domingo, 7 de diciembre de 2008

¿Qué? ¿Quién? ¿Dónde? ¿Cuándo? ¿Cómo? ¿Por qué?

A Jordi Hurtado,

me encanta preguntar. No son cuestiones banales improvisadas para crear conversación. Simplemente tengo curiosidad por saber acerca de mi interlocutor. Lógicamente, mi interés por la otra persona determina en gran medida el tipo de pregunta, pero resulta rara la ocasión en la que no sienta ningún tipo de deseo por conocer algo de mi compañero de diálogo. Reconozco que iniciar conversaciones no es mi principal habilidad, pero, una vez dentro, la pregunta es inevitable.

Creo que la curiosidad por los demás es innata al ser humano. Somos seres que necesitamos relacionarnos, sentirnos queridos, sentirnos pertenecientes a algún grupo. Qué mejor forma de conseguir estos objetivos que conociendo a los que nos rodean. Saber lo que les inquieta, lo que les apasiona, sus aspiraciones, sus frustraciones… Su presente, su pasado y su futuro.

En mí, esta naturaleza curiosa en ocasiones roza la enfermedad. Escuchar las vivencias más excitantes de otros me apasiona. Pero no sólo los capítulos más felices, tristes, emocionantes o singulares, sino también los momentos más cotidianos, situaciones de la vida diaria por las que todos nosotros pasamos de lunes a domingo. No sólo episodios del pasado, sino también sus previsiones de vida para el futuro. Cuál sería su reacción ante la llegada de un determinado reto, qué temen, qué aman, qué odian, qué esperan… Sus opiniones sobre temas trascendentales o sobre cuestiones de lo más usual, desde el sentido de la vida hasta la forma de hacer la cama.

Sin embargo, el ánimo de conocer a la hora de cuestionar no siempre se cumple. En muchas ocasiones las personas preguntan sin ningún ánimo de saber. Su única pretensión es la de matar el silencio. No soportan los, para algunos incómodos, pero siempre necesarios, momentos de escuchar el mundo. Cómo habla una ráfaga de viento (American Beauty de nuevo, lo siento, jeje), lo que le cuentan las gotas de lluvia al asfalto, los alocados monólogos de nuestros amigos los perros, de los pájaros, o del estruendo de los cláxones de los coches o de las obras,… de nuestro entorno, de nuestra vida. No entiendo a estos negadores de la realidad.

En este sentido, hay algo que me inquieta y a lo que no encuentro explicación. Me refiero a algo que me lleva ocurriendo a menudo de un tiempo a esta parte. Una conversación con un amigo que desemboca en una pregunta concreta de su parte sobre algo de mi vida, cuyo objetivo no es saciar ninguna duda razonable. Me explico, la otra persona no tiene ningún interés en conocer la respuesta que me dispongo a ofrecerle. En realidad, no sé qué finalidad tiene su interrogante, pero estoy seguro que no les importa en absoluto mi contestación. Quizá, sólo sea para dar un giro al tema de conversación o simplemente para iniciarla o para acabar con la (supuesta) incomodidad del silencio… no lo sé. “¿Por qué me pregunta esto si no le interesa la respuesta?”, me pregunto, valga la redundancia.

Me encanta preguntar porque lo que viene después es impredecible. Primero la reacción, luego la decisión, y posteriormente el relato, aderezado con la función teatral de gestos, expresiones y demás ingredientes del mismo. La primera reacción ante la pregunta es un síntoma claro de lo que viene a continuación. Sorpresa, incredulidad, desconfianza, emoción… Luego llega la decisión del cuestionado, si responder o no. Y en caso afirmativo, comienza el viaje hacia otro mundo.

Y es que escuchar historias vividas por los demás te transporta a su singular mundo. Atender a tu narración sobre lo que sucedió aquel martes y 13 de diciembre en aquella cafetería me sitúa en la mesa de al lado, junto a la vuestra. Os miro y una sonrisa de complicidad se instala en mi cara. La sensación de trasladarme a aquel momento mientras te escucho va incluso más allá. Puedo hasta ver a través de tus ojos, escuchar los latidos acelerados de tu corazón y sentir el sudor de las palmas de tus manos.

Se trata de hacer tuyos momentos de una vida ajena. Colarte, por un instante, en su pasado y descubrir un universo nuevo, su universo. Sentir sus sentimientos y vivir sus vivencias. Es jugar a ser otra persona o, si se prefiere, contemplarla in situ desde fuera. Puedes protagonizar la película o, simplemente, sentarte en una butaca a verla. Una película real, que ha sucedido, sin efectos especiales ni giros de guión, un hecho auténtico experimentado por alguien cercano a ti.

Como aquel parto interminable, inenarrable, pero increíblemente sensacional. Te acompaño desde que te despiertan, en plena madrugada, las primeras contracciones madrileñas, hasta la venida al mundo de esa preciosa chiquilla en tierras jienenses. Te veo sufrir de dolor, te veo llorar de alegría. Casi hasta padezco tu sufrimiento, casi hasta siento tu felicidad. Descubro junto a ti lo que significa traer a la vida a una persona.

Escuchar sucesos ajenos vividos por personas a las que quieres supone una cierta invasión vital. Pero en esta ocupación no hay atentados suicidas, ni armas de destrucción masiva, hay un gran deseo por profundizar en lo más íntimo de esos seres. Recordando tu arriesgado viaje a París, 32 horas de autobús, una final histórica,… Tus solitarias tribulaciones en la ciudad del Sena no lo eran tanto, yo estaba allí, a tu lado, contemplando Notre Dame y disfrutando de Henrik Larsson repartiendo asistencias a diestro y siniestro.

Todos estos particulares cuentacuentos me llevan de ruta por sus recuerdos hasta dejarme abandonado a mi suerte en su corazón. Disfruto al lado de un motero viendo a Olga jugar con Iván y Carmen, salto junto a un hermano mientras escuchamos a Maximo Park en el último Summercase, camino de la mano por el Paseo Marítimo de Gijón con una Santa adolescente, acompaño en el asiento de atrás de un coche de autoescuela a una periodista genial, presencio la reunión de un claustro universitario repleto de carcamales que tratan de complicar los inicios a la mejor profesora del mundo,…

Me congelo de hielo en Rusia con un chaval que no sabe qué demonios está haciendo allí, bailo en LaLola al son de “The girl from Mars” de la mano de un DJ nazarí, me emborracho con macetas de sangría al lado de una chica de Villaverde y otra de Valdemoro, un demente reconocido me presenta a Alaska en el Pentagrama, me muero de los nervios justo antes de actuar en el primer gran casting de una ingeniera, acudo al inicio de una amistad entre el mejor graffitero de España y los muros serbios, ayudo a un vasco universal a arreglar el Mundo, me tiro en paracaídas inmediatamente después de que lo hayan hecho una atlética cumpleañera y un templario madridista,…

He vivido todos estos momentos gracias a vosotros. Y muchos más que me quedan por vivir… si me dejáis.

Para aterrizar de lleno en estos capítulos se necesitan mucho más que palabras. Como decía antes, gestos y sensaciones son los billetes imprescindibles para emprender un viaje inolvidable, para subirse al álbum de fotos de la otra persona y vivir la película de su vida. Los ojos, las manos, el tono de voz, la gestualidad, la sonrisa,… son medios de transporte que tienen por destino historias fascinantes a las que nos envían, más deprisa o más despacio, por un camino u otro, dependiendo de su intensidad.

Reconozco que muchas veces mis oídos han cerrado sus puertas para dejar vía libre a la observación visual. El brillo de la mirada del protagonista del relato, durante la conversación, transmite tanta energía que casi se podría ver a través de sus ojos. La mirada perdida te acompaña en sus experiencias. Luego está la sonrisa. Esa maldita delatora que te ayuda a descubrir algunos de los momentos más especiales vividos por tu conversante. Aparece como por arte de magia, como ese invitado al que nadie esperaba pero que todos se alegran de ver. Y lo mejor de todo es que se contagia al instante y que no te abandona durante toda la velada. Los movimientos de las manos, la cadencia de la voz, la postura del cuerpo,… todo ello forma parte de la obra de teatro a la que asistes encantado.

Una pregunta es una llamada a la puerta de la intimidad de otra persona. Te pueden abrir y enseñarte la casa, puede que no hayan escuchado el timbre, puede que no te quieran abrir, y puede, incluso, que no haya nadie.

Me encanta visitaros.

1 comentario:

Unknown dijo...

Eres un poeta, un maetro de la palabra. Y lo mejor de todo es que eres uno de los cuatro mosqueteros getafenses. Ese garito nazarí ya pereció. Pero ojalá no se detenga la músíca en nuestros corazones.
Te quiero amigo.