viernes, 31 de julio de 2009

La pulsera y el puzzle

A Sigur Rós y su fan de Winchester,

El agua templada de la ducha caía con fuerza sobre la cabeza de Pedro. Pese a estar en pleno mes de agosto, él no era de los que bajaban unos cuantos grados la temperatura del agua para asearse. Con la mano derecha apoyada en la pared que tenía enfrente y con la cabeza gacha observando cómo el chorro del agua se perdía por el desagüe, Pedro Parquero no dejaba de repetirse que se estaba equivocando. Tenía 50 minutos por delante antes de encontrarse con María.

Ya fuera de la ducha, y mientras las gotas que aún poblaban sus hombros iniciaban una carrera desenfrenada hacia el suelo dejando tras de sí un surco transparente, Pedro se vio reflejado en un pequeño resquicio que el vaho había dejado en el gran espejo del baño. Mirándose fijamente a los ojos y negando con la cabeza en señal de confusión, se mordió los carrillos –algo que solía hacer a menudo- con tanta violencia que saboreó su propia sangre.

Él no quería ir a esa cita. Sabía que su verdadero lugar se encontraba a varios kilómetros de la urbanización Bellas Vistas, en plena calle Francos Rodríguez, donde se había emplazado con María. La eternidad se apropiaba de cada segundo que transcurría mientras Pedro se vestía con unos vaqueros rotos, se engominaba el flequillo tratando de emular a un famoso actor de origen tahitiano, se enfundaba una camiseta heredada de su hermano mayor y se lloraba con gotas de un perfume regalo de una amiga del trabajo.

Cada paso que daba, del cuarto de baño a la habitación y de ahí a la cocina, era un paso más que le alejaba de su verdadero camino. Quedaban 35 minutos para el encuentro. Una vez arreglado y acicalado, con la cartera, el móvil y las llaves en los bolsillos, Pedro se sentó en una de las esquinas de su cama. Fijó sus ojos en la pulsera roja que bailaba en su delgada muñeca derecha y recordó como, apenas tres meses antes, Juana se la había regalado en plena playa de San Lorenzo como recuerdo de los siete días más maravillosos que ambos habían disfrutado en sus aún cortas vidas.

Con la ciudad de Jovellanos como escenario, Pedro y Juana Gris desearon que esa semana no tuviera fin, que cada vivencia compartida se prolongara hasta el infinito y que el tiempo se tomara un respiro y cesara en su sincesar. Los dos descubrieron, entre sidras y cabrachos, que sus vidas no se separarían nunca, que eran las piezas con las que ambos completaban su puzzle, el puzzle de la felicidad. Un mes después, ya en la capital, aquel descubrimiento saltó por los aires echo añicos cuando Pedro sorprendió a Juana llorando por la llegada a su vida de un extraño, pero interesante y apuesto, compañero de trabajo. Estaba confusa y las dudas la aguardaban en cada esquina.

Pedro se levantó de la cama, se secó las lágrimas que se habían asomado para contemplar la pulsera y salió de su casa camino de María. Su caminar era tembloroso, inseguro, sin saber muy bien el destino de sus pasos. Pero los daba, y a cada uno de ellos el corazón le palpitaba más deprisa. Se repetía una y otra vez en voz baja que se estaba equivocando, y con cada nuevo aviso aceleraba su andar. Entró en el autobús y picó el billete con la mano derecha. Un súbito escalofrío, como el que provoca una díscola gota de lluvia colada de improviso por el cuello de la camiseta, le recorrió la columna vertebral al reparar de nuevo en la pulsera. Apartó la vista y se sentó en el último asiento, solo.

Movía mecánicamente la pierna izquierda, los nervios le atenazaban y las palmas de las manos le sudaban sin parar. El corazón le pesaba demasiado, se había vuelto duro como una roca de mármol. Lo había hinchado a base de mentiras y ahora cargaba con él como una losa. Se bajó del autobús una parada antes de la que correspondía a Bellas Vistas. Echó a andar, llegaba tarde. Vio a María a lo lejos, en la acera de enfrente, esperándole a la sombra de un chopo de poca edad. Pedro se detuvo. Cerró sus puños con fuerza dejando los nudillos blancos como las zapatillas de deporte que vestía. Se sentó en un banco próximo sacó el móvil y escribió un sms: Ola Maria,no voy a podr qedar.E comtido un gran error.Lo siento,dverdad.1bso.

Se levantó del banco, puso rumbo meridional, y sin soltar el móvil escribió con su mano derecha otro sms: Hola Juana. Sé que eres tú, todo lo demás no me importa. Lucharé lo que tenga luchar y esperaré lo que tenga que esperar. Eres tú.

Y por primera vez, Pedro sintió que no se estaba equivocando y que sus pasos le devolvían al camino correcto.

FC! :-)

domingo, 26 de abril de 2009

Viernes autónomo

A las ramas de pino,

El viernes, dos almas inseparables, cansadas de pasar la pelota por encima de la red, hallaron la respuesta. En un campus universitario septentrional, ya entrada la medianoche, y con la única compañía de dos gatos empeñados en cantar, dos perdidos vieron la luz. Postrados en un banco de madera y ante la atenta mirada de un Fiat Punto que escupía música de Radio 3, los dos tenistas de mesa rebuscaron en su interior hasta sacarse las tripas y los corazones.

Hablaron de la vida bajo una luz liviana de color naranja procedente de una farola cercana. Entre el candil y la tierra se interponía una infinidad de ramas gruesas de un pino que abrazaba al segoviano y al gijonés. De tal forma que aquel asfalto autónomo dibujaba un precioso collage de luces y sombras a imagen y semejanza del sistema circulatorio humano o del mapa del Metro de Madrid.

Los dos abogados vislumbraron en aquel juego de claridad y oscuridad, de ríos negros sobre mesetas naranjas, una metáfora real de la existencia. La vida son luces y sombras, necesarias e inevitables. Si la farola nos iluminara sin ningún obstáculo nos deslumbraría hasta dejarnos ciegos. Es verdad, en los primeros momentos el camino estaría claro gracias al brillo directo. Sin embargo, con el tiempo nuestros ojos empezarían a agotarse borrachos de tanto fuego hasta que, en un momento determinado, acabaríamos por no ver nada. Todo sería negro. La luz nos llevaría finalmente a la oscuridad.

Las ramas nos dan la vida. Son esos acicates que se hacen imprescindibles en los momentos de falsa ilusión. Esos condimentos que dan valor, sabor y emoción a la ensalada de nuestra historia.

En el trascurso de estas reflexiones fueron muchos los nombres propios que salieron de nuestras bocas, desde Ernest Hemingway pasando por Vanexxa, desde Federico García Lorca hasta Brian Molko. Pero, sobre todos ellos, reparamos en un poeta sevillano del que hacía mucho tiempo que no hablaba con nadie. El director y el adjunto del Daily Radical trataron de recordar el tenor literal de los maravillosos A un olmo seco y Caminante, no hay camino basándose en las canciones de Serrat. De la primera poesía me viene a la cabeza la imagen de estar aprendiéndomela durante días en casa de mis abuelos y recitarla después en clase de Lengua, en el Breogán. De la segunda, escucharla cantada por Serrat en una cinta cassette camino de Salamanca en el coche.

Ambas obras, inigualables.


A un olmo viejo

Al olmo viejo, hendido por el rayo
y en su mitad podrido,
con las lluvias de abril y el sol de mayo
algunas hojas verdes le han salido.

¡El olmo centenario en la colina
que lame el Duero! Un musgo amarillento
le mancha la corteza blanquecina
al tronco carcomido y polvoriento.

No será, cual los álamos cantores
que guardan el camino y la ribera,
habitado de pardos ruiseñores.

Ejército de hormigas en hilera
va trepando por él, y en sus entrañas
urden sus telas grises las arañas.

Antes que te derribe, olmo del Duero,
con su hacha el leñador, y el carpintero
te convierta en melena de campana,
lanza de carro o yugo de carreta;
antes que rojo en el hogar, mañana,
ardas en alguna mísera caseta,
al borde de un camino;
antes que te descuaje un torbellino
y tronche el soplo de las sierras blancas;
antes que el río hasta la mar te empuje
por valles y barrancas,
olmo, quiero anotar en mi cartera
la gracia de tu rama verdecida.
Mi corazón espera
también, hacia la luz y hacia la vida,
otro milagro de la primavera.




Caminante, no hay camino

Todo pasa y todo queda,
pero lo nuestro es pasar,
pasar haciendo caminos,
caminos sobre el mar.

Nunca perseguí la gloria,
ni dejar en la memoria
de los hombres mi canción;
yo amo los mundos sutiles,
ingrávidos y gentiles,
como pompas de jabón.

Me gusta verlos pintarse
de sol y grana, volar
bajo el cielo azul, temblar
súbitamente y quebrarse...

Nunca perseguí la gloria.

Caminante, son tus huellas
el camino y nada más;
caminante, no hay camino,
se hace camino al andar.

Al andar se hace camino
y al volver la vista atrás
se ve la senda que nunca
se ha de volver a pisar.

Caminante no hay camino
sino estelas en la mar...

Hace algún tiempo en ese lugar
donde hoy los bosques se visten de espinos
se oyó la voz de un poeta gritar
"Caminante no hay camino,
se hace camino al andar..."

Golpe a golpe, verso a verso...

Murió el poeta lejos del hogar.
Le cubre el polvo de un país vecino.
Al alejarse le vieron llorar.
"Caminante no hay camino,
se hace camino al andar..."

Golpe a golpe, verso a verso...

Cuando el jilguero no puede cantar.
Cuando el poeta es un peregrino,
cuando de nada nos sirve rezar.
"Caminante no hay camino,
se hace camino al andar..."

Golpe a golpe, verso a verso.



Gracias Antonio.

Luces de bohemia

A Iberdrola,

Esta es la historia de la luz que ha iluminado gran parte de mi vida durante los últimos 10 años.

Trato de hacer memoria y no termino de recordar cuándo fue la primera vez que me diste sombra. Debió ser allá por 1997. En aquella época yo no era un experto en luminosidades y filamentos. De hecho, hubo un largo tiempo en mi juventud en el que cualquier artilugio que implicara corriente eléctrica me daba auténtico pavor. La curiosidad mató al gato, dicen. Yo de gatuno tengo poco, pero de curioso tengo para aburrir.

Una mañana, cuando ya llevaba vividos más de 1.825 días (con sus respectivas noches), las fuerzas y cargas electromagnéticas entraron en mi lista negra, justo delante de Teresa Rabal y justo detrás de los piojos. Mientras mis padres estaban trabajando, mis hermanos y yo quedábamos bajo la protección de Carmen, una de las muchas chicas que en aquella época venían a cuidarnos y a limpiar la casa los días de diario. Allí estaba este cuadradito en la pared. A apenas un palmo del suelo y con dos agujeros hechos a medida para mis dedos. El chispazo fue como el de un petardo, el sonido como una rama al crujir. Recuerdo a Flor venir corriendo. Según su versión, no lloré (yo no me acuerdo), pero mi cara era el vivo reflejo del susto más aterrador.

Ese susto se perpetuó durante años. Con el paso del tiempo, y alguna ayuda que otra a mi padre haciendo chapuzas en casa, el miedo al cobre fue desapareciendo. Tal es así, que empecé a sentir una especial diversión a la hora de cambiar bombillas. Me gustaba eso de enroscarlas y desenroscarlas. Era todo un ritual. Buscaba en el cajón de los cacharros de la luz una bombilla que tuviera las mismas características que la que acababa de perecer. Cogía la cajita de cartón que contenía la vela elegida. Sacaba la burbuja fundida del flexo, espejo, lámpara o cualquier otro soporte del que se tratara. Entonces llegaba el momento mágico, introducía el nuevo farol y creaba fuego. Lo giraba una y otra vez hasta que se hacía la luz. Lo desenroscaba un par de vueltas y el sol desaparecía. Lo volvía a virar y regresaba el resplandor. ¡Era capaz de hacer y deshacer la luz!

El miércoles fui al teatro a ver El Circo de los Horrores –Psicosis- (gracias Rous). Después de encontrarme con una gran persona en la cola de las taquillas, y teniendo como testigo a una flor amiga, uno de los personajes de la obra me anticipó que alguien moriría ese día. Nosotros nos reímos, pero el enterrador lo decía muy seguro y muy serio. Y no se equivocó. Por la noche, ya en la cama, mientras apuraba las últimas hojas de El Contador de Historias (un regalo inmejorable Clau), y con la exclusiva compañía del flexo de mi mesa, la oscuridad invadió mi habitación. Me levanté y encendí el interruptor de la lámpara grande de mi cuarto. “Se habrá desenchufado el flexo”, pensé. Qué ingenuo.

Siempre me ha hecho gracia esa palabra: “flexo”. No sé por qué pero me resulta curiosa. Suena a hueso de la pierna. “Ponedle dos gramos de epinefrina, se le ha roto el flexo por tres partes distintas”, dijo al examinarme la doctora Anna Del Amico en uno de los primeros capítulos de Urgencias (en mis sueños).

El caso es que el flexo de mi habitación lleva conmigo desde el Breogán. La bombilla muerta que aún descansa en sus entrañas lleva conmigo desde el instituto, algo que parece increíble teniendo en cuenta que todas las noches y muchas tardes de invierno y otoño ha sido mi sol. Su origen es francés, tal y como se lee en su copa, compatriota de Julio (desconozco por qué se suele castellanizar su nombre) Verne, autor de La Isla Misteriosa. Libro que leí bajo su amparo. Como Fray Perico y su Borrico o Spiderman o Un Mundo Feliz o Las Tribulaciones de un Chino en China o Marcelo Crecepelos o El Camino. Leer es vivir. Es sentirte parte de la historia que mascas con cada letra. Y ahí estabas tú, iluminando mi lectura.

60 watios. 60 pulsaciones por segundo eran las que yo padecía la noche antes de un examen mientras repasaba los apuntes a tu vera. Instituto, Selectividad, algo de Economía, mucho Derecho y unos pellizcos de Periodismo. Recuerdo la madrugada en la que, ya hastiado de empollar Derecho Administrativo II, descubrí que tu nombre pronunciado al revés sonaba como el mes en el nací mencionado por un iberoamericano. La de chorradas que he hallado en ti. Creo que hemos pasado juntos demasiado tiempo, con los libros de texto y los apuntes de celestinos.

Pero estabas a mi lado no sólo en los estudios. Gracias a Dios, tu amarillo también aparecía cuando me daba por escribir… En esos momentos, sólo deseaba ser tocado por tu luz confesora. Un bolígrafo, un cuaderno, la silla, la mesa y tú. Un brillo acogedor en momentos de desasosiego. Un calor amigo que animara al bolígrafo a danzar con el papel. Una antorcha que iluminara el camino de la traducción de mis sentimientos en tinta. Gracias.

230 voltios. 230 voltios de pánico recorrían mis venas cuando escuchaba las leyendas terroríficas de La Rosa de los Vientos y Milenio 3 en un ambiente de penumbra alimentado por tu destello tenue.

Has presenciado el parto de una perra, los ronroneos de una gata, la incineración de algunos mosquitos, los vicios de unos adolescentes, las reflexiones del tercero, las canastas de una fabada, los bailes de un coplero, los ronquidos de un serrano, incluso varios sueños de un enfermo.

Y todas las noches, a la hora de dormir y con el agua entre los dientes, te decía hasta mañana.

El miércoles el flexo no se había desenchufado. Simplemente tu vida se acabó. Te desenrosqué y vi cómo tu artería aorta estaba colgando. Tu llama se había extinguido.

El que sigue vivito y coleando es el osillo de Aarhus (Dinamarca), que se ha quedado a vivir en el hueso de mi pierna.

lunes, 13 de abril de 2009

Del destino y sus carcajadas

A una batería de música,

Tengo un amigo, un gran amigo, que al poco de conocerme me confesó que una de las características que más le sorprendía de mí era la facilidad y la rapidez con que variaba mi estado de ánimo. De un extremo al otro. Me vio hundido un lunes y exultante un martes. Sin embargo, lo más curioso no son esas dos variables en mi comportamiento sino la causa del mismo: un duende. Una pequeña bruja es quien, a base de magia, convierte al pensador en plastilina blanca o negra.

Escribe un alma confundida. Escribe desde el mismo lugar en el que apenas 24 horas antes podía tocar el cielo, coger una gigantesca luna llena (algo borrosa) y comérsela como si de una galleta oreo se tratara. ¿La causa? La bruja. Esta tarde el cielo está enmarañado. Sol y nubes, claros y sombras. La luz trata de asomar, los algodones tratan de sujetarla.

Es un sentimiento raro. Me recuerda a ese niño, tan mencionado por otro gran amigo, que pasea con su madre por la calle Preciados, cuando, de repente, algo le deslumbra desde un escaparate. El chiquillo se detiene delante del cristal, el mundo se para a su alrededor. En el mostrador emerge un juguete fascinante, fantástico. Ese con el que el niño siempre ha soñado, ese que siempre ha deseado, ese que sabe que lo disfrutará hasta la extenuación, ese y ningún otro. El pequeño, embrujado hasta los huesos, le pide, le ruega, le suplica a su madre su deseo. Entran a la tienda y al niño le tiemblan las piernas de los nervios. ¡Por fin! ¡Lo que llevaba esperando tanto tiempo! Ese crío no es feliz, la felicidad es ese crío. La madre habla con el tendero y vuelve hacia su hijo con cara de resignación. El juguete está vendido… El niño se hace pequeño, diminuto. El mundo no tiene sentido sin ese juguete. “Pero ¿y por qué está en el escaparate?”, se pregunta. Los nervios de éxtasis se transforman en tembleques de confusión. “Lo tengo ahí delante, ¡a dos metros!”, grita. Pero no está en venta. La progenitora trata de consolar al inconsolable. “Encontrarás otros juguetes que te gusten más, seguro, a todos los niños les pasa”. Pero el chaval sabe que no. Ese es único, es la horma de su zapato, es su alma gemela, es la sonrisa que necesita ver todos los días. No hay otra igual, ni parecida. Salen de la tienda y el pequeño se queda pegado al escaparate con la mirada impertérrita y perdida, con la que acaricia su sueño. Hace viento, y la brisa trae una mínima esperanza: quizá el comprador lo devuelva algún día o quizá el juguete regrese… También tengo un amigo que me dice que de esperanzas no se vive, pero es que de sueños rotos tampoco, Obi Wan. ¿Qué es mejor?

Me da la impresión de que el destino se ríe de mí. Ayer se acercaba, paseaba junto a él, a menos de un metro, sentía que disfrutaba y me hacía disfrutar a mí; “… destiny is calling me…” que cantan The Killers. Pero hoy se aleja, sin saber por qué. Sé que me faltan muchas cualidades, la decisión es una de ellas, pero pensaba que lo estaba superando. Parece que no. Quizá sea esa (otra vez) mi perdición. O quizá sea no haber escuchado las carcajadas del destino cuando todo parecía tan cerca.

No es fácil para nadie. Para la hechicera menos aún. Recuerdos, fotos, regalos, viajes, besos,… todo eso y mucho más debe estar circulando por su cabeza a una velocidad de vértigo. Además, a sumar otras cosas que hacen sufrir como si te clavaran espadas. La entiendo, pero también espero que ella comprenda que, por muy superhéroe que se sea, hasta Peter Parker tiene su corazoncito. Que duele. Que late. La entiendo, y el tiempo que haya que esperar será esperado. Pero duele. Pero la entiendo.

¿Tanto puede cambiarte una batería?

Si algo tiene que pasar, pasará. He tenido esa sensación con Periodismo y también con la nota musical. Nada más despedirme en el metro, de vuelta de un paseo agosteño con sandalias por el norte comercial. Mientras escribía mails. Cuando terminaba conversaciones de madrugada a caballo entre dos años. Justo después de tocar la carraca en el sur-centro. Al descubrirse una sonrisa tras abrir unos regalos tardíos. Mientras paseaban dos palestinos juntos. Y esto sólo en su presencia. Creo que acabo antes si digo que siempre.

La vida son señales y sentimientos. Destino y voluntad. Cuanto más conozco al duende, cada día descubro una nueva pista (un mismo recorrido sin saber, el examen y la Feria del Libro, mi prima y tu escritora,…), de hecho, creo que en su archivo no van a caber todas… La segunda premisa, en mí, está cumplida. La pregunta es: ¿y en la maga? Pero recupero lo que dije antes, entiendo a la bruja. Así que tiempo.

No me fui del andén y no me iré del escaparate. Esperaré al N14 y al juguete.

Te entiendo.

domingo, 12 de abril de 2009

Nombres propios

A los signos de puntuación,

Chelo y Juan. Jorge, Flor, María, Ele, Víctor, Adriel, Chelo, Tomás, Alfonso, Patro, Toyi, Paco, Inma, Antonio, Adi, Tomás, Espe, Mari Carmen, Miguel, Rosa, Fonsi, Toño, Josefina, Sivi, Conchita, Paco, Rafa, Angelines, Teresa, Paloma, Miguel Ángel, Alfon, Edel, Vicky, Dulce, Inés, Dani, Vanessa, Rocío, Athe, Miguel, Lucía, Pablito, Claudia, Lucía, Paula, Fran, Xavi, Joseba, Ángel, Jorge, Afri, Marcos, Zen, Volga, Zarpas, Noa, Ara, Tasti, Capri, Kiara, Coco, Duna, India, Roco, Darwin, Sorgin, Moher,…

… Jona, Patri, Nacho, Isa, Javi, Patri, Pilu, Raúl, Raffa, Rose, Chiki, Sandra, Sara, Ire, Carol, Ginger, Aida, Blanca, Eleno, Carlos, Sarita, Rosana, Marchante, Ylenia, Sarah, Isa, Moma, Al, Rober, Fer, Valerio, Blanca, Lore, Estrella, Juanmi, Irene, Mar, Diego, Pituisa, Mire, Annika, Sheila, Rakeliya, Noe, Rocio, Sofía, Estefa, Bego,…

… Marta, Nacho, Salva, Miguel, Raquel, Javi, Eli, Pablo, María, Bea, Mario, Isa, Myriam, Nick, María, Eva, Noe, Vicky, Bea, Jesús, Gema, Edu, Pincho, Mariola, Nieves, Rocío, Carmen, Esther, Raquel, Javi, Charlie, Tomás, Fernando, Mamen, Edu, Valerio, Arancha, Elisa, Miguel, Clara, Alfonso, Noe,…

… Manu, Hanna, Arcos, Beatriz, Noelia, Susana, Asier, Nidia, Borobia, Camón, Dani, Susana, Matilde, Iván, Raymon, Laura, Carlos, Rubén, Patricia, Mayte, César, Fifi, Julia, Choco, Javi, Sonia, Nuria, Silvia, Fer, Gordi, Míster, Amada, Luigi, Mª Antonia, Kiko, Dolado, Alberto, Pozo, Juanpa, Cubero, Rorro, Gonzalo, Fede, Edu, Nillo, Juanfran, Chema,…

… Carlos, Luismi, Pedro, Hugo, Ramonín, Robbie, Lauri, Edu, Adolfo, Jon, José Ángel, Paco, Tinín, Karlos, Álex, Javi, Fernando, Juana, Vanessa, Isi, Sergio, Nuria, Javi, Noa, Sofía, Mari Carmen, Goiko, Ion, Tamar, Mikel, Izaskun, Oiane, Ciru, Patri, Pedro, Nekane, Ten, Cristina, Blas, Jose, Rober, Jaime, Feli, Anna, Yolanda, Mayte, Laura, Robertín, Vanesa, May, Virginia, Isi, Jesús, Jonathan, Isra, Juan, Áurea, Elena,…

… y más.

La vida está llena de nombres propios, de caras, de personalidades. A algunos les conozco desde que nací, a otros desde hace apenas cuatro meses, pero todos ellos han dejado su huella en mí (aunque muchos no lo sepan). Una parte de de lo que soy está moldeada en base a su influencia. La sangre, las vacaciones, el barrio, el cole, la autoescuela, el trabajo, la universidad,… el medio es lo de menos, lo importante es que en un momento determinado nos encontramos, nos conocimos, nos gustamos y compartimos buenos momentos, y no tan buenos. Disfrutamos juntos y sufrimos juntos.

Con ellos se viven multitud de sonrisas, manías, cartas, enfados, amores, trabajos, fiestas, canciones, regalos, confesiones, chiringuitos, compras, estudios, tristezas, médicos, reportajes, viajes, pipas, peñas, abrazos, chuletones, exámenes, trivials, fumadas, locuras, cumpleaños, robos, brechas, flashes, autobuses, suspensos, agostos, debates, conciertos, consolas, muertes, piscinas, dardos, votaciones, peleas, nacimientos, cines, sonrojos, billares, borracheras, besos, siestas, vaciles, sentencias, madrugones, columpios, amaneceres, series, esperanzas, bodas, playas, desamores, nevadas, miedos, karts, destinos, sobresalientes, napolitanas, caños, operaciones, sueños, mentiras, bares, mails, risas, reflexiones, regalices, consuelos, bailes, caricias, enseñanzas, victorias, fatigas, pachangas, recuerdos, oreos, esguinces, rapados, miradas, nesquiks, ironías, Nocheviejas, manifestaciones, toros, paseos, preocupaciones, travesuras, felicidades, azotes, atardeceres, lágrimas, aplausos, canoas, bicis, silencios, mimos,…

Con ellos la vida son emociones, sentimientos y pasiones.

No necesariamente la vida tiene que tener sentido, pero sí debe ser sentida. Con ellos lo es.

martes, 7 de abril de 2009

Abono transportes

Al demente autobusero,

Había recorrido más de un cuarto de la ruta planificada. Un trayecto anhelado pero desconocido. Un destino cierto.

Los asientos delanteros estaban ocupados por dos niños, espontáneos e ingenuos, que a ratos se divertían y enfadaban por caprichos absurdos. Eran sólo dos críos, pero armaban tanto escándalo que sus gritos eran perceptibles desde cualquier punto del autobús.

Fueron ellos los primeros en subirse al 29, y fueron ellos quienes le guiaron durante los kilómetros iniciales del viaje. Quizá durante más tiempo del deseable. Luego decidieron irse al fondo del autobús. Callaron y durmieron. Un sueño que duró días, meses y algún año que otro. Un firme bacheado les devolvió del Reino de Morfeo y retornaron a la cabina. Se adueñaron de nuevo del volante y pusieron su rumbo deseado.

En la segunda parada del autobús esperaba apoyado en la marquesina un adolescente. Inconsciente, nihilista, orgulloso y confiado. Entró con paso firme, chulo y soberbio. Los niños se asustaron y corrieron a esconderse tras los últimos bancos del bus. Era el chaval quien tomaba los mandos. Eligió un camino con curvas. Miró por el retrovisor y vio que le seguía un tropel de autobuses como el suyo. Se sintió más seguro. Un peaje detuvo en seco a aquel ansioso acné. Era la primera vez que el joven se encontraba con un obstáculo y tuvo miedo. Paró el motor y se fue a sentar atrás.

Subieron entonces un par de adultos veinteañeros o veinteañeros adultos. Tranquilizaron a los ocupantes del vehículo, pagaron la tarifa y emprendieron nuevamente la marcha. Fue una etapa del viaje sin sobresaltos, controlada, pero sin descuidar los placeres del momento. Parecía que habían encontrado la carretera adecuada, el recorrido correcto. De repente, el reventón de una rueda truncó la paz de la travesía. Bajaron los cinco a sustituirla por la de repuesto, pero no había de repuesto. Debían continuar con un neumático pinchado. Los veinteañeros reflexionaron: les sería imposible llegar al destino con el vehículo en ese estado. Consideraban una pérdida de tiempo reemprender el viaje con una rueda inservible que les dejaría tirados en cualquier momento. Desistieron.

Los niños, soñadores e inocentes, asumieron de nuevo la capitanía de la nave. El adolescente y los adultos se rieron. Pero en el fondo, sabían que aquellos dos críos acabarían dirigiéndoles por el camino deseado. Y así fue. La carretera se pintó de verde y la sonrisa inundó el 29. Sortearon decenas de baches, e incluso un socavón profundo hasta el corazón y doloroso. Aquel autobús no tenía freno…

Hasta que lo tuvo.

Alguien pulsó el botón de parada solicitada. Alguien quería bajar. Alguien quería subir.

viernes, 13 de marzo de 2009

Maniático de las manías

A los que nos metemos a hacer cosas que no sabemos,

Me encanta estirarme los brazos por las mañanas,
llevar colgada de un hombro la mochila,
acostarme, dormir y despertarme con la radio encendida,
y sacar la sábana sobre el edredón cuando hago la cama.

Canibaleo con voracidad los padrastros de la mano,
en los pasos de peatones sobre las rayas blancas vuelo,
vistiendo camiseta por fuera y estilo mohicano en el pelo,
y unas zapas que calzo y descalzo con un cordón anciano.

Hago música al pisar los adoquines sueltos del empedrado,
descanso en el bus junto a la ventana que da a la calle,
en el cine, butaca de pasillo para que la peli no me raye,
y un tic nervioso ataca a mi pierna mientras estoy sentado.

Dando vueltas y vueltas mareo a mis anillos,
Desde canijo siempre con la lengua fuera,
quito el rabo jugando a “pobre o rico” a la manzana y a la pera,
y heridas me hago en la boca por morderme los carrillos.

Bebo de mi vaso amarillo con la grieta enfrente,
silbo el tema central de La gran evasión,
escucho música sin acabar de oír la canción,
y a la cama marcho cuando en pie no queda más gente.

Pisa el derecho en el Metro tras subir o bajar escaleras,
en busca de sueños y un trago de agua en la boca,
pulsar sin parar el botón de arriba del boli es lo que toca,
y bajar a la calle de noche cuando aún no están las aceras.

Acaricio el marco superior de las puertas,
alzo la vista y miro al cielo cuando entro bajo techo,
al dormir, la persiana a la mitad y las adidas junto al lecho,
y el reloj siempre adelantado para pasar horas muertas.