A los que nos metemos a hacer cosas que no sabemos,
Me encanta estirarme los brazos por las mañanas,
llevar colgada de un hombro la mochila,
acostarme, dormir y despertarme con la radio encendida,
y sacar la sábana sobre el edredón cuando hago la cama.
Canibaleo con voracidad los padrastros de la mano,
en los pasos de peatones sobre las rayas blancas vuelo,
vistiendo camiseta por fuera y estilo mohicano en el pelo,
y unas zapas que calzo y descalzo con un cordón anciano.
Hago música al pisar los adoquines sueltos del empedrado,
descanso en el bus junto a la ventana que da a la calle,
en el cine, butaca de pasillo para que la peli no me raye,
y un tic nervioso ataca a mi pierna mientras estoy sentado.
Dando vueltas y vueltas mareo a mis anillos,
Desde canijo siempre con la lengua fuera,
quito el rabo jugando a “pobre o rico” a la manzana y a la pera,
y heridas me hago en la boca por morderme los carrillos.
Bebo de mi vaso amarillo con la grieta enfrente,
silbo el tema central de La gran evasión,
escucho música sin acabar de oír la canción,
y a la cama marcho cuando en pie no queda más gente.
Pisa el derecho en el Metro tras subir o bajar escaleras,
en busca de sueños y un trago de agua en la boca,
pulsar sin parar el botón de arriba del boli es lo que toca,
y bajar a la calle de noche cuando aún no están las aceras.
Acaricio el marco superior de las puertas,
alzo la vista y miro al cielo cuando entro bajo techo,
al dormir, la persiana a la mitad y las adidas junto al lecho,
y el reloj siempre adelantado para pasar horas muertas.
viernes, 13 de marzo de 2009
jueves, 12 de marzo de 2009
Ojos que no ven
A Iturralde González,
No veo bien. Soy miope, tengo 1 dioptría y media en cada ojo. “Ponte unos lupos o unas lentillas”, me dice Gabino (no Diego, sino San). Lo que ocurre es que no tengo un especial aprecio por las gafas, y las lentillas son las protagonistas de mi peor pesadilla. A esto se suma el hecho de que mi relación con los oculistas, como bien sabrá Jorge, nunca ha sido muy fluida.
Era julio y Telemadrid emitía maratones de la plana mayor del PP y del PSOE de Madrid (me cansa hasta escribir sus siglas) tirándose los trastos a la cabeza en la comisión de investigación de Tamayo (del que nunca más se supo). Yo, en una óptica cercana a Plaza de Castilla, asistía a uno de los momentos más abochornantes y, a la vez, dramáticos de mi vida (igual exagero un poco…). Allí, a media tarde, postrado en un potro de tortura y acompañado de un futuro padre que asistía perplejo a la escena, sufrí el acoso despiadado de un malvado profesional de las retinas. Ver su dedo gigantesco y deformado acercándose amenazante, de manera lenta y alevosa, a mi ojo indefenso resultaba aterrador. Pero el peor momento estaba aún por llegar. Una maldita comparación, menos de diez palabras que torpedearon de muerte mi humilde orgullo. “Pues a los niños pequeños no les cuesta tanto”. Emmm… quizás sea porque a ellos les duermes antes con cloroformo para que no sufran, ¡matasanos!
Después de media hora en la que mis párpados hicieron de Iker Casillas y de gorila de Pachá a la vez, conseguí hacerme amigo de las lentillas. Un paseíto de 20 minutos por la zona, una fanta naranja en una cafetería cercana, y pa’ fuera otra vez. No volví. Al menos puedo decir que he vivido durante más de un cuarto de hora con lentillas… no está al alcance de todo el mundo, tsss. Así se resume mi experiencia con esos plásticos del demonio.
“Las gafas: un coniazo”. Declaraciones exclusivas de Fernando Trueba, ratificadas por todos los árbitros de 1º y 2º división, y corroboradas también por Farruquito. Se empañan, se ensucian, se mojan, se resbalan… Sólo uso las gafas para los momentos más decisivos: conducir hasta el Plaza Norte y volver; ver un Federer-Nadal en televisión; asistir al entreno del equipo de voley de la UAM; admirar a Guillermina en todo su esplendor “enseñando” Tecnologías aplicadas al periodismo; tomar nota de los power-point de los resultados financieros de Mercadona; presenciar en el templo del fútbol internacional cómo Raúl y sus chicos aplastan al Sporting y al Betis, pero la cagan con el Atleti; reflexionar mientras disfruto de Bowling for Columbine en un Roxy semivacío…
Ni una cosa ni la otra. A pelo, que diría “Magic” Johnson. Vivo la vida con mis 3 dioptrías libres de ataduras. Así me va, que no cazo una. Se me escapan las cosas. No reconozco los gestos más allá de metro y medio. Me pierdo sonrisas, miradas, ademanes y muecas. Todos ellos componentes imprescindibles de la vida social. Para bien o para mal. Lógicamente, agradezco no percibir una mala mirada, un gesto de desaprobación o una expresión de indiferencia. Sin embargo, prefiero no pensar en la posibilidad de perderme unos ojos afectuosos, una sonrisa de complicidad o una señal de aprecio. Pensándolo fríamente, incluso la percepción de signos hostiles me parece imprescindible, por su posible labor correctora, más que nada. Está claro que a nadie le gusta ser objetivo de esas señales, pero es probable que encierren la solución a algún error en el que estamos sumidos.
En cualquier caso, lo que más me preocupa de mi obnubilación es que no sé si realmente quiero abandonarla. Creo que una parte de mí no quiere ver determinadas cosas, prefiere seguir viviendo en la ceguera más absoluta. Ni siquiera mirar para otro lado, ya que eso implica que conozco la verdad; es mejor no ver nada, me evita responsabilidades, pero también me aleja de la realidad. Supongo que esta parte de mí es la que sigue tirando de mi cuerpo hacia el fondo del océano cuando me decido a emprender la marcha hacia la superficie.
Vivo en la inseguridad. Sin saber a qué atenerme. Me cruzo con personas a las que no les pongo cara hasta que no están a tres pasos de mí. No reconozco a quién está al otro lado del andén del metro, ni a quién me saca tres puestos en la cola de la Fnac, ni a quién pide un Ballantines con Coca Cola al otro lado de la barra, ni a quién me saluda desde la acera de enfrente. A mis ojos, todo el mundo tiene el mismo rostro hasta que no pasan junto a mí.
Pero esta ceguera se extiende mucho más allá de unos cuantos metros. Hay personas con las que convivo a diario, personas a las que tengo al lado, personas a las que creo que conozco, que también me son borrosas. No a mis ojos, sino a mis sentimientos. No distingo con claridad sus deseos, sus temores, o sus esperanzas. Esta falta de visión es la que me preocupa de verdad. Temo no percibir las emociones de mis amigos y mis familiares: Fallar en el momento clave (esto me suena), no cumplir las expectativas que han puesto en mí (de esto también sé un poco).
No encontrar la frase adecuada para un consuelo porque no adivino cuál es la causa de su tristeza, no hacer la llamada en el momento idóneo porque no sé que la está esperando, no cambiar esa fea costumbre porque desconocía que la detestaba,… Me veo ciego y actúo a tientas, arriesgando lo justo. En la amistad y en el amor no caben los experimentos, son procesos mecánicos, se sabe lo que la otra persona quiere que digas, lo que la otra persona quiere que hagas. Te sale solo. Es un código no escrito que ambos conocen. No hay lugar para la planificación, es puro instinto.
Por eso cuando das con personas a las que quieres y, además, son tan transparentes a tus sentimientos que podrías llorar sus penas o reír sus alegrías antes que ellos mismos, no se pueden dejar escapar. No hablo de ser iguales o de tener caracteres parecidos, es algo más abstracto. Química. Para mi desgracia, podría escribir un máster de cómo congelar estos átomos casi hasta hacerlos desaparecer. O quizá no sea yo, quizá las valencias tengan fecha de caducidad, o quizá la conexión tenga la duración de un chispazo,… La culpa es siempre del empedrado.
Recuerdo un verano, hará más de 12 años, tirado en la hamaca del huerto de casa acompañado de varios primos. Acabábamos de comer, era domingo, y cada uno de nosotros teníamos en nuestros bolsillos los 20 duros de rigor que el abuelo nos había dado por ser el último día de la semana. Después de unas cuantas risas y de más balanceos aún, el bolsillo de Edel dijo basta y largó a las 100 pesetas a algún lugar del huerto. Llorera al canto. Comenzaba el plan urgente de búsqueda: tíos, primos y abuelos hincaban las rodillas en busca de la moneda exiliada. El reflejo del sol en algo metálico semienterrado me deslumbró. Me acerqué a ver que era y… ¡bingo! Edel volvió a sonreír, las lumbares de los adultos a descansar y mi orgullo creció tanto como el de Fernando Alonso (quizá un poco menos). ¡Qué gran vista tenía! De todos los exploradores Mata, fueron mis ojos los que dieron con el tesoro. Ojos de lince, de halcón y de gato, a la vez (me ha dado por exagerar en esta entrada, fruto, posiblemente, de ver durante horas y horas El Diario de Patricia...).
Mi año en Económicas me sirvió, además de para darme cuenta de que mi odio por las matemáticas no tiene un límite conocido por la Física, para comprender que necesitaba gafas o lentillas. Siempre me ha gustado sentarme en las últimas filas de clase. Me encantaba (no sé a qué viene este pretérito…) tener controlado todo. Tener un plano completo del aula. Eso, y que es un lugar inmejorable para echar alguna cabezada que otra… El caso es que las dificultades para distinguir los números en la pizarra crecían de forma inversamente proporcional a mi pasión por la Estadística Descriptiva y la Contabilidad Financiera. Así las cosas, y con la premura en la toma de decisiones que me caracteriza, me puse gafas... dos años después.
Últimamente estoy pensando en volver a intentarlo con las lentillas. Nuestra despedida fue fría, creo que nos quedamos con una impresión equivocada el uno de las otras. No nos llegamos a conocer del todo, fue un “aquí os pongo, aquí os quito”. El culpable fui yo, di con ellas en un momento extraño de mi vida. Vivía sobredosis de “aguirrismo” y eso acaba perturbando a cualquiera. Segundas partes nunca fueron buenas, pero es que las lentillas y yo no culminamos ni la primera… Además, las necesito en mi vida. Empezaré con algún sms, el msn y alguna perdida para retomar la relación.
Quizá con ellas pueda percibir todo aquello que ahora me estoy perdiendo. Quizá con ellas pueda observar todo eso que las personas que me rodean son capaces de ver y que yo ni siquiera atisbo. “Mírate bien”, me suelen decir; “no te ves cómo eres en realidad”, me han repetido últimamente. La verdad es que no me veo; al menos no de la misma forma que ellos me ven a mí. Una de dos: o ejerzo demasiada crítica sobre mí mismo y no soy objetivo, o las mentiras piadosas abundan en mi entorno, como, recientemente, los casos de corrupción en el del PP. Con sinceridad, creo más bien lo segundo. No considero que sea una actitud malvada, sino todo lo contrario. Se trata de comportamiento involuntario, de un acto reflejo. Es comprensible hacer cualquier cosa con tal de echar una mano a una persona a quien aprecias, y en ese “cualquier cosa” cabe el aumento exagerado (y por tanto irreal) de ciertas cualidades.
Y si las lentillas me dan carril, posiblemente me decante por unas “gafapasta” negras (recomendación expresa de Bea “Morena”). No desentonaría en un concierto de Ocean Colour Scene… Aunque, dado el caso, más que ver al señor Fowler con nitidez, preferiría escuchar con pureza y brillantez “The day we caught the train” y “Profit in peace”.
De oído no voy mal, al menos por ahora…
Para mirar son imprescindibles los ojos, para ver no.
No veo bien. Soy miope, tengo 1 dioptría y media en cada ojo. “Ponte unos lupos o unas lentillas”, me dice Gabino (no Diego, sino San). Lo que ocurre es que no tengo un especial aprecio por las gafas, y las lentillas son las protagonistas de mi peor pesadilla. A esto se suma el hecho de que mi relación con los oculistas, como bien sabrá Jorge, nunca ha sido muy fluida.
Era julio y Telemadrid emitía maratones de la plana mayor del PP y del PSOE de Madrid (me cansa hasta escribir sus siglas) tirándose los trastos a la cabeza en la comisión de investigación de Tamayo (del que nunca más se supo). Yo, en una óptica cercana a Plaza de Castilla, asistía a uno de los momentos más abochornantes y, a la vez, dramáticos de mi vida (igual exagero un poco…). Allí, a media tarde, postrado en un potro de tortura y acompañado de un futuro padre que asistía perplejo a la escena, sufrí el acoso despiadado de un malvado profesional de las retinas. Ver su dedo gigantesco y deformado acercándose amenazante, de manera lenta y alevosa, a mi ojo indefenso resultaba aterrador. Pero el peor momento estaba aún por llegar. Una maldita comparación, menos de diez palabras que torpedearon de muerte mi humilde orgullo. “Pues a los niños pequeños no les cuesta tanto”. Emmm… quizás sea porque a ellos les duermes antes con cloroformo para que no sufran, ¡matasanos!
Después de media hora en la que mis párpados hicieron de Iker Casillas y de gorila de Pachá a la vez, conseguí hacerme amigo de las lentillas. Un paseíto de 20 minutos por la zona, una fanta naranja en una cafetería cercana, y pa’ fuera otra vez. No volví. Al menos puedo decir que he vivido durante más de un cuarto de hora con lentillas… no está al alcance de todo el mundo, tsss. Así se resume mi experiencia con esos plásticos del demonio.
“Las gafas: un coniazo”. Declaraciones exclusivas de Fernando Trueba, ratificadas por todos los árbitros de 1º y 2º división, y corroboradas también por Farruquito. Se empañan, se ensucian, se mojan, se resbalan… Sólo uso las gafas para los momentos más decisivos: conducir hasta el Plaza Norte y volver; ver un Federer-Nadal en televisión; asistir al entreno del equipo de voley de la UAM; admirar a Guillermina en todo su esplendor “enseñando” Tecnologías aplicadas al periodismo; tomar nota de los power-point de los resultados financieros de Mercadona; presenciar en el templo del fútbol internacional cómo Raúl y sus chicos aplastan al Sporting y al Betis, pero la cagan con el Atleti; reflexionar mientras disfruto de Bowling for Columbine en un Roxy semivacío…
Ni una cosa ni la otra. A pelo, que diría “Magic” Johnson. Vivo la vida con mis 3 dioptrías libres de ataduras. Así me va, que no cazo una. Se me escapan las cosas. No reconozco los gestos más allá de metro y medio. Me pierdo sonrisas, miradas, ademanes y muecas. Todos ellos componentes imprescindibles de la vida social. Para bien o para mal. Lógicamente, agradezco no percibir una mala mirada, un gesto de desaprobación o una expresión de indiferencia. Sin embargo, prefiero no pensar en la posibilidad de perderme unos ojos afectuosos, una sonrisa de complicidad o una señal de aprecio. Pensándolo fríamente, incluso la percepción de signos hostiles me parece imprescindible, por su posible labor correctora, más que nada. Está claro que a nadie le gusta ser objetivo de esas señales, pero es probable que encierren la solución a algún error en el que estamos sumidos.
En cualquier caso, lo que más me preocupa de mi obnubilación es que no sé si realmente quiero abandonarla. Creo que una parte de mí no quiere ver determinadas cosas, prefiere seguir viviendo en la ceguera más absoluta. Ni siquiera mirar para otro lado, ya que eso implica que conozco la verdad; es mejor no ver nada, me evita responsabilidades, pero también me aleja de la realidad. Supongo que esta parte de mí es la que sigue tirando de mi cuerpo hacia el fondo del océano cuando me decido a emprender la marcha hacia la superficie.
Vivo en la inseguridad. Sin saber a qué atenerme. Me cruzo con personas a las que no les pongo cara hasta que no están a tres pasos de mí. No reconozco a quién está al otro lado del andén del metro, ni a quién me saca tres puestos en la cola de la Fnac, ni a quién pide un Ballantines con Coca Cola al otro lado de la barra, ni a quién me saluda desde la acera de enfrente. A mis ojos, todo el mundo tiene el mismo rostro hasta que no pasan junto a mí.
Pero esta ceguera se extiende mucho más allá de unos cuantos metros. Hay personas con las que convivo a diario, personas a las que tengo al lado, personas a las que creo que conozco, que también me son borrosas. No a mis ojos, sino a mis sentimientos. No distingo con claridad sus deseos, sus temores, o sus esperanzas. Esta falta de visión es la que me preocupa de verdad. Temo no percibir las emociones de mis amigos y mis familiares: Fallar en el momento clave (esto me suena), no cumplir las expectativas que han puesto en mí (de esto también sé un poco).
No encontrar la frase adecuada para un consuelo porque no adivino cuál es la causa de su tristeza, no hacer la llamada en el momento idóneo porque no sé que la está esperando, no cambiar esa fea costumbre porque desconocía que la detestaba,… Me veo ciego y actúo a tientas, arriesgando lo justo. En la amistad y en el amor no caben los experimentos, son procesos mecánicos, se sabe lo que la otra persona quiere que digas, lo que la otra persona quiere que hagas. Te sale solo. Es un código no escrito que ambos conocen. No hay lugar para la planificación, es puro instinto.
Por eso cuando das con personas a las que quieres y, además, son tan transparentes a tus sentimientos que podrías llorar sus penas o reír sus alegrías antes que ellos mismos, no se pueden dejar escapar. No hablo de ser iguales o de tener caracteres parecidos, es algo más abstracto. Química. Para mi desgracia, podría escribir un máster de cómo congelar estos átomos casi hasta hacerlos desaparecer. O quizá no sea yo, quizá las valencias tengan fecha de caducidad, o quizá la conexión tenga la duración de un chispazo,… La culpa es siempre del empedrado.
Recuerdo un verano, hará más de 12 años, tirado en la hamaca del huerto de casa acompañado de varios primos. Acabábamos de comer, era domingo, y cada uno de nosotros teníamos en nuestros bolsillos los 20 duros de rigor que el abuelo nos había dado por ser el último día de la semana. Después de unas cuantas risas y de más balanceos aún, el bolsillo de Edel dijo basta y largó a las 100 pesetas a algún lugar del huerto. Llorera al canto. Comenzaba el plan urgente de búsqueda: tíos, primos y abuelos hincaban las rodillas en busca de la moneda exiliada. El reflejo del sol en algo metálico semienterrado me deslumbró. Me acerqué a ver que era y… ¡bingo! Edel volvió a sonreír, las lumbares de los adultos a descansar y mi orgullo creció tanto como el de Fernando Alonso (quizá un poco menos). ¡Qué gran vista tenía! De todos los exploradores Mata, fueron mis ojos los que dieron con el tesoro. Ojos de lince, de halcón y de gato, a la vez (me ha dado por exagerar en esta entrada, fruto, posiblemente, de ver durante horas y horas El Diario de Patricia...).
Mi año en Económicas me sirvió, además de para darme cuenta de que mi odio por las matemáticas no tiene un límite conocido por la Física, para comprender que necesitaba gafas o lentillas. Siempre me ha gustado sentarme en las últimas filas de clase. Me encantaba (no sé a qué viene este pretérito…) tener controlado todo. Tener un plano completo del aula. Eso, y que es un lugar inmejorable para echar alguna cabezada que otra… El caso es que las dificultades para distinguir los números en la pizarra crecían de forma inversamente proporcional a mi pasión por la Estadística Descriptiva y la Contabilidad Financiera. Así las cosas, y con la premura en la toma de decisiones que me caracteriza, me puse gafas... dos años después.
Últimamente estoy pensando en volver a intentarlo con las lentillas. Nuestra despedida fue fría, creo que nos quedamos con una impresión equivocada el uno de las otras. No nos llegamos a conocer del todo, fue un “aquí os pongo, aquí os quito”. El culpable fui yo, di con ellas en un momento extraño de mi vida. Vivía sobredosis de “aguirrismo” y eso acaba perturbando a cualquiera. Segundas partes nunca fueron buenas, pero es que las lentillas y yo no culminamos ni la primera… Además, las necesito en mi vida. Empezaré con algún sms, el msn y alguna perdida para retomar la relación.
Quizá con ellas pueda percibir todo aquello que ahora me estoy perdiendo. Quizá con ellas pueda observar todo eso que las personas que me rodean son capaces de ver y que yo ni siquiera atisbo. “Mírate bien”, me suelen decir; “no te ves cómo eres en realidad”, me han repetido últimamente. La verdad es que no me veo; al menos no de la misma forma que ellos me ven a mí. Una de dos: o ejerzo demasiada crítica sobre mí mismo y no soy objetivo, o las mentiras piadosas abundan en mi entorno, como, recientemente, los casos de corrupción en el del PP. Con sinceridad, creo más bien lo segundo. No considero que sea una actitud malvada, sino todo lo contrario. Se trata de comportamiento involuntario, de un acto reflejo. Es comprensible hacer cualquier cosa con tal de echar una mano a una persona a quien aprecias, y en ese “cualquier cosa” cabe el aumento exagerado (y por tanto irreal) de ciertas cualidades.
Y si las lentillas me dan carril, posiblemente me decante por unas “gafapasta” negras (recomendación expresa de Bea “Morena”). No desentonaría en un concierto de Ocean Colour Scene… Aunque, dado el caso, más que ver al señor Fowler con nitidez, preferiría escuchar con pureza y brillantez “The day we caught the train” y “Profit in peace”.
De oído no voy mal, al menos por ahora…
Para mirar son imprescindibles los ojos, para ver no.
miércoles, 4 de marzo de 2009
Respuesta de Trivial: Selenitas
A DreamWorks,
He pasado allí horas y horas y, sin embargo, no he estado nunca.
El otro día se celebró en mi casa una reunión familiar, con tíos, primos, hermanos, sobrino,… En el salón, mientras ellos discutían sobre no se qué cuestión, yo pensaba. De repente, Dani me zarandeó de un hombro y me dijo: “Primo, que estamos aquí; baja a la Tierra, anda, que estás en la Luna”. Ojalá.
Corría el 20 de julio de 1989. Eran las 9 de la mañana y un extraño aire fresco invadía lo que estaba siendo un Madrid saharaui en aquel verano. Y allí estaba yo (sí, despierto en vacaciones antes de las 13 horas), sentado en el asiento del copiloto de un Mitsubishi Galant de color blanco con la única compañía de mi abuelo Alfonso; él al volante, por supuesto. Nuestro destino, Arroyomuerto; nuestro equipaje, toda la ilusión del mundo.
Recuerdo observar a mi abuelo santiguarse en el coche poco antes de emprender la marcha. Me extrañó, era la primera vez que veía hacerlo fuera de la Iglesia. No le pregunté el motivo del gesto. Lo supuse y, simplemente, le imité. Él era el jefe, además, ya habría tiempo para hacer preguntas durante el viaje.
Cuando divisábamos las murallas de Ávila, en el magazine matutino que nos amenizaba la marcha en el radiocasete del coche, comenzaron a charlar sobre la conmemoración del 20º aniversario de la llegada del hombre a la Luna. Una riada de interrogantes sobre aquella hazaña regaba mi cabeza. Se abría la veda para las preguntas. El conductor era la víctima. “¿Cómo llegaron hasta allí?, ¿qué vieron cuando llegaron?, ¿cuánto tiempo tardaron en llegar? -no sé por qué a los niños nos intriga tanto la duración de los viajes, es como si nos fuera la vida en ellos; aunque pensándolo bien, gran parte de nuestra vida se nos va en ellos-, ¿cuántas personas fueron?, ¿por qué no fue ninguna chica?, ¿fue entonces cuando llevaron a Laika?, ¿por qué no se quedaron más tiempo?, ¿dónde estabas tú cuando sucedió?”.
Cualquier otra persona no habría tardado ni dos minutos en pulsar el botón Turbo Boost del salpicadero, con el que se abría la capota del coche y el asiento del copiloto salía propulsado por los aires. Pero no. Mi abuelo era un hombre de pocas palabras y de mucha paciencia. No me acuerdo de ninguna de sus respuestas, pero tengo grabado a fuego en mi memoria la sonrisa que me dedicaba en cada una de ellas.
Mi abuelo Alfonso y la Luna. Seguro que allá donde esté ya se ha dado algún que otro paseo mañanero (de aquellos a los que nos tenía acostumbrados) sobre la superficie del satélite, saboreando, ya sin preocupaciones pulmonares (aunque ciertamente él nunca las tuvo), un paquete de Ducados.
Más o menos por aquella época, recuerdo que en la clase de música del Colegio Breogán (los viernes, creo), mis compañeros y yo formábamos un círculo de micos con la profesora, Amada, en el centro. Entonces, cantábamos juntos: “Al sol le llaman Loren- Lorenzo y a la Luna, Luna Catalina- lina…”. Todo ello aderezado con maracas, triángulos y cajas chinas.
La vida es una continua elección. Sol o Luna. Yo siempre he sido más de Catalina. La Luna tiene un halo misterioso que la hace desesperadamente atractiva. Sé poco de ella, pero ella me conoce casi como si me hubiera parido. Hijo de la Luna que cantaba Mecano. No me extrañaría nada que Chelito fuera su reflejo en el Planeta Azul. Energía sobrehumana, siempre de cara, luz en la oscuridad, guía eterna. Movimiento permanente y reflexión profunda.
Vivo en un segundo piso, a un abismo de “la gran aspirina”. Sin embargo, asomarme a la terraza de la cocina, ya dentro de una noche cerrada, y verla ahí, humilde y altanera a la vez, bailando entre la Torre Picasso y las Torres KIO, es como tenerla a un palmo de distancia.
Decía que ella me conoce muy bien porque siempre ha sido mi primera opción a la hora de las confesiones (con permiso de Volga). Agobios de exámenes, incertidumbres familiares, dudas, pérdidas, esperanzas, desencuentros, miedos,… Quedábamos a una hora en la que el Sol estuviera escondido. Ella, desde la perpendicular sobre algún lugar de la Castellana; yo, asomado a mi terraza. Nos desahogábamos hasta secarnos. Yo a ella siempre la he conocido así. Lo del hielo también es nuevo para mí.
La Luna desprende magia. Mirarla es abstraerse de la realidad y emprender un viaje de fantasía. Muchas veces he pensado lo apasionante, y peligroso a la vez, que sería emigrar durante unos años a nuestra pequeña vecina. Apasionante: descubriendo lo desconocido, sintiendo in situ lo que he deseado sentir a cientos de miles de kilómetros, observando desde su mirador más apuesto la belleza del planeta en el que hemos nacido y en el que moriremos. Peligroso: conociéndome más y mejor a mí mismo, ahogándome en una ansiedad remota, echando en falta a personas y situaciones que aquí me agobian. Pero me encantaría, aunque sólo fuera un breve paseo, arrastrar las zapas por el polvo lunar, sentarme a escribir mientras escucho música en alguna roca del satélite. Debe ser un lugar inmejorable para pensar.
La Luna, a diferencia de nuestra estrella, rara vez se esconde. Alguna que otra vez no puede evitarlo, pero es reconfortante alzar la vista un día de agosto y verla ahí arriba, blanca y brillante como el satén. Era un día de agosto, creo que el 10, del año 2002. El reloj digital marcaba las 7.30 y un grupo de amigos, entre los que yo me encontraba, disfrutábamos de una tarde de vacaciones en Tamames (Salamanca) jugando al frontón. Yo acababa de palmar mi partido (cosa rara, ejem ejem, jeje) y decidí descansar tumbándome boca arriba en el cemento hirviente, fuera de los límites de la pista. Entre la inmensidad del cielo más azul que jamás haya visto se asomaba orgullosa una “c” calcárea. Era como ver un oasis en medio del océano infinito. Ninguna nube, ningún ave, ningún avión, sólo mi amiga (o mitad de ella). El tiempo se detuvo, no oía nada, no sentía nada. Todo paz.
Tiene poderes. Maneja los mares a su antojo, altera a las personas, habla con los animales y mantiene a raya a todo un planeta. Tengo un amigo que no lo está pasando muy bien últimamente. No le conozco desde hace mucho tiempo, pero en los momentos que hemos compartido juntos me ha demostrado que es una buena persona. Un chaval tierno y espontáneo, que rezuma energía por los cuatro costados y que aporta unas dosis de intensidad a todas sus acciones que acaban por arrastrarte como si de un tornado se tratara. Por si esto fuera poco, comprensión le sobra, rebosa inteligencia y tiene la simpatía y el buen humor por condena. Ella te va a echar una mano, amigo.
“You saw me standing alone…”. Siempre me ha gustado “Blue moon”. La verdad es que nunca me ha quedado claro cuándo está en fase Menguante y cuándo en Creciente. El otro día, cuando salía de la facultad de Derecho de la Autónoma acompañado del mejor periodista, mi amiga se nos presentó más cariñosa que nunca. Dibujaba una sonrisa perfecta y estaba coronada con la estrella más luminosa del firmamento. Allí estaba ella, inyectándonos toneladas de optimismo en un momento en el que el serrano y su amigo estaban muy necesitados, haciéndoles ver que no están solos, que pase lo que pase ella estará siempre ahí: lista para escuchar, preparada para consolar.
La Luna une vidas. Te pueden separar cientos y cientos de kilómetros de otra persona, sin embargo, ella nos ve a los dos, y nosotros nos reflejamos en ella. Nuestro espejo, nuestro lazo. En un mismo instante, con ella de nexo, estamos unidos.
Tiene una cara oculta. En eso se parece a nosotros. Cada día nos conocemos un poco más a nosotros mismos, nos descubrimos facetas nuevas totalmente ignoradas hasta ese momento. Pero no sólo ocurre con el conocimiento propio. Nunca nos damos a conocer totalmente a los demás. No sé si voluntaria o involuntariamente, pero siempre nos guardamos algún que otro secreto. También nosotros tenemos nuestro rincón oculto.
Tiene cuatro fases. En eso también se parece a nosotros. Nueva: casi imperceptible, pero vigilante a cualquier movimiento. Pasa desapercibida para el público en general, pero para unos pocos “lunáticos” proyecta la luz más intensa que se pueda imaginar. Creciente o Menguante: el vaso medio lleno o medio vacío. Has superado la asignatura más difícil con un aprobado, pero habías completado un examen para sobresaliente. Una de cal y una de arena. No se sabe qué esperar de ella, totalmente impredecible, capaz de llevarte al Paraíso, capaz de bajarte a los Infiernos. Decepcionante e ilusionante. Llena: pletórica, arrebatadoramente hechicera. Con ella a tu vera no hay lugar para preocupaciones o angustias, la felicidad lo invade todo. Por desgracia, es inexistente, y si existe, es inalcanzable.
Como todos los días, anoche bajé la basura. Eran las 2 de la madrugada. El silencio a esas horas en la calle es ensordecedor. La sensación de caminar bajo las estrellas por el parque que separa mi casa de los cubos grises y amarillos no debe distar mucho de la de hacerlo por el cráter Shackleton. Calma. Eso es todo lo que hay. Ni coches, ni perros, ni siquiera el piar de algún pájaro con insomnio. Tampoco personas (y se agradece). Sólo una bolsa de plástico danzando al son de las ligeras corrientes de viento. Miro al cielo. No hace falta buscarla. Irrumpe poderosa de entre las nubes y me chista. Se me pone la piel de gallina imaginándome allí arriba. Solo, ya me lo dijeron en caló.
Tengo cuatro lunares que atraviesan mi cara.
Algún día cogeré la escalera y subiré con mi caña de pescar. Algún día.
He pasado allí horas y horas y, sin embargo, no he estado nunca.
El otro día se celebró en mi casa una reunión familiar, con tíos, primos, hermanos, sobrino,… En el salón, mientras ellos discutían sobre no se qué cuestión, yo pensaba. De repente, Dani me zarandeó de un hombro y me dijo: “Primo, que estamos aquí; baja a la Tierra, anda, que estás en la Luna”. Ojalá.
Corría el 20 de julio de 1989. Eran las 9 de la mañana y un extraño aire fresco invadía lo que estaba siendo un Madrid saharaui en aquel verano. Y allí estaba yo (sí, despierto en vacaciones antes de las 13 horas), sentado en el asiento del copiloto de un Mitsubishi Galant de color blanco con la única compañía de mi abuelo Alfonso; él al volante, por supuesto. Nuestro destino, Arroyomuerto; nuestro equipaje, toda la ilusión del mundo.
Recuerdo observar a mi abuelo santiguarse en el coche poco antes de emprender la marcha. Me extrañó, era la primera vez que veía hacerlo fuera de la Iglesia. No le pregunté el motivo del gesto. Lo supuse y, simplemente, le imité. Él era el jefe, además, ya habría tiempo para hacer preguntas durante el viaje.
Cuando divisábamos las murallas de Ávila, en el magazine matutino que nos amenizaba la marcha en el radiocasete del coche, comenzaron a charlar sobre la conmemoración del 20º aniversario de la llegada del hombre a la Luna. Una riada de interrogantes sobre aquella hazaña regaba mi cabeza. Se abría la veda para las preguntas. El conductor era la víctima. “¿Cómo llegaron hasta allí?, ¿qué vieron cuando llegaron?, ¿cuánto tiempo tardaron en llegar? -no sé por qué a los niños nos intriga tanto la duración de los viajes, es como si nos fuera la vida en ellos; aunque pensándolo bien, gran parte de nuestra vida se nos va en ellos-, ¿cuántas personas fueron?, ¿por qué no fue ninguna chica?, ¿fue entonces cuando llevaron a Laika?, ¿por qué no se quedaron más tiempo?, ¿dónde estabas tú cuando sucedió?”.
Cualquier otra persona no habría tardado ni dos minutos en pulsar el botón Turbo Boost del salpicadero, con el que se abría la capota del coche y el asiento del copiloto salía propulsado por los aires. Pero no. Mi abuelo era un hombre de pocas palabras y de mucha paciencia. No me acuerdo de ninguna de sus respuestas, pero tengo grabado a fuego en mi memoria la sonrisa que me dedicaba en cada una de ellas.
Mi abuelo Alfonso y la Luna. Seguro que allá donde esté ya se ha dado algún que otro paseo mañanero (de aquellos a los que nos tenía acostumbrados) sobre la superficie del satélite, saboreando, ya sin preocupaciones pulmonares (aunque ciertamente él nunca las tuvo), un paquete de Ducados.
Más o menos por aquella época, recuerdo que en la clase de música del Colegio Breogán (los viernes, creo), mis compañeros y yo formábamos un círculo de micos con la profesora, Amada, en el centro. Entonces, cantábamos juntos: “Al sol le llaman Loren- Lorenzo y a la Luna, Luna Catalina- lina…”. Todo ello aderezado con maracas, triángulos y cajas chinas.
La vida es una continua elección. Sol o Luna. Yo siempre he sido más de Catalina. La Luna tiene un halo misterioso que la hace desesperadamente atractiva. Sé poco de ella, pero ella me conoce casi como si me hubiera parido. Hijo de la Luna que cantaba Mecano. No me extrañaría nada que Chelito fuera su reflejo en el Planeta Azul. Energía sobrehumana, siempre de cara, luz en la oscuridad, guía eterna. Movimiento permanente y reflexión profunda.
Vivo en un segundo piso, a un abismo de “la gran aspirina”. Sin embargo, asomarme a la terraza de la cocina, ya dentro de una noche cerrada, y verla ahí, humilde y altanera a la vez, bailando entre la Torre Picasso y las Torres KIO, es como tenerla a un palmo de distancia.
Decía que ella me conoce muy bien porque siempre ha sido mi primera opción a la hora de las confesiones (con permiso de Volga). Agobios de exámenes, incertidumbres familiares, dudas, pérdidas, esperanzas, desencuentros, miedos,… Quedábamos a una hora en la que el Sol estuviera escondido. Ella, desde la perpendicular sobre algún lugar de la Castellana; yo, asomado a mi terraza. Nos desahogábamos hasta secarnos. Yo a ella siempre la he conocido así. Lo del hielo también es nuevo para mí.
La Luna desprende magia. Mirarla es abstraerse de la realidad y emprender un viaje de fantasía. Muchas veces he pensado lo apasionante, y peligroso a la vez, que sería emigrar durante unos años a nuestra pequeña vecina. Apasionante: descubriendo lo desconocido, sintiendo in situ lo que he deseado sentir a cientos de miles de kilómetros, observando desde su mirador más apuesto la belleza del planeta en el que hemos nacido y en el que moriremos. Peligroso: conociéndome más y mejor a mí mismo, ahogándome en una ansiedad remota, echando en falta a personas y situaciones que aquí me agobian. Pero me encantaría, aunque sólo fuera un breve paseo, arrastrar las zapas por el polvo lunar, sentarme a escribir mientras escucho música en alguna roca del satélite. Debe ser un lugar inmejorable para pensar.
La Luna, a diferencia de nuestra estrella, rara vez se esconde. Alguna que otra vez no puede evitarlo, pero es reconfortante alzar la vista un día de agosto y verla ahí arriba, blanca y brillante como el satén. Era un día de agosto, creo que el 10, del año 2002. El reloj digital marcaba las 7.30 y un grupo de amigos, entre los que yo me encontraba, disfrutábamos de una tarde de vacaciones en Tamames (Salamanca) jugando al frontón. Yo acababa de palmar mi partido (cosa rara, ejem ejem, jeje) y decidí descansar tumbándome boca arriba en el cemento hirviente, fuera de los límites de la pista. Entre la inmensidad del cielo más azul que jamás haya visto se asomaba orgullosa una “c” calcárea. Era como ver un oasis en medio del océano infinito. Ninguna nube, ningún ave, ningún avión, sólo mi amiga (o mitad de ella). El tiempo se detuvo, no oía nada, no sentía nada. Todo paz.
Tiene poderes. Maneja los mares a su antojo, altera a las personas, habla con los animales y mantiene a raya a todo un planeta. Tengo un amigo que no lo está pasando muy bien últimamente. No le conozco desde hace mucho tiempo, pero en los momentos que hemos compartido juntos me ha demostrado que es una buena persona. Un chaval tierno y espontáneo, que rezuma energía por los cuatro costados y que aporta unas dosis de intensidad a todas sus acciones que acaban por arrastrarte como si de un tornado se tratara. Por si esto fuera poco, comprensión le sobra, rebosa inteligencia y tiene la simpatía y el buen humor por condena. Ella te va a echar una mano, amigo.
“You saw me standing alone…”. Siempre me ha gustado “Blue moon”. La verdad es que nunca me ha quedado claro cuándo está en fase Menguante y cuándo en Creciente. El otro día, cuando salía de la facultad de Derecho de la Autónoma acompañado del mejor periodista, mi amiga se nos presentó más cariñosa que nunca. Dibujaba una sonrisa perfecta y estaba coronada con la estrella más luminosa del firmamento. Allí estaba ella, inyectándonos toneladas de optimismo en un momento en el que el serrano y su amigo estaban muy necesitados, haciéndoles ver que no están solos, que pase lo que pase ella estará siempre ahí: lista para escuchar, preparada para consolar.
La Luna une vidas. Te pueden separar cientos y cientos de kilómetros de otra persona, sin embargo, ella nos ve a los dos, y nosotros nos reflejamos en ella. Nuestro espejo, nuestro lazo. En un mismo instante, con ella de nexo, estamos unidos.
Tiene una cara oculta. En eso se parece a nosotros. Cada día nos conocemos un poco más a nosotros mismos, nos descubrimos facetas nuevas totalmente ignoradas hasta ese momento. Pero no sólo ocurre con el conocimiento propio. Nunca nos damos a conocer totalmente a los demás. No sé si voluntaria o involuntariamente, pero siempre nos guardamos algún que otro secreto. También nosotros tenemos nuestro rincón oculto.
Tiene cuatro fases. En eso también se parece a nosotros. Nueva: casi imperceptible, pero vigilante a cualquier movimiento. Pasa desapercibida para el público en general, pero para unos pocos “lunáticos” proyecta la luz más intensa que se pueda imaginar. Creciente o Menguante: el vaso medio lleno o medio vacío. Has superado la asignatura más difícil con un aprobado, pero habías completado un examen para sobresaliente. Una de cal y una de arena. No se sabe qué esperar de ella, totalmente impredecible, capaz de llevarte al Paraíso, capaz de bajarte a los Infiernos. Decepcionante e ilusionante. Llena: pletórica, arrebatadoramente hechicera. Con ella a tu vera no hay lugar para preocupaciones o angustias, la felicidad lo invade todo. Por desgracia, es inexistente, y si existe, es inalcanzable.
Como todos los días, anoche bajé la basura. Eran las 2 de la madrugada. El silencio a esas horas en la calle es ensordecedor. La sensación de caminar bajo las estrellas por el parque que separa mi casa de los cubos grises y amarillos no debe distar mucho de la de hacerlo por el cráter Shackleton. Calma. Eso es todo lo que hay. Ni coches, ni perros, ni siquiera el piar de algún pájaro con insomnio. Tampoco personas (y se agradece). Sólo una bolsa de plástico danzando al son de las ligeras corrientes de viento. Miro al cielo. No hace falta buscarla. Irrumpe poderosa de entre las nubes y me chista. Se me pone la piel de gallina imaginándome allí arriba. Solo, ya me lo dijeron en caló.
Tengo cuatro lunares que atraviesan mi cara.
Algún día cogeré la escalera y subiré con mi caña de pescar. Algún día.
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