprenderás que al Sur no hay que esperarlo, hay que abrazarlo”. Cansado, con el estómago rígido y las costillas chiclosas. Así me invadió, al fin, el sueño que me salvó. Recuerdo que en él nadaba una guitarrera romana con burbuja. Me desperté a las 5:10 de la madrugada. Empezaba otra vida. La vida alimentada sólo a base de sueños.
El 26 de octubre de 2009 me acosté a las 5 de la madrugada. Con el corazón más grande que el cielo, la cabeza chisporroteante de alegría y con los ojos cristalinos. La mejor noche. Esa en la que prefieres escuchar un concierto completo de Nirvana antes que meterte en la cama. Esa en la que harías cualquier cosa con tal de no abandonar la Plaza de Oriente , el Palacio Real, la Luna del Fridays y, por encima de todo, a la Zaina de Gran Vía. Me acuerdo de aquella madrugada como si fuera ayer. No la olvidaré. Es imposible olvidar el día que lo consigues todo.
En la radio volvía a estar Joserra, como cada noche, pero mis oídos estaban mudos. Mi cuerpo se había abierto a los cuatro vientos y la sensación de felicidad, éxtasis, euforia y vida recorría cada milímetro de mis venas. Boca arriba, boca abajo, de lado, cualquier postura era tan cómoda como un sofá azul. Mi colchón jugaba conmigo como si fuera un ángel. Mil resplandores atravesaban mi piel. Me senté, encendí el flexo, escribí, lloré. Me acosté. La almohada siempre tiene brazos con los que abrazar. Aquella madrugada la mordía de alegría. Nunca mi mente estuvo tan cerca de la locura como durante aquella noche.
El sueño era lo último que deseaba encontrar. Quería revivir perpetuamente, como si de un bucle se tratara, las últimas dos horas en el centro de la capital. Tenía una cita con Valencia sólo ocho horas después, pero yo sólo quería viajar en dirección a Córdoba, muy cerca de los Hermanos López (o Pérez, que nunca me acuerdo…).Tumbado en la cama, mi delirio explotaba con un grito silencioso que hacía añicos las paredes de mi habitación. Por fin. Morfeo tardó en llegar. Quizá era un consejo: “Hazla feliz y tú también lo serás”. Exultante, con una sonrisa vieja y un corazón saltarín. Así me atrapó el sueño. Me acuerdo que en él
Lady Madrid saboreaba un chocolatísimo, justo después de susurrar en francés. Me desperté a las 8 de la mañana, aunque, sinceramente, creo que aún no me he despertado, y espero no hacerlo nunca. He empezado otra vida. La vida que es Vida.
La vida no es sueño. La vida es Vida. Fui, y soy, un soñador, pero quiero paladear cada segundo de mi nueva vida. Simplemente soy un soñador que vive la vida.
domingo, 3 de enero de 2010
martes, 20 de octubre de 2009
La caja mágica
A Christiaan Barnard,
Le pillé a media tarde, tumbado en su cama mientras escuchaba la radio. Parecía relajado, algo poco habitual en él en los últimos meses. Tenía muchos frentes abiertos en su corazón y en su cerebro. Precisamente por eso quedé con ambos órganos para charlar un rato en un lugar neutral, en el hígado.
Tarareaba It’s, oh, so quiet, de Bjork y aproveché para colarme por su boca rumbo al lugar acordado. Dejando atrás unas anginas sufridoras, unos pulmones revolucionarios y un estómago diminuto y castigado, arribé al “hepatos”, donde ya me estaban esperando los dos capitanes generales de nuestro anfitrión.
Al verme, la mente se adelantó cuatro pasos y me estrechó la mano con fuerza, como si quisiera hacerme ver que estaba más segura de sí misma que nunca. Tras el saludo protocolario me dirigí hacia el “cardio”, que no había movido un pie, y al que vi enrojecido como no le había visto antes. También parecía confuso, precavido, y algo más recuperado desde nuestro último encuentro –allá por el mes de mayo-.
Tenía muchas ganas de hablar con los dos. En las últimas semanas había observado ciertas actitudes y ciertos comportamientos de nuestro protagonista que me habían desconcertado. Lógicamente, nada en aquel cuerpo era casual, sino que era fruto, directa o indirectamente, de una orden dictada por alguno (o los dos) de mis contertulios.
Nos sentamos sobre el suave y tibio tejido del hígado y comenzamos a divagar sobre cuestiones de lo más trivial. El último disco de The Spinto Band, la bendita añoranza de los dibujos de la Hormiga Atómica y la extraña rebaja en el precio del bocadillo cantábrico fueron algunos de los temas que surgieron.
El cerebro hacía gala de una verborrea ficticia. Parloteaba sin parar y en un tono elevado, como para reafirmar sus argumentos, pero eso no hacía más que desnudarle cada vez más y descubrir una fragilidad mayúscula, un mar de dudas, un cuerpo gris sin un rumbo fijo. Por el contrario, el corazón apenas abría la boca, y cuando lo hacía era para apoyar, con tartamudeos, eso sí, las tesis del gris.
Mientras tanto, encima del palestino, nuestro casero empezaba a dar cabezadas tras una rápida lectura a la primera página de El Guardián entre el centeno. Además, su gata inquieta ya había hecho de su abdomen el lecho más cómodo, de tal forma que se produjo un pequeño terremoto en la parte inferior del aparato digestivo que también afectó ligeramente al hígado.
Yo ya estaba cansado de tanta palabra vacía. Necesitaba respuestas, así que mirando fíjamente a los ojos de la razón y cortándole en una de sus disertaciones intranscendentes le pregunté: –¿Qué narices le pasa a este chico cuando está con ella?
Antes de que la mente pudiera pronunciar una palabra, Arcón –así se llamaba el “cardio”, Cor Arcón–, se levantó enfurecido, como el bote de una pelota de tenis después de un smash, y dijo: -¡Venga idiota!, cuéntaselo, a ver si a él sí que eres capaz de explicárselo.
El corazón estaba fuera de sí, como si durante todo este tiempo de conversación insulsa hubiera ido acumulando rabia para arrojarla con violencia en el momento decisivo. La mente pasó del gris al blanco en un santiamén. Transcurrieron 10 segundos y no fue capaz de articular una palabra. Arcón se volvió a sentar y dijo: –¿De verdad quieres que te cuente lo que le pasa al chaval? La culpa es de éste. Yo sé lo que soy cuando estoy con ella, sé en lo que me convierto cuando estoy con ella, sé que me acelero cuando estoy con ella, sé que me hincho cuando estoy con ella, sé que me seco cuando estoy con ella, sé que me vacío cuando estoy con ella, sé que me río cuando estoy con ella, sé que vivo cuando estoy con ella. Pero él no me deja –señalando con su índice izquierdo al cerebro–.
El músculo rojo se incorporó de nuevo, ya más calmado, pero tan lúcido y locuaz como el corazón de un fallecido cantante de Seattle. –¿Sabes lo que es tener que decir guapa cuando es lo más precioso que has visto jamás? ¿Sabes lo que es tener que decir simpática cuando es lo más maravilloso que has conocido nunca? ¿Sabes lo que es tener que decir especial cuando no hay una persona más extraordinaria en la Tierra? ¿Sabes lo que es tener que decir 5 cuando es infinito? Él no me deja.
Mientras hablaba, el corazón daba cinco pasos en una dirección, se giraba en redondo y volvía por donde había venido. Por su parte, la mente se hacía cada vez más pequeña y guardaba un silencio que atronaba golpeando las entrañas del joven. –No sé si me estoy explicando. La echo de menos antes de despedirme de ella, antes de colgarle el teléfono o antes de cerrar una conversación. Mientras este gigante duerme se nos cuela como por arte de magia en los sueños y se apodera de ellos como si de una pescadora francesa se tratara. Los ojos se me van a un dulce bote rosa, a un trozo de cartón pintado, a un ciervo navideño ruidoso, a un cómic arácnido,… y sólo puedo decir que me encanta hablar con ella. Porque él no me deja.
Supongo –continuó– que si te digo que hablar de ella me pone la piel de gallina, o que al pensar en ella se me dibuja una sonrisa en la cara, o que recordar casi al milímetro cada paso, cada palabra y cada gesto que da, dice y hace no me resulta el menor problema de memoria te podrás hacer una idea de lo que hablo.
Cuando ella está triste estoy destrozado, cuando ella está feliz estoy exultante –prosiguió el rojo–. Ella es así, capaz de multiplicar las emociones hasta convertirlas en broches de fantasía. Si ella pasa a tu vera, amigo, ríndete a la muerte más dulce que existe, no querrás volver a separarte de su magia. Te aconsejo –me dijo sin pestañear– que si una noche de otoño vas en tu Cari a 80 kilómetros por hora, en dirección Córdoba, mires de vez en cuando a la derecha, porque como esa sonrisa decida asomarse desde el asiento del copiloto, no la podrás borrar de tu alma nunca, y, créeme, serás feliz.
Vi que se le trababa la voz y no pude evitar preguntarle: –Pero, ella ya lo sabe, ¿verdad? –Sí, claro que lo sabe –dijo el cerebro raudo y veloz, con los ojos clavados en el suelo y con una voz de documental–.
Arcón resopló de mero hastío. –Sí, lo sabe, como lo sabía hace un año, ¿verdad, listillo? Mira –me requirió–, sólo te digo que hace 11 meses dejé de latir por hacer caso a éste idiota grisáceo. Me congelé. Por mí no corría ni la gota de sangre más pequeña que te puedas imaginar. Hace tres meses me desperté... Ahora estoy genial, lo que pueda pasar mañana no me preocupa porque estoy seguro de que será para bien.
La mente movía la cabeza en señal de desacuerdo, pero no se atrevió a seguir con la conversación y la zanjó mascullando un “lo siento, me equivoqué y sufrimos. No me volverá a pasar”.
Imaginé que no se pondrían de acuerdo así que recordé a un tercero en discordia: –¿Y qué opina el alma?
–Lo mismo que hace 11 meses pero multiplicado por infinito –dijeron ambos al unísono–.
El chico se despertó de la siesta con una expresión de felicidad eterna y la llamó por teléfono.
Le pillé a media tarde, tumbado en su cama mientras escuchaba la radio. Parecía relajado, algo poco habitual en él en los últimos meses. Tenía muchos frentes abiertos en su corazón y en su cerebro. Precisamente por eso quedé con ambos órganos para charlar un rato en un lugar neutral, en el hígado.
Tarareaba It’s, oh, so quiet, de Bjork y aproveché para colarme por su boca rumbo al lugar acordado. Dejando atrás unas anginas sufridoras, unos pulmones revolucionarios y un estómago diminuto y castigado, arribé al “hepatos”, donde ya me estaban esperando los dos capitanes generales de nuestro anfitrión.
Al verme, la mente se adelantó cuatro pasos y me estrechó la mano con fuerza, como si quisiera hacerme ver que estaba más segura de sí misma que nunca. Tras el saludo protocolario me dirigí hacia el “cardio”, que no había movido un pie, y al que vi enrojecido como no le había visto antes. También parecía confuso, precavido, y algo más recuperado desde nuestro último encuentro –allá por el mes de mayo-.
Tenía muchas ganas de hablar con los dos. En las últimas semanas había observado ciertas actitudes y ciertos comportamientos de nuestro protagonista que me habían desconcertado. Lógicamente, nada en aquel cuerpo era casual, sino que era fruto, directa o indirectamente, de una orden dictada por alguno (o los dos) de mis contertulios.
Nos sentamos sobre el suave y tibio tejido del hígado y comenzamos a divagar sobre cuestiones de lo más trivial. El último disco de The Spinto Band, la bendita añoranza de los dibujos de la Hormiga Atómica y la extraña rebaja en el precio del bocadillo cantábrico fueron algunos de los temas que surgieron.
El cerebro hacía gala de una verborrea ficticia. Parloteaba sin parar y en un tono elevado, como para reafirmar sus argumentos, pero eso no hacía más que desnudarle cada vez más y descubrir una fragilidad mayúscula, un mar de dudas, un cuerpo gris sin un rumbo fijo. Por el contrario, el corazón apenas abría la boca, y cuando lo hacía era para apoyar, con tartamudeos, eso sí, las tesis del gris.
Mientras tanto, encima del palestino, nuestro casero empezaba a dar cabezadas tras una rápida lectura a la primera página de El Guardián entre el centeno. Además, su gata inquieta ya había hecho de su abdomen el lecho más cómodo, de tal forma que se produjo un pequeño terremoto en la parte inferior del aparato digestivo que también afectó ligeramente al hígado.
Yo ya estaba cansado de tanta palabra vacía. Necesitaba respuestas, así que mirando fíjamente a los ojos de la razón y cortándole en una de sus disertaciones intranscendentes le pregunté: –¿Qué narices le pasa a este chico cuando está con ella?
Antes de que la mente pudiera pronunciar una palabra, Arcón –así se llamaba el “cardio”, Cor Arcón–, se levantó enfurecido, como el bote de una pelota de tenis después de un smash, y dijo: -¡Venga idiota!, cuéntaselo, a ver si a él sí que eres capaz de explicárselo.
El corazón estaba fuera de sí, como si durante todo este tiempo de conversación insulsa hubiera ido acumulando rabia para arrojarla con violencia en el momento decisivo. La mente pasó del gris al blanco en un santiamén. Transcurrieron 10 segundos y no fue capaz de articular una palabra. Arcón se volvió a sentar y dijo: –¿De verdad quieres que te cuente lo que le pasa al chaval? La culpa es de éste. Yo sé lo que soy cuando estoy con ella, sé en lo que me convierto cuando estoy con ella, sé que me acelero cuando estoy con ella, sé que me hincho cuando estoy con ella, sé que me seco cuando estoy con ella, sé que me vacío cuando estoy con ella, sé que me río cuando estoy con ella, sé que vivo cuando estoy con ella. Pero él no me deja –señalando con su índice izquierdo al cerebro–.
El músculo rojo se incorporó de nuevo, ya más calmado, pero tan lúcido y locuaz como el corazón de un fallecido cantante de Seattle. –¿Sabes lo que es tener que decir guapa cuando es lo más precioso que has visto jamás? ¿Sabes lo que es tener que decir simpática cuando es lo más maravilloso que has conocido nunca? ¿Sabes lo que es tener que decir especial cuando no hay una persona más extraordinaria en la Tierra? ¿Sabes lo que es tener que decir 5 cuando es infinito? Él no me deja.
Mientras hablaba, el corazón daba cinco pasos en una dirección, se giraba en redondo y volvía por donde había venido. Por su parte, la mente se hacía cada vez más pequeña y guardaba un silencio que atronaba golpeando las entrañas del joven. –No sé si me estoy explicando. La echo de menos antes de despedirme de ella, antes de colgarle el teléfono o antes de cerrar una conversación. Mientras este gigante duerme se nos cuela como por arte de magia en los sueños y se apodera de ellos como si de una pescadora francesa se tratara. Los ojos se me van a un dulce bote rosa, a un trozo de cartón pintado, a un ciervo navideño ruidoso, a un cómic arácnido,… y sólo puedo decir que me encanta hablar con ella. Porque él no me deja.
Supongo –continuó– que si te digo que hablar de ella me pone la piel de gallina, o que al pensar en ella se me dibuja una sonrisa en la cara, o que recordar casi al milímetro cada paso, cada palabra y cada gesto que da, dice y hace no me resulta el menor problema de memoria te podrás hacer una idea de lo que hablo.
Cuando ella está triste estoy destrozado, cuando ella está feliz estoy exultante –prosiguió el rojo–. Ella es así, capaz de multiplicar las emociones hasta convertirlas en broches de fantasía. Si ella pasa a tu vera, amigo, ríndete a la muerte más dulce que existe, no querrás volver a separarte de su magia. Te aconsejo –me dijo sin pestañear– que si una noche de otoño vas en tu Cari a 80 kilómetros por hora, en dirección Córdoba, mires de vez en cuando a la derecha, porque como esa sonrisa decida asomarse desde el asiento del copiloto, no la podrás borrar de tu alma nunca, y, créeme, serás feliz.
Vi que se le trababa la voz y no pude evitar preguntarle: –Pero, ella ya lo sabe, ¿verdad? –Sí, claro que lo sabe –dijo el cerebro raudo y veloz, con los ojos clavados en el suelo y con una voz de documental–.
Arcón resopló de mero hastío. –Sí, lo sabe, como lo sabía hace un año, ¿verdad, listillo? Mira –me requirió–, sólo te digo que hace 11 meses dejé de latir por hacer caso a éste idiota grisáceo. Me congelé. Por mí no corría ni la gota de sangre más pequeña que te puedas imaginar. Hace tres meses me desperté... Ahora estoy genial, lo que pueda pasar mañana no me preocupa porque estoy seguro de que será para bien.
La mente movía la cabeza en señal de desacuerdo, pero no se atrevió a seguir con la conversación y la zanjó mascullando un “lo siento, me equivoqué y sufrimos. No me volverá a pasar”.
Imaginé que no se pondrían de acuerdo así que recordé a un tercero en discordia: –¿Y qué opina el alma?
–Lo mismo que hace 11 meses pero multiplicado por infinito –dijeron ambos al unísono–.
El chico se despertó de la siesta con una expresión de felicidad eterna y la llamó por teléfono.
lunes, 19 de octubre de 2009
Cocidito madrileño
A los nimbos,
Era una mañana de otoño. A esas horas del mediodía en las que los parques se llenan de abuelos vigilantes de sus nietos, parados metidos a deportistas y chavales de instituto a los que unas pipas y unos RedBull les resultan más atractivos que La Colmena de Cela.
Era día laborable y, aún no recuerdo la causa, yo no estaba en el cole, sino que me encontraba en mi habitación disfrutando de un apasionante partido de chapas. Me encantaba el ritual de cada partido de fútbol de chapas. Con las camas ya recogidas, el suelo de parqué (siempre me han hecho gracia las distintas tonalidades de marrón que encarnan cada una de sus barritas) se transformaba en el césped más cuidado –sólo superado por el de los capítulos de Heidi- y los armarios y escritorios (el de los dos hermanos) adoptaban la forma de unas gradas repletas de incondicionales de ambos equipos.
Aquel día eran las selecciones de Brasil y de Irlanda las que velaban armas en el estadio de la calle El Ferrol. Con unas porterías engendradas en sendas cajas de zapatos Adidas y con un garbanzo como balón, comenzaba el espectáculo bajo mi tutoría. Tenía 10 años y Careca -delantero mítico brasileño- era en lo quería convertirme de mayor. Jugaba contra mí mismo, es decir, yo manejaba a mi antojo a los dos conjuntos, y, lógicamente, casi nunca era neutral –y menos aún si los cariocas eran uno de los equipos en liza-. Aquella mañana no fue una excepción y fui de todo, menos imparcial. Brasil, al descanso, arrasaba 4 a 0 a los pobres tréboles (si jugara hoy, el resultado sería bien diferente).
Comenzaba la segunda parte, y cuando apenas llevaban transcurridos un par de minutos, un halo de oscuridad enterró mi cuarto. Lo que hasta ese momento había sido una mañana soleada que iluminaba con intensidad mi pequeño habitáculo, de repente se apagó. Las incondicionales hinchadas brasileiras e irlandesas cesaron en sus cánticos, los jugadores se detuvieron y yo… me asusté. Paralizado, con las rodillas en el suelo y el dedo pulgar y anular de la mano derecha preparado para golpear al gran Alemao, se me aceleró el corazón, sorprendido por el inesperado ocaso. Así pasaron 30 segundos, hasta que, igual que se fue, la luz de la estrella regresó. Mis pulsaciones volvieron a su ratio habitual –siempre han estado bastante altas, cada vez más- y Alemao remató el garbanzo anotando el quinto tanto para Brasil.
No duró mucho la iluminación. La marea negra regresó a mi cuarto al poco de que los verdes sacaran del centro del campo. Me puse de pie sobresaltado, corrí a la ventana, abrí aquellas cortinas blancas de punto en las que solía imaginar extraños monstruos en sus costuras, y descubrí el por qué de los súbitos crepúsculos en mi habitación. Una manada de algodones medianos había invadido el que hasta entonces había sido un cielo inmaculado. Me hizo gracia que algo tan estúpido me hubiera inquietado tanto como para detener mi emocionante partido. Torné al suelo con mis chapas, y cada vez que se volvieron a suceder nuevos resplandores y nuevos apagones los disfrutaba como si de una ola del Mar Cantábrico se tratara.
Brasil apalizó 7 a 1 a los insulares (y no tuve ningún remordimiento).
Un aroma de garbanzos cocidos llegó entonces a mi nariz, algo roja por un balonazo recibido el día anterior mientras jugaba en el parque. Cansado de las chapas fui siguiendo el rastro garbancero hasta su germen. Abrí la puerta de la cocina y… ajá! Una neblina espesa, que nada tendría que envidiar a la que los pobres dublineses padecen a menudo –y que además acababan de caer humillados por 7 a 1-, envolvía toda la habitación. El sonido estridente de la válvula de la olla exprés funcionando a toda máquina, los fogones de la cocina desprendiendo unas llamas bailarinas, y la sintonía que anunciaba en la Cadena Ser el boletín informativo de las 2 de la tarde me dieron la bienvenida. Había cocido para comer.
Me gustaba sentarme en la silla de metal y observar a mi madre en el mágico quehacer culinario. Era impresionante ver de cerca cómo una sola persona era capaz de mantener a raya tantos frentes abiertos. Espumadera en mano y delantal con detalles paisajísticos costeros, la asturiana se movía con una soltura que ya quisiera el equipo de gimnasia rítmica de Rumanía.
Además, aún le sobraba tiempo para responder a las preguntas intrascendentes –pero que enriquecían culturalmente, jo- que le formulaba su tercer hijo. –Mamá, ¿cómo es la frase esa que usáis en Asturias para decir que alguien es muy tonto? –No sé a qué te refieres Pavel. –¡Que sí, jolín!, igual que cuando aquí se dice que “eres más tonto que Abundio”, allí decís otra cosa. –Ah, sí. Es “tú yes bobu o chupes bolines”.
Y Pavel se partía de risa. Y su madre se sonreía. Y Pavel era feliz por tener la mejor madre del Universo… y cocido para comer esa tarde.
Era una mañana de otoño. A esas horas del mediodía en las que los parques se llenan de abuelos vigilantes de sus nietos, parados metidos a deportistas y chavales de instituto a los que unas pipas y unos RedBull les resultan más atractivos que La Colmena de Cela.
Era día laborable y, aún no recuerdo la causa, yo no estaba en el cole, sino que me encontraba en mi habitación disfrutando de un apasionante partido de chapas. Me encantaba el ritual de cada partido de fútbol de chapas. Con las camas ya recogidas, el suelo de parqué (siempre me han hecho gracia las distintas tonalidades de marrón que encarnan cada una de sus barritas) se transformaba en el césped más cuidado –sólo superado por el de los capítulos de Heidi- y los armarios y escritorios (el de los dos hermanos) adoptaban la forma de unas gradas repletas de incondicionales de ambos equipos.
Aquel día eran las selecciones de Brasil y de Irlanda las que velaban armas en el estadio de la calle El Ferrol. Con unas porterías engendradas en sendas cajas de zapatos Adidas y con un garbanzo como balón, comenzaba el espectáculo bajo mi tutoría. Tenía 10 años y Careca -delantero mítico brasileño- era en lo quería convertirme de mayor. Jugaba contra mí mismo, es decir, yo manejaba a mi antojo a los dos conjuntos, y, lógicamente, casi nunca era neutral –y menos aún si los cariocas eran uno de los equipos en liza-. Aquella mañana no fue una excepción y fui de todo, menos imparcial. Brasil, al descanso, arrasaba 4 a 0 a los pobres tréboles (si jugara hoy, el resultado sería bien diferente).
Comenzaba la segunda parte, y cuando apenas llevaban transcurridos un par de minutos, un halo de oscuridad enterró mi cuarto. Lo que hasta ese momento había sido una mañana soleada que iluminaba con intensidad mi pequeño habitáculo, de repente se apagó. Las incondicionales hinchadas brasileiras e irlandesas cesaron en sus cánticos, los jugadores se detuvieron y yo… me asusté. Paralizado, con las rodillas en el suelo y el dedo pulgar y anular de la mano derecha preparado para golpear al gran Alemao, se me aceleró el corazón, sorprendido por el inesperado ocaso. Así pasaron 30 segundos, hasta que, igual que se fue, la luz de la estrella regresó. Mis pulsaciones volvieron a su ratio habitual –siempre han estado bastante altas, cada vez más- y Alemao remató el garbanzo anotando el quinto tanto para Brasil.
No duró mucho la iluminación. La marea negra regresó a mi cuarto al poco de que los verdes sacaran del centro del campo. Me puse de pie sobresaltado, corrí a la ventana, abrí aquellas cortinas blancas de punto en las que solía imaginar extraños monstruos en sus costuras, y descubrí el por qué de los súbitos crepúsculos en mi habitación. Una manada de algodones medianos había invadido el que hasta entonces había sido un cielo inmaculado. Me hizo gracia que algo tan estúpido me hubiera inquietado tanto como para detener mi emocionante partido. Torné al suelo con mis chapas, y cada vez que se volvieron a suceder nuevos resplandores y nuevos apagones los disfrutaba como si de una ola del Mar Cantábrico se tratara.
Brasil apalizó 7 a 1 a los insulares (y no tuve ningún remordimiento).
Un aroma de garbanzos cocidos llegó entonces a mi nariz, algo roja por un balonazo recibido el día anterior mientras jugaba en el parque. Cansado de las chapas fui siguiendo el rastro garbancero hasta su germen. Abrí la puerta de la cocina y… ajá! Una neblina espesa, que nada tendría que envidiar a la que los pobres dublineses padecen a menudo –y que además acababan de caer humillados por 7 a 1-, envolvía toda la habitación. El sonido estridente de la válvula de la olla exprés funcionando a toda máquina, los fogones de la cocina desprendiendo unas llamas bailarinas, y la sintonía que anunciaba en la Cadena Ser el boletín informativo de las 2 de la tarde me dieron la bienvenida. Había cocido para comer.
Me gustaba sentarme en la silla de metal y observar a mi madre en el mágico quehacer culinario. Era impresionante ver de cerca cómo una sola persona era capaz de mantener a raya tantos frentes abiertos. Espumadera en mano y delantal con detalles paisajísticos costeros, la asturiana se movía con una soltura que ya quisiera el equipo de gimnasia rítmica de Rumanía.
Además, aún le sobraba tiempo para responder a las preguntas intrascendentes –pero que enriquecían culturalmente, jo- que le formulaba su tercer hijo. –Mamá, ¿cómo es la frase esa que usáis en Asturias para decir que alguien es muy tonto? –No sé a qué te refieres Pavel. –¡Que sí, jolín!, igual que cuando aquí se dice que “eres más tonto que Abundio”, allí decís otra cosa. –Ah, sí. Es “tú yes bobu o chupes bolines”.
Y Pavel se partía de risa. Y su madre se sonreía. Y Pavel era feliz por tener la mejor madre del Universo… y cocido para comer esa tarde.
viernes, 21 de agosto de 2009
Pensar es perder
Al despertador,
Me pasa demasiado a menudo y empieza a preocuparme. Me asusta pensarlo. Hay rasgos que marcan nuestro carácter desde que nacemos hasta que morimos, otros los adoptamos con el tiempo, evolucionan, cambian o desaparecen. Esto último debería suceder con este.
Desconozco cuando empecé a padecerlo, aunque supongo que eso ya da igual. Lo que me inquieta es que con el paso del tiempo no se detiene y me está costando disgustos.
Hace poco volví a respirar. Es maravilloso notar el aire fresco y divertido recorriendo los pulmones, sentir como se hinchan casi hasta hacerte volar, como si de dos globos se tratara. Recuperar la sensación de que tu corazón bombea vida a mil por hora, de que tus nervios sólo estaban dormitando a la espera de que el temporal escampara, de que las palabras no aciertan a salir de tu boca porque un nudo en la garganta les impide el paso.
Para llegar a comprender un pelín de lo que estoy hablando basta con multiplicar estas emociones por los granos de arena de la playa y elevar el resultado a la eterna potencia.
Aún así, cuando apenas he empezado a saborear el regreso a las Cataratas Paraíso, una tierra perdida en el tiempo; cuando sólo me he llegado a mojar los pies en el mar asturiano polar; cuando Usain Bolt acaba de despegarse de los tacos de salida camino de su planeta extraterrestre; surge de nuevo de entre las tinieblas el maldito simbionte, con su chulesca pose italiana, con su perilla postiza de Sawyer, con sus sobrecogedoras alas de murciélago y con su aliento a cebolla, pimiento y ajo.
Pero esta vez no. Tengo muy frescos los complicados momentos de mi travesía por la laguna Estigia como para volver a repetirlos. Creo que esta vez me quedo en el Sella. Es como si me hubiera despertado, por fin. No sé si fue el estruendo colorista de los fuegos sonrientes en Cimadevilla, o las campanadas amigas de Lizst que sonaron en la última catedral gótica construida en España, o el riego acucuruchado en compañía de dos estrellas, pero el caso es que no soy el mismo. Tengo bien atado al fantasma, y a mí lo de vigilar se me da bastante bien…
Por cierto nazarí, La Alhambra siempre tiene un gran hueco en mi corazón.
Los sellos de plata con años de historia tienen magia.
Me pasa demasiado a menudo y empieza a preocuparme. Me asusta pensarlo. Hay rasgos que marcan nuestro carácter desde que nacemos hasta que morimos, otros los adoptamos con el tiempo, evolucionan, cambian o desaparecen. Esto último debería suceder con este.
Desconozco cuando empecé a padecerlo, aunque supongo que eso ya da igual. Lo que me inquieta es que con el paso del tiempo no se detiene y me está costando disgustos.
Hace poco volví a respirar. Es maravilloso notar el aire fresco y divertido recorriendo los pulmones, sentir como se hinchan casi hasta hacerte volar, como si de dos globos se tratara. Recuperar la sensación de que tu corazón bombea vida a mil por hora, de que tus nervios sólo estaban dormitando a la espera de que el temporal escampara, de que las palabras no aciertan a salir de tu boca porque un nudo en la garganta les impide el paso.
Para llegar a comprender un pelín de lo que estoy hablando basta con multiplicar estas emociones por los granos de arena de la playa y elevar el resultado a la eterna potencia.
Aún así, cuando apenas he empezado a saborear el regreso a las Cataratas Paraíso, una tierra perdida en el tiempo; cuando sólo me he llegado a mojar los pies en el mar asturiano polar; cuando Usain Bolt acaba de despegarse de los tacos de salida camino de su planeta extraterrestre; surge de nuevo de entre las tinieblas el maldito simbionte, con su chulesca pose italiana, con su perilla postiza de Sawyer, con sus sobrecogedoras alas de murciélago y con su aliento a cebolla, pimiento y ajo.
Pero esta vez no. Tengo muy frescos los complicados momentos de mi travesía por la laguna Estigia como para volver a repetirlos. Creo que esta vez me quedo en el Sella. Es como si me hubiera despertado, por fin. No sé si fue el estruendo colorista de los fuegos sonrientes en Cimadevilla, o las campanadas amigas de Lizst que sonaron en la última catedral gótica construida en España, o el riego acucuruchado en compañía de dos estrellas, pero el caso es que no soy el mismo. Tengo bien atado al fantasma, y a mí lo de vigilar se me da bastante bien…
Por cierto nazarí, La Alhambra siempre tiene un gran hueco en mi corazón.
Los sellos de plata con años de historia tienen magia.
martes, 11 de agosto de 2009
¿Es un pájaro?, ¿es un avión? No, es…
A Stan Lee y Steve Ditko,
El mundo está necesitado de superhéroes. El mundo está plagado de superhéroes. Supertrueno, ese era mi alter ego durante la infancia. Cuando un tren estaba al borde del descarrilamiento, cuando los terroristas secuestraban un edificio público, o cuando mi archienemigo, Flakestor (extraño híbrido entre la gallina de los Corn Flakes y Skeletor) volvía a hacer de las suyas en la ciudad, Supertrueno surcaba raudo y veloz –no sé por qué estos dos adjetivos van siempre de la mano- los pasillos de mi casa para evitar las tragedias y el terror, y reinstaurar el orden y la justicia (a lo Garzón, vamos).
Cuando el, aún en pruebas, sexto sentido del pequeño Pablo percibía que las fuerzas del mal se aproximaban a Barrio del Pilar’ City, abandonaba aquello que estuviera haciendo (jugar a las chapas, ver los Autos Locos, despelucar a los clicks de Playmobil,…) y se entregaba por entero a su identidad secreta.
Con el armario empotrado de la habitación como cabina telefónica improvisada, el chaval de marzo se enfundaba su traje mágico preparándose para combatir el crimen. Sólo tres prendas de vestir eran suficientes para trasladar a Pablo del mundo real a un universo fantástico, lleno de aventuras, diversión, risas, carreras, golpes y libertad. Allí no había reglas que cumplir, miedos que temer, gritos que oír ni preocupaciones que sufrir.
Un pijama de invierno que le quedaba grande, de color amarillo chillón y con los puños y los tobillos verde kiwi. En el pecho, y sujetado con un imperdible, la silueta en papel de un trueno coloreada de negro pelikán. Al cuello se ataba una rebeca azul marino de hilo fino, propiedad de su hermana mayor. Y ocultaba su rostro con un antifaz de El Zorro. Un pijama, una chaqueta y una careta obraban el milagro.
Los malvados cojines acechaban detrás de la puerta del baño de las chicas. Las crueles almohadas conspiraban en secreto bajo la cama de matrimonio. El oso perchero aguardaba vilmente su momento, oculto en el tendedero de la terraza del salón. Las batallas se prolongaban durante horas, pero a Pablo se le diluían en segundos. En este mundo de fantasía el tiempo se detenía y se sumaba al juego como un personaje más.
Con la misión cumplida, el universo a salvo, y arrastrando los pantalones del pijama, Supertrueno regresaba sudando al armario con una sonrisa esculpida en su rostro. Allí caía nuevamente, y de golpe, en la realidad adulta. Se despedía de la magia hasta la próxima aventura soñando que todo fuera cierto.
Albert Einstein escribió una vez que “hay dos formas de ver la vida: una es creer que no existen milagros, y la otra es creer que todo es un milagro”. Yo creo que hay una tercera, y es creer en los superhéroes. No hay más que echar un vistazo a nuestro alrededor. Yo conozco muchos, muchísimos.
No deja de asombrarme, por encima de todos, una veterana superheroína, nacida en una pequeña aldea serrana, que tras haber superado durísimos trances en su vida, sigue desviviéndose día tras día por su gente. Por muy nublado que amanezca el día en el mundo real, ella siempre es la primera en llegar para abrir un claro en el cielo. No falla nunca. Luego están los 4 Fantásticos, que patrullan en parejas y que, después de haber culminado el mayor milagro de la vida, mantienen intacta su capacidad de sacrificio, su respuesta cordial y su encanto perpetuo.
Estos son sólo cinco ejemplos, pero podría hablar de cientos como estos. Una mariquita enamorada de los niños, terremoto allá por donde va, que desprende una dulzura infinita por los cuatro costados. Sufrió un importante revés hace un tiempo, pero se sobrepuso –como lo hace siempre- y resucitó con más fuerzas que nunca. Algo parecido le ocurrió al mejor domador de canguros. Se vio arrastrado injustamente a un túnel, conseguía luz a base de creaciones de gran valor, pero no eran suficiente para él. Nunca perdió la esperanza (esto es algo común en todos ellos), peleó, resistió y ganó. Y siempre estuvo ahí, en los buenos y los malos momentos, dando el calor necesario, siendo la llama a la que recurrir en momentos de oscuridad. Indiana Jones se le queda muy pequeño.
Luego están los superhéroes del día a día. Esos que, olvidando sus quebraderos de cabeza cotidianos y adoptándote con amigo de toda la vida, son capaces de implicarse en tu vida como si fuera la suya propia, de preguntarte a diario –con verdadero interés- cómo te encuentras hoy, de no cansarse de escuchar siempre la misma historia. Una princesa escritora salida de un cuento de hadas, un motero serrano que tiene calado a Nacho Vegas, un descifrador de mentes que se dio cuenta de que el norte no es tan malo,… En su realidad hay hipotecas, hijos, mudanzas, trabajo y un sinfín de responsabilidades; en su mundo de fantasía encuentras compañía, comprensión, consuelo y diversión.
Cuando menos te lo esperas, cuando más los necesitas, aparecen de la nada. Como el Pegaso del pádel, vagando por el desierto durante meses, y compartiendo toda una vida de risas, juegos y sueños. A menudo piensas que se han ido para siempre, que no se volverán a cruzar en tu vida, que tu tiempo con ellos llegó a su fin. Nada más lejos de la realidad. Nunca se van. Caminan a tu lado día y noche. Un zurdo de oro, valiente aventurero y artista con filosofía propia, que con una simple mirada es capaz de traerte a la estrella más canalla. Una pequeña pulgarcita de bondad inabarcable, que padece una oportuna amnesia, enamorada de los números y de Willy Fogg y con la palabra adecuada en cada momento. Una superheroína –aquí aparece Kurt- de Marte que deslumbra con su sonrisa inmortal y sus embrujadores bailes, que no se cansa de perderse y de hacer que los demás se encuentren, mientras sobrevuela en C2 por encima de afiladas espinas que apuntan al corazón.
Y estos son sólo unos cuantos. Médicos, ingenieros, amas de casa, estudiantes, profesores, empleados de banca, jubilados, parados,… Personas que te ayudan a descubrir que cada instante vivido puede ser el más feliz de tu vida, que un naipe universitario puede encerrar más magia que cualquier predicción gitana, que una llamada en la estación de Atocha puede significar la puerta de entrada a la gloria definitiva, que una palmada en la espalda es una recompensa infinitamente mayor que cualquier cheque, que nunca es tarde, y que nunca es pronto. Si el mundo es justo, el destino premiará a estos superhéroes con la felicidad suprema que se merecen.
Hace poco vi la película Princesas, de Fernando León de Aranoa, por enésima vez. Entre las muchas perlas que tiene el guión, hay una frase que siempre que la escucho me pone la piel de gallina y con la que no puedo estar más de acuerdo: “Las cosas son importantes no porque existan, sino porque alguien piensa en ellas”. Creo que con las personas sucede lo mismo.
Tengo la impresión de que uno de los errores de fabricación de la raza humana se encuentra en la falta de capacidad de leer el pensamiento de los demás. No somos tan malos. En ocasiones nos imaginamos solos en el mundo, sin alguien en quien apoyarnos, sin una alma gemela que entienda lo que nos sucede, que sufra lo que sufrimos o que disfrute lo que disfrutamos. Esos momentos de desbordante soledad te transportan a un desierto, solo, sin nadie con quien compartir nuestra impotencia, frustración o nostalgia. Es como caer en la parte de abajo de un reloj de arena, sintiendo como vas siendo enterrado mediante la tímida, pero constante, cascada de un hilo de grava sobre tu cabeza.
Pero antes de que te des cuenta, siempre vienen. Piensan tanto en ti como tú en ellos. Supongo que es una especie de código secreto entre colegas propietarios de superpoderes. Es entonces cuando ponen en marcha su amplio repertorio de facultades mágicas sumergiéndote en una atmósfera de sosiego, seguridad, confianza, complicidad y bienestar.
Una de las muchas ventajas de conocer a tantos superhéroes es la gran variedad de poderes que encuentras en sus catálogos. Muchos son capaces de leer tu mente, de saber qué te pasa, por qué y cuál es la posible solución. Otros tienen el don de saber escuchar, de estar siempre predispuestos a dar un paseo y sacar el corazón para ponerlo a remojo. Algunos echan mano de la brujería más desconcertante y son capaces de dibujarte una sonrisa tomando como patrón la suya propia, viva, sincera y chisporroteante.
Lo que en nuestro mundo real pueden parecer defectos, en el universo mágico son virtudes. La ambición, el liderazgo, la testarudez, el nervio, la espontaneidad… No veo nada de malo en ello. Quizá no sea la propia cualidad, sino quienes hacen uso de ella. Pocas veces les veo errar, prácticamente ninguna. Y, en cualquier caso, todo lo que pasa es siempre para bien, ¿no?
El mundo está necesitado de superhéroes. El mundo está plagado de superhéroes. Supertrueno, ese era mi alter ego durante la infancia. Cuando un tren estaba al borde del descarrilamiento, cuando los terroristas secuestraban un edificio público, o cuando mi archienemigo, Flakestor (extraño híbrido entre la gallina de los Corn Flakes y Skeletor) volvía a hacer de las suyas en la ciudad, Supertrueno surcaba raudo y veloz –no sé por qué estos dos adjetivos van siempre de la mano- los pasillos de mi casa para evitar las tragedias y el terror, y reinstaurar el orden y la justicia (a lo Garzón, vamos).
Cuando el, aún en pruebas, sexto sentido del pequeño Pablo percibía que las fuerzas del mal se aproximaban a Barrio del Pilar’ City, abandonaba aquello que estuviera haciendo (jugar a las chapas, ver los Autos Locos, despelucar a los clicks de Playmobil,…) y se entregaba por entero a su identidad secreta.
Con el armario empotrado de la habitación como cabina telefónica improvisada, el chaval de marzo se enfundaba su traje mágico preparándose para combatir el crimen. Sólo tres prendas de vestir eran suficientes para trasladar a Pablo del mundo real a un universo fantástico, lleno de aventuras, diversión, risas, carreras, golpes y libertad. Allí no había reglas que cumplir, miedos que temer, gritos que oír ni preocupaciones que sufrir.
Un pijama de invierno que le quedaba grande, de color amarillo chillón y con los puños y los tobillos verde kiwi. En el pecho, y sujetado con un imperdible, la silueta en papel de un trueno coloreada de negro pelikán. Al cuello se ataba una rebeca azul marino de hilo fino, propiedad de su hermana mayor. Y ocultaba su rostro con un antifaz de El Zorro. Un pijama, una chaqueta y una careta obraban el milagro.
Los malvados cojines acechaban detrás de la puerta del baño de las chicas. Las crueles almohadas conspiraban en secreto bajo la cama de matrimonio. El oso perchero aguardaba vilmente su momento, oculto en el tendedero de la terraza del salón. Las batallas se prolongaban durante horas, pero a Pablo se le diluían en segundos. En este mundo de fantasía el tiempo se detenía y se sumaba al juego como un personaje más.
Con la misión cumplida, el universo a salvo, y arrastrando los pantalones del pijama, Supertrueno regresaba sudando al armario con una sonrisa esculpida en su rostro. Allí caía nuevamente, y de golpe, en la realidad adulta. Se despedía de la magia hasta la próxima aventura soñando que todo fuera cierto.
Albert Einstein escribió una vez que “hay dos formas de ver la vida: una es creer que no existen milagros, y la otra es creer que todo es un milagro”. Yo creo que hay una tercera, y es creer en los superhéroes. No hay más que echar un vistazo a nuestro alrededor. Yo conozco muchos, muchísimos.
No deja de asombrarme, por encima de todos, una veterana superheroína, nacida en una pequeña aldea serrana, que tras haber superado durísimos trances en su vida, sigue desviviéndose día tras día por su gente. Por muy nublado que amanezca el día en el mundo real, ella siempre es la primera en llegar para abrir un claro en el cielo. No falla nunca. Luego están los 4 Fantásticos, que patrullan en parejas y que, después de haber culminado el mayor milagro de la vida, mantienen intacta su capacidad de sacrificio, su respuesta cordial y su encanto perpetuo.
Estos son sólo cinco ejemplos, pero podría hablar de cientos como estos. Una mariquita enamorada de los niños, terremoto allá por donde va, que desprende una dulzura infinita por los cuatro costados. Sufrió un importante revés hace un tiempo, pero se sobrepuso –como lo hace siempre- y resucitó con más fuerzas que nunca. Algo parecido le ocurrió al mejor domador de canguros. Se vio arrastrado injustamente a un túnel, conseguía luz a base de creaciones de gran valor, pero no eran suficiente para él. Nunca perdió la esperanza (esto es algo común en todos ellos), peleó, resistió y ganó. Y siempre estuvo ahí, en los buenos y los malos momentos, dando el calor necesario, siendo la llama a la que recurrir en momentos de oscuridad. Indiana Jones se le queda muy pequeño.
Luego están los superhéroes del día a día. Esos que, olvidando sus quebraderos de cabeza cotidianos y adoptándote con amigo de toda la vida, son capaces de implicarse en tu vida como si fuera la suya propia, de preguntarte a diario –con verdadero interés- cómo te encuentras hoy, de no cansarse de escuchar siempre la misma historia. Una princesa escritora salida de un cuento de hadas, un motero serrano que tiene calado a Nacho Vegas, un descifrador de mentes que se dio cuenta de que el norte no es tan malo,… En su realidad hay hipotecas, hijos, mudanzas, trabajo y un sinfín de responsabilidades; en su mundo de fantasía encuentras compañía, comprensión, consuelo y diversión.
Cuando menos te lo esperas, cuando más los necesitas, aparecen de la nada. Como el Pegaso del pádel, vagando por el desierto durante meses, y compartiendo toda una vida de risas, juegos y sueños. A menudo piensas que se han ido para siempre, que no se volverán a cruzar en tu vida, que tu tiempo con ellos llegó a su fin. Nada más lejos de la realidad. Nunca se van. Caminan a tu lado día y noche. Un zurdo de oro, valiente aventurero y artista con filosofía propia, que con una simple mirada es capaz de traerte a la estrella más canalla. Una pequeña pulgarcita de bondad inabarcable, que padece una oportuna amnesia, enamorada de los números y de Willy Fogg y con la palabra adecuada en cada momento. Una superheroína –aquí aparece Kurt- de Marte que deslumbra con su sonrisa inmortal y sus embrujadores bailes, que no se cansa de perderse y de hacer que los demás se encuentren, mientras sobrevuela en C2 por encima de afiladas espinas que apuntan al corazón.
Y estos son sólo unos cuantos. Médicos, ingenieros, amas de casa, estudiantes, profesores, empleados de banca, jubilados, parados,… Personas que te ayudan a descubrir que cada instante vivido puede ser el más feliz de tu vida, que un naipe universitario puede encerrar más magia que cualquier predicción gitana, que una llamada en la estación de Atocha puede significar la puerta de entrada a la gloria definitiva, que una palmada en la espalda es una recompensa infinitamente mayor que cualquier cheque, que nunca es tarde, y que nunca es pronto. Si el mundo es justo, el destino premiará a estos superhéroes con la felicidad suprema que se merecen.
Hace poco vi la película Princesas, de Fernando León de Aranoa, por enésima vez. Entre las muchas perlas que tiene el guión, hay una frase que siempre que la escucho me pone la piel de gallina y con la que no puedo estar más de acuerdo: “Las cosas son importantes no porque existan, sino porque alguien piensa en ellas”. Creo que con las personas sucede lo mismo.
Tengo la impresión de que uno de los errores de fabricación de la raza humana se encuentra en la falta de capacidad de leer el pensamiento de los demás. No somos tan malos. En ocasiones nos imaginamos solos en el mundo, sin alguien en quien apoyarnos, sin una alma gemela que entienda lo que nos sucede, que sufra lo que sufrimos o que disfrute lo que disfrutamos. Esos momentos de desbordante soledad te transportan a un desierto, solo, sin nadie con quien compartir nuestra impotencia, frustración o nostalgia. Es como caer en la parte de abajo de un reloj de arena, sintiendo como vas siendo enterrado mediante la tímida, pero constante, cascada de un hilo de grava sobre tu cabeza.
Pero antes de que te des cuenta, siempre vienen. Piensan tanto en ti como tú en ellos. Supongo que es una especie de código secreto entre colegas propietarios de superpoderes. Es entonces cuando ponen en marcha su amplio repertorio de facultades mágicas sumergiéndote en una atmósfera de sosiego, seguridad, confianza, complicidad y bienestar.
Una de las muchas ventajas de conocer a tantos superhéroes es la gran variedad de poderes que encuentras en sus catálogos. Muchos son capaces de leer tu mente, de saber qué te pasa, por qué y cuál es la posible solución. Otros tienen el don de saber escuchar, de estar siempre predispuestos a dar un paseo y sacar el corazón para ponerlo a remojo. Algunos echan mano de la brujería más desconcertante y son capaces de dibujarte una sonrisa tomando como patrón la suya propia, viva, sincera y chisporroteante.
Lo que en nuestro mundo real pueden parecer defectos, en el universo mágico son virtudes. La ambición, el liderazgo, la testarudez, el nervio, la espontaneidad… No veo nada de malo en ello. Quizá no sea la propia cualidad, sino quienes hacen uso de ella. Pocas veces les veo errar, prácticamente ninguna. Y, en cualquier caso, todo lo que pasa es siempre para bien, ¿no?
viernes, 31 de julio de 2009
La pulsera y el puzzle
A Sigur Rós y su fan de Winchester,
El agua templada de la ducha caía con fuerza sobre la cabeza de Pedro. Pese a estar en pleno mes de agosto, él no era de los que bajaban unos cuantos grados la temperatura del agua para asearse. Con la mano derecha apoyada en la pared que tenía enfrente y con la cabeza gacha observando cómo el chorro del agua se perdía por el desagüe, Pedro Parquero no dejaba de repetirse que se estaba equivocando. Tenía 50 minutos por delante antes de encontrarse con María.
Ya fuera de la ducha, y mientras las gotas que aún poblaban sus hombros iniciaban una carrera desenfrenada hacia el suelo dejando tras de sí un surco transparente, Pedro se vio reflejado en un pequeño resquicio que el vaho había dejado en el gran espejo del baño. Mirándose fijamente a los ojos y negando con la cabeza en señal de confusión, se mordió los carrillos –algo que solía hacer a menudo- con tanta violencia que saboreó su propia sangre.
Él no quería ir a esa cita. Sabía que su verdadero lugar se encontraba a varios kilómetros de la urbanización Bellas Vistas, en plena calle Francos Rodríguez, donde se había emplazado con María. La eternidad se apropiaba de cada segundo que transcurría mientras Pedro se vestía con unos vaqueros rotos, se engominaba el flequillo tratando de emular a un famoso actor de origen tahitiano, se enfundaba una camiseta heredada de su hermano mayor y se lloraba con gotas de un perfume regalo de una amiga del trabajo.
Cada paso que daba, del cuarto de baño a la habitación y de ahí a la cocina, era un paso más que le alejaba de su verdadero camino. Quedaban 35 minutos para el encuentro. Una vez arreglado y acicalado, con la cartera, el móvil y las llaves en los bolsillos, Pedro se sentó en una de las esquinas de su cama. Fijó sus ojos en la pulsera roja que bailaba en su delgada muñeca derecha y recordó como, apenas tres meses antes, Juana se la había regalado en plena playa de San Lorenzo como recuerdo de los siete días más maravillosos que ambos habían disfrutado en sus aún cortas vidas.
Con la ciudad de Jovellanos como escenario, Pedro y Juana Gris desearon que esa semana no tuviera fin, que cada vivencia compartida se prolongara hasta el infinito y que el tiempo se tomara un respiro y cesara en su sincesar. Los dos descubrieron, entre sidras y cabrachos, que sus vidas no se separarían nunca, que eran las piezas con las que ambos completaban su puzzle, el puzzle de la felicidad. Un mes después, ya en la capital, aquel descubrimiento saltó por los aires echo añicos cuando Pedro sorprendió a Juana llorando por la llegada a su vida de un extraño, pero interesante y apuesto, compañero de trabajo. Estaba confusa y las dudas la aguardaban en cada esquina.
Pedro se levantó de la cama, se secó las lágrimas que se habían asomado para contemplar la pulsera y salió de su casa camino de María. Su caminar era tembloroso, inseguro, sin saber muy bien el destino de sus pasos. Pero los daba, y a cada uno de ellos el corazón le palpitaba más deprisa. Se repetía una y otra vez en voz baja que se estaba equivocando, y con cada nuevo aviso aceleraba su andar. Entró en el autobús y picó el billete con la mano derecha. Un súbito escalofrío, como el que provoca una díscola gota de lluvia colada de improviso por el cuello de la camiseta, le recorrió la columna vertebral al reparar de nuevo en la pulsera. Apartó la vista y se sentó en el último asiento, solo.
Movía mecánicamente la pierna izquierda, los nervios le atenazaban y las palmas de las manos le sudaban sin parar. El corazón le pesaba demasiado, se había vuelto duro como una roca de mármol. Lo había hinchado a base de mentiras y ahora cargaba con él como una losa. Se bajó del autobús una parada antes de la que correspondía a Bellas Vistas. Echó a andar, llegaba tarde. Vio a María a lo lejos, en la acera de enfrente, esperándole a la sombra de un chopo de poca edad. Pedro se detuvo. Cerró sus puños con fuerza dejando los nudillos blancos como las zapatillas de deporte que vestía. Se sentó en un banco próximo sacó el móvil y escribió un sms: Ola Maria,no voy a podr qedar.E comtido un gran error.Lo siento,dverdad.1bso.
Se levantó del banco, puso rumbo meridional, y sin soltar el móvil escribió con su mano derecha otro sms: Hola Juana. Sé que eres tú, todo lo demás no me importa. Lucharé lo que tenga luchar y esperaré lo que tenga que esperar. Eres tú.
Y por primera vez, Pedro sintió que no se estaba equivocando y que sus pasos le devolvían al camino correcto.
El agua templada de la ducha caía con fuerza sobre la cabeza de Pedro. Pese a estar en pleno mes de agosto, él no era de los que bajaban unos cuantos grados la temperatura del agua para asearse. Con la mano derecha apoyada en la pared que tenía enfrente y con la cabeza gacha observando cómo el chorro del agua se perdía por el desagüe, Pedro Parquero no dejaba de repetirse que se estaba equivocando. Tenía 50 minutos por delante antes de encontrarse con María.
Ya fuera de la ducha, y mientras las gotas que aún poblaban sus hombros iniciaban una carrera desenfrenada hacia el suelo dejando tras de sí un surco transparente, Pedro se vio reflejado en un pequeño resquicio que el vaho había dejado en el gran espejo del baño. Mirándose fijamente a los ojos y negando con la cabeza en señal de confusión, se mordió los carrillos –algo que solía hacer a menudo- con tanta violencia que saboreó su propia sangre.
Él no quería ir a esa cita. Sabía que su verdadero lugar se encontraba a varios kilómetros de la urbanización Bellas Vistas, en plena calle Francos Rodríguez, donde se había emplazado con María. La eternidad se apropiaba de cada segundo que transcurría mientras Pedro se vestía con unos vaqueros rotos, se engominaba el flequillo tratando de emular a un famoso actor de origen tahitiano, se enfundaba una camiseta heredada de su hermano mayor y se lloraba con gotas de un perfume regalo de una amiga del trabajo.
Cada paso que daba, del cuarto de baño a la habitación y de ahí a la cocina, era un paso más que le alejaba de su verdadero camino. Quedaban 35 minutos para el encuentro. Una vez arreglado y acicalado, con la cartera, el móvil y las llaves en los bolsillos, Pedro se sentó en una de las esquinas de su cama. Fijó sus ojos en la pulsera roja que bailaba en su delgada muñeca derecha y recordó como, apenas tres meses antes, Juana se la había regalado en plena playa de San Lorenzo como recuerdo de los siete días más maravillosos que ambos habían disfrutado en sus aún cortas vidas.
Con la ciudad de Jovellanos como escenario, Pedro y Juana Gris desearon que esa semana no tuviera fin, que cada vivencia compartida se prolongara hasta el infinito y que el tiempo se tomara un respiro y cesara en su sincesar. Los dos descubrieron, entre sidras y cabrachos, que sus vidas no se separarían nunca, que eran las piezas con las que ambos completaban su puzzle, el puzzle de la felicidad. Un mes después, ya en la capital, aquel descubrimiento saltó por los aires echo añicos cuando Pedro sorprendió a Juana llorando por la llegada a su vida de un extraño, pero interesante y apuesto, compañero de trabajo. Estaba confusa y las dudas la aguardaban en cada esquina.
Pedro se levantó de la cama, se secó las lágrimas que se habían asomado para contemplar la pulsera y salió de su casa camino de María. Su caminar era tembloroso, inseguro, sin saber muy bien el destino de sus pasos. Pero los daba, y a cada uno de ellos el corazón le palpitaba más deprisa. Se repetía una y otra vez en voz baja que se estaba equivocando, y con cada nuevo aviso aceleraba su andar. Entró en el autobús y picó el billete con la mano derecha. Un súbito escalofrío, como el que provoca una díscola gota de lluvia colada de improviso por el cuello de la camiseta, le recorrió la columna vertebral al reparar de nuevo en la pulsera. Apartó la vista y se sentó en el último asiento, solo.
Movía mecánicamente la pierna izquierda, los nervios le atenazaban y las palmas de las manos le sudaban sin parar. El corazón le pesaba demasiado, se había vuelto duro como una roca de mármol. Lo había hinchado a base de mentiras y ahora cargaba con él como una losa. Se bajó del autobús una parada antes de la que correspondía a Bellas Vistas. Echó a andar, llegaba tarde. Vio a María a lo lejos, en la acera de enfrente, esperándole a la sombra de un chopo de poca edad. Pedro se detuvo. Cerró sus puños con fuerza dejando los nudillos blancos como las zapatillas de deporte que vestía. Se sentó en un banco próximo sacó el móvil y escribió un sms: Ola Maria,no voy a podr qedar.E comtido un gran error.Lo siento,dverdad.1bso.
Se levantó del banco, puso rumbo meridional, y sin soltar el móvil escribió con su mano derecha otro sms: Hola Juana. Sé que eres tú, todo lo demás no me importa. Lucharé lo que tenga luchar y esperaré lo que tenga que esperar. Eres tú.
Y por primera vez, Pedro sintió que no se estaba equivocando y que sus pasos le devolvían al camino correcto.
FC! :-)
domingo, 26 de abril de 2009
Viernes autónomo
A las ramas de pino,
El viernes, dos almas inseparables, cansadas de pasar la pelota por encima de la red, hallaron la respuesta. En un campus universitario septentrional, ya entrada la medianoche, y con la única compañía de dos gatos empeñados en cantar, dos perdidos vieron la luz. Postrados en un banco de madera y ante la atenta mirada de un Fiat Punto que escupía música de Radio 3, los dos tenistas de mesa rebuscaron en su interior hasta sacarse las tripas y los corazones.
Hablaron de la vida bajo una luz liviana de color naranja procedente de una farola cercana. Entre el candil y la tierra se interponía una infinidad de ramas gruesas de un pino que abrazaba al segoviano y al gijonés. De tal forma que aquel asfalto autónomo dibujaba un precioso collage de luces y sombras a imagen y semejanza del sistema circulatorio humano o del mapa del Metro de Madrid.
Los dos abogados vislumbraron en aquel juego de claridad y oscuridad, de ríos negros sobre mesetas naranjas, una metáfora real de la existencia. La vida son luces y sombras, necesarias e inevitables. Si la farola nos iluminara sin ningún obstáculo nos deslumbraría hasta dejarnos ciegos. Es verdad, en los primeros momentos el camino estaría claro gracias al brillo directo. Sin embargo, con el tiempo nuestros ojos empezarían a agotarse borrachos de tanto fuego hasta que, en un momento determinado, acabaríamos por no ver nada. Todo sería negro. La luz nos llevaría finalmente a la oscuridad.
Las ramas nos dan la vida. Son esos acicates que se hacen imprescindibles en los momentos de falsa ilusión. Esos condimentos que dan valor, sabor y emoción a la ensalada de nuestra historia.
En el trascurso de estas reflexiones fueron muchos los nombres propios que salieron de nuestras bocas, desde Ernest Hemingway pasando por Vanexxa, desde Federico García Lorca hasta Brian Molko. Pero, sobre todos ellos, reparamos en un poeta sevillano del que hacía mucho tiempo que no hablaba con nadie. El director y el adjunto del Daily Radical trataron de recordar el tenor literal de los maravillosos A un olmo seco y Caminante, no hay camino basándose en las canciones de Serrat. De la primera poesía me viene a la cabeza la imagen de estar aprendiéndomela durante días en casa de mis abuelos y recitarla después en clase de Lengua, en el Breogán. De la segunda, escucharla cantada por Serrat en una cinta cassette camino de Salamanca en el coche.
Ambas obras, inigualables.
A un olmo viejo
Al olmo viejo, hendido por el rayo
y en su mitad podrido,
con las lluvias de abril y el sol de mayo
algunas hojas verdes le han salido.
¡El olmo centenario en la colina
que lame el Duero! Un musgo amarillento
le mancha la corteza blanquecina
al tronco carcomido y polvoriento.
No será, cual los álamos cantores
que guardan el camino y la ribera,
habitado de pardos ruiseñores.
Ejército de hormigas en hilera
va trepando por él, y en sus entrañas
urden sus telas grises las arañas.
Antes que te derribe, olmo del Duero,
con su hacha el leñador, y el carpintero
te convierta en melena de campana,
lanza de carro o yugo de carreta;
antes que rojo en el hogar, mañana,
ardas en alguna mísera caseta,
al borde de un camino;
antes que te descuaje un torbellino
y tronche el soplo de las sierras blancas;
antes que el río hasta la mar te empuje
por valles y barrancas,
olmo, quiero anotar en mi cartera
la gracia de tu rama verdecida.
Mi corazón espera
también, hacia la luz y hacia la vida,
otro milagro de la primavera.
Caminante, no hay camino
Todo pasa y todo queda,
pero lo nuestro es pasar,
pasar haciendo caminos,
caminos sobre el mar.
Nunca perseguí la gloria,
ni dejar en la memoria
de los hombres mi canción;
yo amo los mundos sutiles,
ingrávidos y gentiles,
como pompas de jabón.
Me gusta verlos pintarse
de sol y grana, volar
bajo el cielo azul, temblar
súbitamente y quebrarse...
Nunca perseguí la gloria.
Caminante, son tus huellas
el camino y nada más;
caminante, no hay camino,
se hace camino al andar.
Al andar se hace camino
y al volver la vista atrás
se ve la senda que nunca
se ha de volver a pisar.
Caminante no hay camino
sino estelas en la mar...
Hace algún tiempo en ese lugar
donde hoy los bosques se visten de espinos
se oyó la voz de un poeta gritar
"Caminante no hay camino,
se hace camino al andar..."
Golpe a golpe, verso a verso...
Murió el poeta lejos del hogar.
Le cubre el polvo de un país vecino.
Al alejarse le vieron llorar.
"Caminante no hay camino,
se hace camino al andar..."
Golpe a golpe, verso a verso...
Cuando el jilguero no puede cantar.
Cuando el poeta es un peregrino,
cuando de nada nos sirve rezar.
"Caminante no hay camino,
se hace camino al andar..."
Golpe a golpe, verso a verso.
Gracias Antonio.
El viernes, dos almas inseparables, cansadas de pasar la pelota por encima de la red, hallaron la respuesta. En un campus universitario septentrional, ya entrada la medianoche, y con la única compañía de dos gatos empeñados en cantar, dos perdidos vieron la luz. Postrados en un banco de madera y ante la atenta mirada de un Fiat Punto que escupía música de Radio 3, los dos tenistas de mesa rebuscaron en su interior hasta sacarse las tripas y los corazones.
Hablaron de la vida bajo una luz liviana de color naranja procedente de una farola cercana. Entre el candil y la tierra se interponía una infinidad de ramas gruesas de un pino que abrazaba al segoviano y al gijonés. De tal forma que aquel asfalto autónomo dibujaba un precioso collage de luces y sombras a imagen y semejanza del sistema circulatorio humano o del mapa del Metro de Madrid.
Los dos abogados vislumbraron en aquel juego de claridad y oscuridad, de ríos negros sobre mesetas naranjas, una metáfora real de la existencia. La vida son luces y sombras, necesarias e inevitables. Si la farola nos iluminara sin ningún obstáculo nos deslumbraría hasta dejarnos ciegos. Es verdad, en los primeros momentos el camino estaría claro gracias al brillo directo. Sin embargo, con el tiempo nuestros ojos empezarían a agotarse borrachos de tanto fuego hasta que, en un momento determinado, acabaríamos por no ver nada. Todo sería negro. La luz nos llevaría finalmente a la oscuridad.
Las ramas nos dan la vida. Son esos acicates que se hacen imprescindibles en los momentos de falsa ilusión. Esos condimentos que dan valor, sabor y emoción a la ensalada de nuestra historia.
En el trascurso de estas reflexiones fueron muchos los nombres propios que salieron de nuestras bocas, desde Ernest Hemingway pasando por Vanexxa, desde Federico García Lorca hasta Brian Molko. Pero, sobre todos ellos, reparamos en un poeta sevillano del que hacía mucho tiempo que no hablaba con nadie. El director y el adjunto del Daily Radical trataron de recordar el tenor literal de los maravillosos A un olmo seco y Caminante, no hay camino basándose en las canciones de Serrat. De la primera poesía me viene a la cabeza la imagen de estar aprendiéndomela durante días en casa de mis abuelos y recitarla después en clase de Lengua, en el Breogán. De la segunda, escucharla cantada por Serrat en una cinta cassette camino de Salamanca en el coche.
Ambas obras, inigualables.
A un olmo viejo
Al olmo viejo, hendido por el rayo
y en su mitad podrido,
con las lluvias de abril y el sol de mayo
algunas hojas verdes le han salido.
¡El olmo centenario en la colina
que lame el Duero! Un musgo amarillento
le mancha la corteza blanquecina
al tronco carcomido y polvoriento.
No será, cual los álamos cantores
que guardan el camino y la ribera,
habitado de pardos ruiseñores.
Ejército de hormigas en hilera
va trepando por él, y en sus entrañas
urden sus telas grises las arañas.
Antes que te derribe, olmo del Duero,
con su hacha el leñador, y el carpintero
te convierta en melena de campana,
lanza de carro o yugo de carreta;
antes que rojo en el hogar, mañana,
ardas en alguna mísera caseta,
al borde de un camino;
antes que te descuaje un torbellino
y tronche el soplo de las sierras blancas;
antes que el río hasta la mar te empuje
por valles y barrancas,
olmo, quiero anotar en mi cartera
la gracia de tu rama verdecida.
Mi corazón espera
también, hacia la luz y hacia la vida,
otro milagro de la primavera.
Caminante, no hay camino
Todo pasa y todo queda,
pero lo nuestro es pasar,
pasar haciendo caminos,
caminos sobre el mar.
Nunca perseguí la gloria,
ni dejar en la memoria
de los hombres mi canción;
yo amo los mundos sutiles,
ingrávidos y gentiles,
como pompas de jabón.
Me gusta verlos pintarse
de sol y grana, volar
bajo el cielo azul, temblar
súbitamente y quebrarse...
Nunca perseguí la gloria.
Caminante, son tus huellas
el camino y nada más;
caminante, no hay camino,
se hace camino al andar.
Al andar se hace camino
y al volver la vista atrás
se ve la senda que nunca
se ha de volver a pisar.
Caminante no hay camino
sino estelas en la mar...
Hace algún tiempo en ese lugar
donde hoy los bosques se visten de espinos
se oyó la voz de un poeta gritar
"Caminante no hay camino,
se hace camino al andar..."
Golpe a golpe, verso a verso...
Murió el poeta lejos del hogar.
Le cubre el polvo de un país vecino.
Al alejarse le vieron llorar.
"Caminante no hay camino,
se hace camino al andar..."
Golpe a golpe, verso a verso...
Cuando el jilguero no puede cantar.
Cuando el poeta es un peregrino,
cuando de nada nos sirve rezar.
"Caminante no hay camino,
se hace camino al andar..."
Golpe a golpe, verso a verso.
Gracias Antonio.
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