jueves, 30 de octubre de 2008

Un mundo feliz

Al vigilante de las pistas de tenis del polideportivo,

la mayoría de las tardes (cuando salgo de trabajar a una hora reconocida por la Unesco) vuelvo a casa en autobús. Dos paradas después de haberme subido al bule suelen hacerlo un grupo de discapacitados psíquicos provenientes de una escuela especial cercana.

Me acuerdo que de pequeño, paseando una tarde con mis padres por un parque que hay junto a mi casa, me encontré de bruces con varios chavales con síndrome de Down, que tendrían más o menos mi edad de entonces (unos 10 años). Los críos iban jugando con un balón de playa (el típico de Nivea) gritando como posesos, empujándose y riéndose a carcajada limpia. Recuerdo que me causaron una sensación tremenda. Mitad asombro, mitad miedo.

Me asombró la violencia y el barullo que estaban montando corriendo detrás de la enorme pelota arrasando con todo lo que se les ponía delante (incluyéndome a mí). Me asustó su forma tan extraña de hablar, el tono tan grave de sus voces siendo tan pequeños como yo, las dificultades que tenían para moverse y también sus rostros. Mis padres se debieron dar cuenta de las sensaciones que aquellos chicos habían causado en mí porque me viene a la mente (aunque no me acuerdo de las palabras exactas) que me tranquilizaron con alguna frase del tipo "no pasa nada, son niños normales pero que tienen una enfermedad".

Unos meses más tarde metieron en nuestra clase del colegio a un chico llamado Alberto, un par de años mayor que todos nosotros, y que padecía una ligera discapacidad psíquica. Se integró rápidamente en el grupo. Recuerdo que al ser más alto y más fuerte que la mayoría de nosotros siempre le elegíamos el primero cuando hacíamos los equipos para jugar al fútbol, era nuestro Casillas particular. Le cojimos mucho cariño, pero al poco tiempo se marcho a otro colegio.

Hablo desde del desconocimiento, tanto en las distintas variedades de discapacidad psíquica que existen como de haber convivido diariamente con ellos, pero lo cierto es que hoy, cuando veo subir al bus a ese grupo de siete u ocho jóvenes despiertan en mí una admiración enorme.

Se les ve felices. Sonríen, juegan, cantan,...y eso en un autobús lleno, ¡qué no serán capaces de hacer a campo abierto! Admiro su expresividad, su manera de hacer y de decir las cosas, directamente, sin tapujos ni complejos. El eufemismo no está hecho para ellos. Hacen lo que quieren hacer y dicen lo que quieren decir, sin ataduras ni prejuicios, sin comerse la cabeza pensando en las consecuencias. Me resulta curioso su comunicación gestual o corporal. Los abrazos, los besos, el contacto físico en general, cogerse de la mano, tocarse la cara,...No conocen la cobardía. Mientras ellos viven desnudos, nosotros caminamos por la vida vestidos y abrigados cual habitantes de Reikjavik. Tenemos mucho que aprender de las personas con síndrome de Down.

Son tábula rasa. La maldad brilla por su ausencia en su comportamiento, tan inocente e infantil que despiertan una ternura brutal. Dan la sensación de vivir la vida minuto a minuto, saborear cada momento sin pensar en lo que tienen que hacer dentro de una hora o mañana o el mes que viene. Son adultos con metalidad de niños (de estos también los hay con plena capacidad mental). Su única preocupación es disfrutar, difrutar y difrutar.

Me pregunto qué se les pasará por la cabeza cuando, por casualidad, un día viendo la TV escuchen hablar de la economía, del paro, del terrorismo, de la pobreza, de la discriminación, de la guerra...-¡Este mundo está loco!, seguramente piensen -Menos mal que este no es mi mundo, dirán. Me gustaría estar en el vuestro.

No hay comentarios: