domingo, 17 de junio de 2012

Mi botellón

A Kagemasa Kozuki, Yoshinobu Nakama, Hiro Matsuda, y Shokichi Ishihara,

–¿Qué vas a hacer el finde?
–Pues nada en especial.
Estas 10 palabras no solían faltar todos los viernes comprendidos entre el 1994 y 1999. Era la época del instituto, adolescentes con ganas de bailar, beber, ligar, conocer gente… pasarlo bien, en definitiva. Mi concepción de pasarlo bien tenía poco que ver con esas actividades. Ostentaba el récord galáctico del sentido del ridículo, prefería el zumo de tomate al ron con cola, las chicas no eran una prioridad y la soledad no me incomodaba, más al contrario, la llamaba a mis brazos siempre que podía.

Jugar a los videojuegos –quizá debería concretar en el ISS Pro y Winning Eleven (precursores del mítico PES)–, practicar deporte, ver la televisión, escuchar la radio, leer y estar con mi familia y con mis dos grandes amigos. Así solían ser mis findes teenagers. Cuando las hormonas de mis compañeros de clase estaban de San Fermines, las mías estaban de procesión [de Valladolid, para más inri]. Costaleras contentas, sin echar de menos las borracheras y los encierros pamplonicas.

El viernes por la tarde, mientras Los Otros (vaya 6 euros o 500 pesetas de entonces tirados a la basura) hacían botellón frente al centro de salud –qué ironía, por cierto– mis neuronas se centraban en cómo superar a la defensa de Brasil en el Mundial del ISS. Escocia, mi selección, me daba más disgustos que alegrías, pero me lo hacía pasar de fábula (qué expresión más antigua… muy grande Esopo, por cierto; otro día hablaré de él).

El ritual era siempre el mismo –la improvisación y yo nunca nos hemos llevado demasiado bien–: terminaba de comer, solo en casa, escuchando Ser Deportivos. Trasladaba la tele pequeña del cuarto de mis padres a mi habitación, conectaba la Playstation 2 y el tiempo me teletransportaba tres horas adelante mientras Paul Dickov fallaba continuamente delante del portero (mirad un partido de Torres y comprenderéis a lo que me refiero). Todo ello con La Ventana de Gemma Nierga como telón de fondo. Me gustaba esa procesión.

A eso de las 19:30h acompañaba a mi madre a casa de mi abuelo. El trayecto era corto (unos 200 metros), pero a menudo nos deparaba sorpresas inesperadas (redundancia tonta, pero hay que adornar un poco el relato, ¿no? Es la costumbre de escribir palabras inútiles en los exámenes de Derecho para ocupar más hojas…). Que si una niña se cae de los columpios y se hace una brecha, que si un coche se lleva por delante un semáforo, que si un tío se ha tirado por una ventana… Las historias típicas del Gente que tanta alegría nos traía por las tardes Pepa Bueno.

La casa de mi abuelo era la casa de toda mi familia. Era reconfortante llegar allí a cualquier hora y que siempre hubiera algún tío, primo, perro o juguete familiar. Pasábamos en la sede Mata un par de horas poniéndonos al día de las andanzas de cada uno de nosotros, haciendo compañía a una de las personas más fascinantes que he conocido [su vida es digna de un Nobel, un Oscar, un Pulitzer y todos premios del planeta] y leyendo el ABC, –no me seáis prejuiciosos, que en la universidad nos decían que había que leer toda la prensa (y el ABC lo es, aunque a veces no lo parezca)–.

El viaje de vuelta no solía ser tan accidentado. Habitualmente acompañados además de alguna de mis tías con quien continuábamos las brasas de las conversaciones que habíamos iniciado en el Santuario, nos cruzábamos con grupos de jóvenes que calentaban motores de cara al Gran Premio de la noche. En boxes, con las azafatas sujetando las sombrillas –qué retrógrado me parece, por cierto; cuándo se sujetarán los pilotitos esos dichosos paraguas– y llenando al máximo el depósito de combustible.

Llegábamos a casa, cenaba solo mientras escuchaba al grandísimo periodista Carlos Llamas en su programa Hora 25 y me tiraba hasta bien entrada la madrugada viendo los capítulos que había grabado durante la semana de Urgencias. Qué gran serie. Green, Carter, Ross Benthom… siempre quise ponerme enfermo en Chicago para que me ingresaran en el County General y me atendieran esos doctores, con Seguridad Social de por medio, eso sí. Algo de Eurosport y alguna peli también caían. Luego a la cama y a escuchar la radio.

A las 11:30 de los sábados quedábamos los tres mosqueteros en el Barclays Bank para batirnos en un duelo futbolístico o tenístico. Por ello, lo normal era tomar un desayuno rápido con cereales –ahora ya ni rápido no con cereales– mientras mi padre planchaba y mi madre cocinaba escuchando el programa musical Todos los gatos son pardos, de José Ramón Pardo, en Radio España. Luego el turno era para el deporte. Lloviera, nevara o se acabara el mundo, allí estaban los tres mosqueteros dejándose el alma dando patadas o raquetazos. Para reponer fuerzas, a eso de las 14h, una lata de Sprite. Aquello sí que era un rescate y no la línea de [des]crédito de Rajoy. Vuelta a casa, duchita y a comer la ensaladilla más rica la Sierra de Francia.

Recuerdo estar recogiendo la mesa mientras sonaba la voz peculiar de Julio Ruiz en su Disco Grande, sintonizado por el que, unos minutos después, sería mi rival frente a la televisión. De nuevo Sony haciendo de árbitro, de nuevo el Winning Eleven prendiendo la mecha. Solía ganar él, es lo que tienen los maestros. Él lo es de todo. Una horita dándole a los mandos (con perdón) y a casa de uno de los mosqueteros a seguir dándole. Éramos tres. Analizando el partido matutino nos retábamos con el maldito invento japonés. Nos reíamos. A eso de las 21h, y no sin tristeza (salvo el victorioso del día), nos despedíamos hasta la semana siguiente.

A casa. Una bolsa de patatas fritas en los frutos secos y a ver el partido de los sábados de la Liga. Una vez concluido éste, 30 minutos de paz junto a Volga, una perra orgullosa de serlo. Y yo orgulloso de ella. Amiga fantástica. La noche temática nunca faltaba a la cita. La locura, los nazis, los extraterrestres, las drogas… podrían ser los argumentos de la última película de Tarantino, pero no, eran los temas elegidos por este interesante programa (reportajes y películas) que se prolongaba hasta las 03h de la madrugada.

La camita me esperaba con un mucho de cine, en la Ser. Programazo. Inolvidable Teófilo, el Necrófilo, María Guerra, Juan Zavala y compañía. Aprendiendo mucho del séptimo arte, ¡sin verlo! Y después, el gran Ponseti con Ser Aventureros. Viajando por el mundo sin salir de la cama, y partiéndome de risa. Nota: Esta entrada no está patrocinada por la Cadena Ser. ¡Si es que yo era un soso! Atención, sustitución: sale el pretérito imperfecto y entra el presente. Pues eso.

El domingo abría sus puertas nunca antes de las12 del mediodía. Con un poco de suerte había churros y porras para desayunar. Mis compañeros de clase me hablaban de sus tremendas resacas dominicales, que les dejaban KO hasta la tarde. Mentiría como un bellaco (juro que no intento emular a Pérez Reverte y que no sé qué demonios es un bellaco) si dijera que nunca he padecido una de esas. Pero, sinceramente, cada vez le veo menos sentido. Tres horas borracho perdido, sin saber ni dónde estás, para que al día siguiente te dé todo más vueltas que ZP a la palabra crisis y que no puedas ni mirar a la cara a un filete de pollo sin que se te salgan los hígados por la boca. De vez en cuando puede estar bien, pero todos los fines de semana… Me hago mayor, me doy cuenta escribiendo estas cosas dignas de un buen padre de familia –bonita expresión sobrexplotada en la carrera de Derecho–.

En mi caso, las mañanas de domingo eran indoor. No acostumbraba a salir de casa. Leer, limpiar y ver la tele eran mis quehaceres mañaneros. Me gustaba la lectura de la prensa antes de ir a comer. La subía mi padre, a menudo complementada con unos barquillos de chocolate, una bolsa de patatas fritas y pan recién hecho. ¿He dicho prensa? Digamos ABC, dominical y diario AS, para ser más específicos. Los columnistas me atraían más que las informaciones, Juan Manuel de Prada e Ignacio Camacho eran mis preferidos.

Me parece un exceso de vanidad el que algunos compañeros de profesión estigmaticen a una cabecera por determinadas portadas (muchas de ellas escandalosas y vergonzosas para el periodismo) sin ni siquiera haberse leído un ejemplar en toda su integridad. Un periódico es mucho más que una portada. No es la primera vez que en un saco de arena se encuentran varios diamantes. A quien no lee de todo le faltan piezas del puzzle para opinar. Muchas piezas. Hagamos examen de conciencia: ¿Quién alguna vez no ha visto un ejemplar de La Razón o de Público y ha dicho “yo eso ni lo abro”? Pues ahí están las piezas que nos restan para tener un conocimiento completo de la realidad y poder hacer un juicio de valor con argumentos sólidos. Qué trascendente me pongo…

El menú del día era paella. Cada semana le quedaba mejor a la cocinera número 1 del mundo entero. La tarde era coto de Carrusel Deportivo y la jornada de Liga. Se podía aderezar con un poco de letras de libro, de imágenes de la televisión o, incluso, sueños. No iba yo a contradecir a la Biblia: al séptimo día, viendo que su obra era buena, decidió descansar [aunque realmente se refiriera al sábado]. Tras Pepe Domingo y Paco González el siguiente invitado a mi transistor –sí, así de viejo soy– era José Ramón de la Morena.

Y con él llegaba a la 1h de la madrugada, justo antes de interpretar mi único baile del fin de semana: un pasodoble de José Luis del Serranito. Sé que no es nada popular, pero la compañía que me hacía Manolo Molés y Antonio Chenel en el programa Los Toros de la Ser, previo a la vuelta a la realidad valdeluciana, era impagable. No entiendo mucho de toros y tampoco puedo considerarme un aficionado (he ido dos veces a Las Ventas), pero tiene algo especial. Comprendo a los que no les gusta (yo eliminaría el matar al animal). En cualquier caso, ya puestos, aprovecho para hacer una petición a los DJ’s de la noche madrileña: Menos Guetta y más Serranito, joe. Lo siento, pero como Obélix, yo también caí de pequeño en una marmita de un druida.

A las 8h me despertaba y de vuelta al instituto.
–¿Qué tal el finde?
–Bien, como siempre.

De feliz procesión.



Nota a pie de entrada: En verano las cosas eran muy distintas, pero eso será otro día.

miércoles, 22 de febrero de 2012

En un segundo

Al huso,

Cuando Morfeo pasa de mí, Cronos me viene buscar. Las noches en las que me cuesta dormir [pocas veces ocurre] me gusta jugar con el tiempo. En la mesilla situada a la izquierda de la cama, a menudo solitaria, pasa los días un radio-despertador holandés con los dígitos teñidos de color rojo. Coincide el tono de su coloración con la única luminosidad que vive en la habitación entre la oscuridad de la noche, el piloto de la televisión.

Soy capaz de pasar horas intentando adivinar el momento exacto en el que cambian los minutos. Cuento mentalmente los segundos deseando seguir las órdenes del dios Cronos. Son las 02:34 y pocas cosas me darían más satisfacción que presentir el justo instante en el que pasen a ser las 02:35. A veces lo consigo. No muchas. Al final, el sueño me reclama y no suelo decir que no.

Mi reloj de pulsera, traído de Canarias para quedarse toda la vida, incorpora la hora en agujas y también en variedad digital. Yo siempre he sido de esta última. Me gusta pensar, pero no calcular ángulos y números. Vago, sí, bastante. Leer los dígitos es instantáneo, como el Nesquik. Otros son de Cola-Cao, allá ellos. A lo que iba, mi hora en agujas está 43 minutos adelantada respecto a mi hora en digital. ¿Cuántas veces hemos deseado que, ante una determinada ocasión, el tiempo se detenga o se acelere?

Resulta curioso lo diferentes que parecen los segundos según haya transcurrido el día. Se alargan como girasoles hacia el sol cuando la jornada no ha sido especialmente agraciada. Como si se hicieran los remolones y no quisieran avanzar. Como el adolescente al que le toca madrugar para su examen de matemáticas. Se agarra a las sábanas como si fueran su tesoro más preciado. Así son los segundos en días o trances mejorables, perezosos y crueles. Son malvados porque saben que su continuidad hace daño. No tienen escrúpulos.

El seguidor de un equipo que marcha arriba en el marcador asume los segundos como edades del hombre. Más que progresar, parecen retroceder. El partido no termina nunca. O ese enamorado que padece el sufrimiento de ver a su amada besándose con el que se cambiaría a cambio de lo que fuera. Además de alfileres ardientes, cada instante aquí pretende ser olvidado antes de ser vivido. Esos instantes son conscientes de que hacen al flechado la persona más infeliz, pero se regodean en la angustia.

Sin embargo, esa aparente perversidad no es gratuita. Tiene una razón de ser. La mejor justificación posible. Esos desgarradores momentos posibilitan una transformación asombrosa. Del infierno al cielo. Del hielo al fuego. De la muerte a la vida. El fan futbolero, una vez lograda la victoria apurada y emocionante hasta el último segundo, experimenta una explosión de alegría difícilmente descriptible. Un alivio con el que se quita de encima toneladas de nervios y tensión. Un entusiasmo que le hace levitar por encima de las nubes y le eleva hasta la luna. Su equipo, campeón.

El no correspondido, desencantado con el amor, desengañado con las mujeres, se convierte en el hombre más feliz del mundo cuando tras ese beso furtivo que hubiese preferido no ver [el último con el ladrón de su tesoro], su Julieta le declara amor eterno sincero. En ese momento, el muro de hormigón armado que colapsaba su corazón queda hendido por una diminuta grieta. Esa mínima laceración deviene al instante en boquete que se agranda imparablemente hasta desintegrar por completo la pared negra. Un sol radiante vuelve a invadir su pequeño gran músculo.

Comienza entonces una nueva velocidad para el tiempo. Los segundos dejan atrás la parsimonia y se cargan de energía. Su lentitud se torna presteza, su vaguedad se convierte en hiperactividad. Casio se levanta y arranca a correr como nunca lo había hecho. No vuela, invade. Cada segundo exprime con tanta intensidad cada momento que ambiciona con locura el inmediatamente posterior para hacer lo mismo. Es una extraña adicción por el placer. El anhelo de más situaciones felices. Metamorfosear un viaje nocturno en carretera previsto para seis horas en un maravilloso paseo noctámbulo de apenas tres minutos. Solo el amor es capaz de hacer realidad esta magia.

Los ojos de la mujer embelesan la mirada del hombre, quien, ansioso por contemplar más belleza atiende sin solución de continuidad a la dulce boca femenina. Luego es su nariz juguetona para pasar inmediatamente después a los pedacitos de Marte repartidos por su tersa piel en forma de lunares cautivadores. Todo ello escoltado con una interminable conversación apasionante que sirve de motor al corazón del enamorado. No faltan caricias ni besos, aunque calificarlos así supone rebajarlos a actos humanos y, creedme, eran mucho más que eso.

Disfrutar de un desayuno exótico y delicioso en una terraza de la calle Serrano, visitar sin cita previa los establecimientos del gallego más rico de España [y otros con sello sueco], atiborrarse de cintas que cuentan historias fabulosas [otras no tanto], agradecer al estómago con deliciosas tostas, paseos de ensueño por el centro de la capital del Mundo, o “simplemente” tener al lado a la persona de tu vida. Todo esto y mucho más sucede a lo largo de no más de 56 horas. Lo realmente extraordinario es que todas estas escenas son sentidas, en su totalidad, en apenas un segundo. Incluso menos. El deseo de más ilusión acelera el tiempo. Éste se compincha con el hada mágica y juntos juguetean con la percepción de la duración de los momentos. Una auténtica droga para el hombre.

Las situaciones complicadas se hacen eternas y las que querríamos que fueran eternas apenas duran un suspiro. Nada es lo que parece, pero todo tiene sentido. ¿El dolor se extiende y la felicidad se acorta? Error. Todo es felicidad. Quizá no hoy, puede que no mañana. Pero lo será. Solo hay que esperar a que te llamen las manecillas y salir a jugar con ellas. Entonces todo cambiará. Todo merecerá la pena. Incluso adivinar el momento preciso en el que el radio-despertador avanzará, minuto a minuto, vida a vida.

Mi reloj se paró a las 10:48 horas.

miércoles, 8 de febrero de 2012

Perdón

A la mujer que vino de Marte,

El último día del año aterrizó su nave espacial en la calle Fuencarral y comenzó su aventura en La Tierra. Al poner su pie sobre suelo terrícola fijó sus ojos en una pequeña tortuga que atravesaba lenta, pero decididamente la calle. Sonrió y se dijo a sí misma que ella sería tan firme y valiente como ella. Y sintió el deseo irrefrenable de tocar una guitarra.

Al albor de la primavera, el pensador daba patadas al balón en uno de los muchos parques que rodeaban su casa. Cansado se sentó en el césped y bajó la mirada al verde. Una araña, de esas compuestas por una cabeza más pequeña que una lenteja y ocho patas largas como espaguetis, le saludó desde un trébol y dio comienzo a una amistad que se prolongaría muchos años en el tiempo.

La vida es sabia y sabe cómo manejar cada fusión. A veces habla más, otras deja más espacio al silencio. A veces ríe más, otras la seriedad toma mayor protagonismo. A veces se compra más en Pull&Bear y otras en Carrefour. Pero lo que la vida mantiene inalterable de principio a fin es el amor. Bueno, sí que lo transforma, lo acrecienta sin parar. De principio a fin.

La extraterrestre paseaba por Gran Vía, atenta a todo lo que sucedía a su alrededor. Desde lo más profundo de sí misma deseaba preguntar qué eran esos aparatos con ruedas que emitían humos y ruidos, por qué las personas se movían de un lado a otro a toda velocidad, por qué dos chicos jóvenes pegaban sus labios unos contra otros mientras cerraban los ojos y se abrazaban… Cuando pasó delante de un restaurante monárquico se cruzó con un perro cócker negro. Le sonrió.

El que gritaba en voz baja empezó a hacer lo que más solía, pensar. Lo tenía todo. Tras muchos momentos duros, lo consiguió. Sin embargo, todo le parecía poco para la hada. Intentaba superarse día a día, para ser digno de ese maravilloso ser. Se dio de bruces con nuevas situaciones, naturales y cotidianas, pero novedosas para él, y no las supo gestionar como ella se merecía. Lo primero y lo segundo, adornado de esas neuronas intratables hizo el resto. Intenta hacerlo bien, pero no siempre lo logra. Y le vino a la mente una frase de Oriente…

Es imposible. No se puede controlar todo. Que las cosas cambien respecto de cómo eran al principio no significa que vayan a peor. De hecho, es necesario que cambien, que se amolden a cada nueva circunstancia. Él so no lo vio. Lo ve ahora. Ella sí lo atisbó y lo asumió como lo que es, normal. Lo hizo bien y por eso no debe alterar ni un ápice su comportamiento –bueno, quizá algo relacionado con su mesilla, pero nada importante…–.

Tenía unos ojos grandes y brillantes, que irradiaban más luz que los tres soles que George Lucas imaginó para su saga. Oscuros, pero claros. Que hablan más que muchos parlanchines de boquilla. Una imagen vale más que mil palabras, dicen por ahí. Eso es porque no han conocido esas dos perlas. Al contemplarlas puedes conocer su pensamiento casi al dedillo. Su pelo, con un flequillo rebelde y maduro. Como ella. Olor inconfundible y tacto cautivador. Mejillas sabrosas, rojas como los atardeceres gijoneses, y suaves como sus botas. La boca es punto y aparte. Harían falta millones de páginas para describirla fielmente. Basta con decir con que la sensación de esa esquina suave, justo al noreste de su boca, contra mis labios es lo más maravilloso que se puede experimentar en la vida. Los lunares, pellizcos de cielo sobre La Tierra, infinitos, sublimes. Acariciar su piel es como acariciar el mar. Te traslada a una dimensión desconocida. Es pura adicción. Transmite su energía a través de cada uno de sus poros y te acelera los latidos del corazón sin que apenas puedas percatarte de ello.

¡Cómo no vas a exigirte con ella! Pero hacerlo bien.

miércoles, 11 de enero de 2012

Maestros de todo

A Georges Prosper Remi,

Gurú. No es mi villano favorito, no. Algo de villano puede que arrastren, pero de favorito, ni una letra. Hace poco cené en el Gino’s de Arenal —publicidad sin ningún tipo de contraprestación, a ver si se estiran y me pagan un Chocolatissimo gratis— con unos amigos y compañeros de la facultad. Entre pizza y pizza surgió como de la nada el apasionante tema de las redes sociales y, puesto que Tuenti nos queda un poco lejos a los de la Generación del 83, optamos por centrarnos en el pajarito amorfo.

Dejando de lado por un momento la irrefrenable presión que la dichosa herramienta suscita sobre uno para captar más y más seguidores como si de una religión se tratara —yo también soy de los que tuercen el gesto cuando ven que han perdido followers—, alguno de los agradables comensales se refirió a Ignacio Escolar como uno de los fijos a seguir en Twitter. “Es un gurú del periodismo”, espetó (qué forma de sonar la de este verbo). Vaya por delante que el exdirector del diario Público me parece un buen periodista, pero que adolece de uno de los vicios más extendidos últimamente en el gremio: la pedantería.

Los personajes públicos deben saber afrontar la crítica —cuando sea respetuosa— y no huir de ella con ironías fáciles o ignorancias prepotentes. Además de la asunción de opiniones contrarias, determinados periodistas se encarnan en el mismísimo Dios (o como se llame) y aparecen en todos los lugares del Planeta —y algunos extraterrestres— al mismo tiempo. Hacen actos de presencia inoportunos, con comentarios vacuos en unas ocasiones, y con ostentaciones intrascendentes de su sabiduría en otras. Hablar de ellos, aunque sea como sea. El protagonismo es su droga. Y todo esto sin mencionar la imposibilidad orgánica que tienen estos escritores y/o locutores de pedir disculpas cuando se equivocan. Y es que ellos nunca fallan. La infalibilidad está entre sus atributos. Aprobaron esa asignatura en la carrera.

Vuelvo un segundo a la calle Madrid de Getafe para recordar una frase de un profesor de Medios, Receptores y Usuarios —pocos nombres de asignaturas serán tan horrendos y difíciles de acortar como este— que explicaba a menudo a sus alumnos: “un buen periodista debe dudar siempre de todo”. Siguiendo a pies juntillas el tenor de la sentencia, la mayoría de los grandes “gurús” actuales de los medios de comunicación no son grandes periodistas. No dudan de todo. Más bien, no dudan de nada… de lo que ellos digan.

Verdad absoluta y opinión propia son almas gemelas. “Yo lo digo y es así”. Le contradices con argumentos reales y ciertos, pero le es indiferente. Te vuelve a explicar sus razones con otras palabras y en un tono de voz más alto; se autoconvence. “Es así”. “Tengo razón”. “Estás equivocado”. “Punto y final”. No hay lugar a dudas, literalmente. Este comportamiento encierra, además de soberbia, grandes cucharadas de falta de respeto hacia el contertulio o debatiente. En una conversación con estos ejemplares de “certidumgods” solo hay una cosa segura: has perdido. Aunque en última instancia se presenten un perito y un notario y den fe de que la razón está de tu lado, tu casillero siempre será inferior al del “gurú”. Pues nada, que su mentira les acompañe.

Supongo que para Pedro José Ramírez contemplar la posibilidad de errar es rebajarse a la andrajosa condición de ser humano. Pues para su desgracia, y no sé si la nuestra también, es tan persona como yo, como el dueño del Kebab de debajo de mi casa o como José Mourinho. Bueno, quizá compararlo con el portugués son palabras mayores. En cualquier caso, sí, la pareja sentimental de la Grande de España dueña de esos diseños tan bonitos también se equivoca (aunque él no lo sepa o no lo quiera saber).

Quizá sea mejor no decirles nada, dejarles vivir en su mundo de orden y progreso (en honor a Brasil) que gira al son que marcan sus opiniones. ¡Viva la fantasía! Dicen que la fama se acaba subiendo a la cabeza. Hay ejemplos de ello en el cine, el deporte, la política, las artes plásticas, la música y los andamios. Los dos nombres propios, entre otros muchos, son la prueba de que el periodismo no es una excepción. La arrogancia, el engreimiento y el protagonismo fatuo no casan bien con ningún oficio, pero con mayor razón han de quedar fuera de los que explican a sus iguales la realidad.

No seamos más papistas que el Papa. El periodismo, simplificando —quizá, o no, en demasía— es contar a los demás lo que sucede. Sí, se estudia durante cuatro, o dos (para los más listos), años en la Universidad pero no nos engañemos, nuestra función es mantener informada a la sociedad, o de forma literal, dar forma a la opinión pública para que pueda darse un gobierno democrático. Los baños, además de necesarios por higiene física, también son terapéuticos para la conciencia. Uno de humildad de vez en cuando no viene mal. Algunos, más que baños, requieren de sesiones intensivas de buceo en apnea. Otra cosa, que no se deduzca de aquí que yo entiendo la profesión como un desprecio, como una “bacalá” que está al alcance de cualquiera. Nada más lejos de la realidad. Necesita de actitud y aptitud. Ni blanco ni negro. Gris marengo. Los gurús son muy de polos —no de Frigo—.

No pretendo hacer una apología de la falsa modestia. Aunque, ya puestos a ser sinceros, prefiero mil veces antes a un modesto —aunque sea falso— que a un ególatra. Los “protas” quedan bien en el cine, pero creo que en el mundo del periodismo solo deben serlo los actores de las noticias. En las “5 W’s” hay un “Who”, pero no referido al autor de la información, precisamente. Estar orgulloso del trabajo propio me parece un método fantástico para la autoestima, pero la propaganda infinita de una pieza o artículo acaba siendo insoportable para los extraños, y farsante para el autor. Vuelvo al punto medio, a la moderación, a la justa medida.

Esto es así y quien diga lo contrario está equivocado. ¡Hala! ¡Ahí lo dejo!

miércoles, 14 de diciembre de 2011

Tercera planta

Al SOPP,

Soy una persona rutinaria. Bueno lo de persona no está del todo confirmado. No doy la bienvenida a la improvisación. Llevo más de cinco años repitiendo la misma escena de lunes a viernes (llámale viernes, llámale jueves…), pero ese hábito ha concluido hace poco. Ha sido un bonito capítulo de mi libro, pero el lector quiere más. Se pasa una página, pero los personajes aparecerán más adelante, si ellos quieren. Han sido muy bien acogidos por la crítica, pero sobre todo por el público.

Frío, calculador y tímido. Tres calificativos que algunos han escrito en mi cada vez mayor frente. Tímido, lo soy, a veces hasta enfermar; calculador, lo intento, ya he dicho que las sorpresas juegan en campo contrario conmigo, no obstante, soy más de letras. Y frío… qué le voy a hacer, nací en el Norte.

Lo que no me han llamado mucho, al menos más allá de ambientes sureños, es sectario. No pocos lo denominarán oportunista. No lo creo. Sé hasta dónde puedo hablar y hay códigos de amistad que jamás cruzaré. Hace unos meses, en plena batalla editorial, un irlandés me aconsejó que tomara las decisiones pensando solo en lo que más me conviniera a mí. Así he intentado actuar. En ese camino han ido mis pasos.

En una de mis peores épocas, un melómano de Lavapiés me recomendó la película ‘Pequeña Miss Sunshine’. Sublime. La vi unas horas antes de asistir a uno de los mejores conciertos que he presenciado. Fue en la Sala Heineken, ofrecido por unos chavales de Liverpool bailaron al son de Joy Division. “Un perdedor es el que tiene tanto miedo de no ganar, que ni siquiera lo intenta”, le explica a la protagonista del filme su abuelo en una famosa escena en una habitación de hotel. No he perdido. Sí lo hice hace algo más de tres años, cuando no puse nada de mi parte, salvo excusas.

Paso de golpe un capítulo de casi cinco años, probablemente los más intensos de mi vida. El 7 de marzo de 2007 empezó todo. Había partido de fútbol 7 en la universidad getafense, pero yo tenía una cita con la jefaza. Una odisea de hora y media de transporte público después, abrí la puerta y una mujer amabilísima (con el tiempo me di cuenta de que lo llevaba en la sangre) me hizo esperar en un cómodo sillón. Tras corregir una información sobre unas elecciones, el enlace era un hecho.

Seis meses entre cabinas y quintas ruedas. Lo pasé bien. Sin apenas levantarme durante cinco horas, cinco días a la semana, eso sí, pero disfrutando de risas y aprendiendo de tacógrafos. La dedicación era irreprochable. Compaginándolo con idas y venidas de picapleitos y con las últimas asignaturas de juntaletras, así pasé feliz medio año. Inolvidable mi primera rueda de prensa: una calurosa mañana de junio en la calle Serrano, sobre el Proyecto Galileo. Entre medias, llamadas enmascaradas del equipo Cepsa del Campeonato de Camiones, división de opiniones sobre el tamaño del Puerto de A Coruña, obsoletas plataformas aragonesas, ferros invisibles, chistes, abertzales…

Luego tocó quedarse en casa para elaborar curiosas entradillas, informativas y líricas, ideadas con la compañía de los cantos de pájaros durante las horas golfas. Y luego las fotos… Posiblemente el mejor momento de los reportajes. También el más frustrado, junto con el de la recogida de los emolumentos correspondientes.

Y llegó el momento del ascenso… o como se diga. Nervios, incertidumbres e ilusión. Costó al mucho principio, mucho también al final, pero con la ayuda de la buena gente que allí abunda todo fue más fácil. El análisis de los precios de chatarras férricas, los interesantes viernes junto al maquetador más apasionante que existe, o la profundización en los sentimientos con personas amantes del motor fueron solo algunas de las tribulaciones que me dieron la oportunidad de experimentar en esa oficina. Pero, sin duda, en esta época sucedió lo más importante de todo: por fin latió. Una flecha atravesó los pasillos y se me incrustó en el pecho mientras permanecía de pie delante de la máquina de café. Aquello marcó todo. Y lo marcará. Desde entonces nada fue igual. Para regular al principio, para bien un tiempo después.

Cuatro carambolas, de esas que te marcan el destino, propiciaron mi llegada a los retailers. Un empujón de unos amigos y adelante. Los comienzos no suelen ser fáciles. Este no lo fue. Pero los compañeros se esmeraron por hacerlo más ameno, y lo consiguieron. Tanto que me gustó. Aún me gusta. Ha sido el periodo en el que más tiempo he pasado, con viajes, fiestas, encuentros, jornadas y congresos a troche y moche. Ha merecido la pena.

Durante todos estos días he conocido personas excepcionales que siempre llevaré conmigo. Recuerdos imborrables, que podrán ser rememorados en cualquier momento. Ellos saben quiénes son. Por conversaciones, por quedadas, por confesiones, por risas, por desencuentros, por consejos, por compañías, por ayudas, por todo.

No me gusta caer mal a alguien, pero también sé que imposible tener la simpatía de todos, salvo que seas Vicente Vallés o Víctor Goded. La falsedad es el límite. Nunca lo he traspasado. 1983. Nunca un año fue tan polémico. Al menos para algunos. Hubo quienes lo asumieron como una broma y otros que se lo tomaron más en serio. Para estos últimos, si se sintieron ofendidos, mis más sinceras disculpas. No fue mi intención. En mi opinión, es algo absolutamente banal comparado con confidencias personales u otros actos bastante más ilustrativos de un sentimiento de amistad. Pero cada uno tiene su opinión.

No soy de trincheras. Me gustan más los despachos, la diplomacia. Sé que eso tampoco suele ser bien recibido en algunos estadios. En El Molinón a los carbayones no se les da la bienvenida con flores. Es lo que hay. Si alguien espera de mí acalorados encontronazos, gritos por doquier o intolerancia sin motivo puede hacer eso, esperar. Me he equivocado muchas veces, alguna de ellas por tener una actitud de estas basada en apariencias y prejuicios. Trataré de no tropezar dos veces.

He tomado una decisión y espero que salga bien. Solo eso. A los que quedan y les quiero, que sean felices.

lunes, 9 de mayo de 2011

La Puerta del Sol

A las estrellas

Todo lo que pasa es siempre para bien. Me lo solía decir mum y todo el mundo sabe que las madres no se equivocan. Que tu equipo cayera estrepitosamente con un escándalo arbitral, que suspendieras una asignatura porque en el examen preguntaban los dos únicos temas que no te habías estudiado, que perdieras lo que más querías… todo siempre sucedía porque en el futuro las cosas iban a mejorar.

En el momento resulta increíble, casi hasta ofensivo, pensar que una desgracia debe ocurrir para que la situación torne feliz, pero la realidad es esa. La transformación de lo negativo en positivo es gradual, nunca inmediata, si bien, el talante con el que se afronta el suceso se antoja decisivo para divisar y asumir la mutación.

Todos hemos atravesado momentos que parecían acabar con nuestro mundo, pero siempre, siempre, siempre hemos remontado el vuelo. Porque es un instinto humano el sobrevivir, el querer disfrutar de la vida.

No sé si es fe, esperanza, ánimo, inconformismo o ilusión. No creo que influyan las creencias, sí el poder de la mente. En momentos de desesperación hay mucho amor, cariño y favor alrededor.


Esta es la historia:

"Érase una vez un rey al que le llegó el rumor de la existencia de un sabio que todo lo conocía. Ordenó a sus secuaces que lo presentaran ante él para hacerlo su consejero particular. De este modo, el monarca comenzó a llevarlo siempre a su lado y consultarlo sobre cada acontecimiento de importancia que sucedía en el reino. El consejo principal del sabio era siempre: “Todo lo que pasa es siempre para bien”. No transcurrió mucho tiempo antes que el rey se cansara de oír la misma frase una y otra vez.

El máximo mandatario era un gran amante de la caza y solía frecuentar los prados que rodeaban su castillo en busca de presas animales. Un día mientras cazaba, el rey se disparó involuntariamente con su escopeta un tiro en un pie. Preso de su dolor, se volvió hacia su consejero -siempre a su lado- para pedirle su opinión, y el consejero no varió su discurso: “Todo lo que pasa es siempre para bien”

Esta respuesta enfadó sobremanera al rey, que inmediatamente ordenó que encarcelaran a su consejero. Esa noche, el monarca bajó a la prisión para visitar al sabio, y le preguntó sobre su ingreso en la cárcel. El recluso respondió como siempre: “Todo lo que pasa es siempre para bien”. La cólera del rey alcanzó límites insospechados y decidió dejar al sabio en la celda.

Un mes más tarde, el rey volvió a salir de caza. Durante la batida se alejó demasiado de su guardia personal y fue capturado por los miembros de una tribu enemiga. Los nativos lo trasladaron a su campamento para sacrificarlo y ofrecerlo a sus dioses. Atendiendo a sus tradiciones, la tribu únicamente entregaba ofrendas perfectas a sus deidades y el rey parecía reunir todas las condiciones para ser el regalo ideal.

Sin embargo, cuando los nativos estaban inspeccionando al futuro cadáver para llevarlo al sacrificio descubrieron la cicatriz en el pie que había causado aquel disparo durante la jornada de caza. Por ello, los miembros de la tribu no tuvieron otra opción más que rechazarlo para el sacrificio. Liberaron al monarca y éste regresó a su reino.

El rey llegó su palacio y se dirigió al calabozo donde estaba su consejero, lo puso en libertad y le contó sus aventuras, aceptando que si no hubiese sido por el tiro que se infringió en el pie, habría muerto, y el sabio le respondió que gracias a que lo había encarcelado, él tampoco estaba muerto, ya que siempre estaba a su lado y no tenía ninguna herida que hubiera evitado su sacrificio en sustitución del rey."


Cuando todo parece un muro infranqueable, siempre se abre una puerta (o una ventana).

jueves, 6 de enero de 2011

La verdadera libertad de información

A Hans Kelsen,

Los periodistas pueden verse regulados por Ley en unos pocos meses. No es algo por lo que haya que alarmarse ni rasgarse las vestiduras, el ejercicio de muchas otras profesiones liberales también lo están y nadie ha puesto el grito en el cielo por ello. Para desempeñar la labor de arquitecto, abogado o médico es necesario contar con un permiso concedido los Colegios Profesionales respectivos. Estas instituciones constituyen entes privados capaces de sancionar a los trabajadores que están bajo su amparo, y nadie se ha manifestado en contra de ello. ¿Por qué en el supuesto de los periodistas la situación iba a ser diferente?

Lo cierto es que la labor periodística en España está atravesando una etapa de manifiesta decadencia en todos los aspectos. Informaciones no contrastadas, manipulaciones de noticias, precariedad laboral de muchos periodistas, intromisiones en la intimidad sin ningún tipo de escrúpulos, insultos, mentiras con intención, y un sinfín más de irregularidades que a diario inundan los periódicos, las radios, la televisión o Internet. Parece que algo no funciona en la labor periodística actual.

Muchos se oponen al Estatuto del Periodista que se pretende aprobar en el Congreso próximamente, pero, ¿ha propuesto alguno de estos críticos alguna otra solución? Una medida lanzada por voces contrarias a este texto es la llamada autorregulación. ¿Acaso no la hay ya en la actualidad? Es innegable que los medios de comunicación practican a día de hoy la autorregulación. Muchos de ellos cuentan con códigos propios de conducta, otros con Comités de Redacción internos, regímenes de incompatibilidades, convenios sancionadores particulares, etcétera. Pues bien, el resultado de la autorregulación de los medios es la paupérrima situación de la información actual que se ha descrito unas líneas más arriba.

Sin embargo, es lógico que la gran mayoría de los profesionales del periodismo alcen la voz contra una regulación seria. A nadie le gusta quedar sometido a unas reglas de juego concretas, pero en determinadas situaciones resulta necesario. Y el periodismo en España requiere de esa normativización desesperadamente. Los críticos alegan que con la aprobación del Estatuto los poderes públicos podrán intervenir en el ejercicio de la profesión periodística, podrán incluso censurar aquello que les perjudique y se vulnerará la libertad de expresión e información consagrada en el artículo 20 de nuestra Carta Magna.

Nada más lejos de la realidad. La norma que se está discutiendo perfeccionará la libertad de información que en la actualidad es viciada diariamente por aquellos pseudoperiodistas que calumnian, injurian y manipulan sin descanso porque saben de la inmunidad que les protege. Beneficiará al público, puesto que se sabrá seguro de estar recibiendo información veraz y de calidad, y beneficiará también al propio gremio periodístico, ya que gozarán de una reputación bastante más honorable de la que disfrutan ahora debido a las continuas falsedades y manipulaciones que muchos de ellos han venido ejerciendo a lo largo de estos años. Una cosa es el derecho a recibir o comunicar libremente información a través de los medios de difusión, y otra muy distinta el derecho a manipular, mentir, insultar y faltar el respeto a los ciudadanos.

Es cierto que los informadores pueden ser llevados a los Tribunales civiles y penales, pero no es menos cierto que la Jurisprudencia Constitucional, sin ir más lejos, da primacía a la libertad de información sobre el derecho a la intimidad, por ejemplo. Es decir, no son pocos los supuestos donde el periodista irregular ha salido absuelto frente al particular perjudicado en sus derechos legítimos. También resulta indiscutible que en los escasos supuestos donde el periodista en cuestión es condenado a rectificar, dicha rectificación se realiza de una manera muy tangencial, y es seguro que no tiene la mitad de relevancia de lo que la tuvo la noticia falsa.

Otro perjuicio alegado por los periodistas críticos con el Estatuto es la excesiva burocratización que conllevaría su aprobación. Pues bien, estamos saturados de periodistas de boquilla que no han pisado una facultad de periodismo en su vida y que, por si fuera poco, su calidad para redactar o contar historias brillan por su ausencia. Incluso los propios licenciados en periodismo que siempre se habían mostrado en contra del intrusismo que sufría su oficio ahora parece que les incomoda que se regule. Su contradicción clama al cielo.

El periodismo constituye hoy un pilar democrático básico en nuestra sociedad. Su influencia en los ciudadanos es incalculable y su labor como controlador del poder ejecutivo, necesaria. Por ello, los periodistas no pueden actuar irresponsablemente, sin tener que dar cuentas a nadie. Sus actuaciones deben estar reglamentadas convenientemente ya que, como ha quedado claro, los profesionales del periodismo suponen el cuarto poder de los Estados democráticos. ¿Acaso no están regulados los miembros del poder judicial, del poder legislativo y del poder ejecutivo? ¿Por qué no tendrían que estarlo también quienes ejercen un control sobre ellos, como son los periodistas? Y más aún, teniendo presente que éstos no son más que empleados que trabajan por cuenta ajena para empresas de comunicación, para las que priman maximizar sus beneficios económicos apoyando a sus líderes políticos de turno, por encima de ofrecer una información veraz y de calidad a la sociedad.

Otra crítica muy esgrimida por los contrarios a la regulación es la de la creación de un Consejo Estatal de Información, al que se le califica casi como de censor previo al periodista. Pues bien, este Consejo es una institución de naturaleza pública que viene a ser un sustitutivo del Colegio Profesional, de carácter privado. Emanaría del Parlamento, es decir, de la soberanía nacional, de la representación del pueblo, ¿hay algo más democrático que eso?