miércoles, 22 de febrero de 2012

En un segundo

Al huso,

Cuando Morfeo pasa de mí, Cronos me viene buscar. Las noches en las que me cuesta dormir [pocas veces ocurre] me gusta jugar con el tiempo. En la mesilla situada a la izquierda de la cama, a menudo solitaria, pasa los días un radio-despertador holandés con los dígitos teñidos de color rojo. Coincide el tono de su coloración con la única luminosidad que vive en la habitación entre la oscuridad de la noche, el piloto de la televisión.

Soy capaz de pasar horas intentando adivinar el momento exacto en el que cambian los minutos. Cuento mentalmente los segundos deseando seguir las órdenes del dios Cronos. Son las 02:34 y pocas cosas me darían más satisfacción que presentir el justo instante en el que pasen a ser las 02:35. A veces lo consigo. No muchas. Al final, el sueño me reclama y no suelo decir que no.

Mi reloj de pulsera, traído de Canarias para quedarse toda la vida, incorpora la hora en agujas y también en variedad digital. Yo siempre he sido de esta última. Me gusta pensar, pero no calcular ángulos y números. Vago, sí, bastante. Leer los dígitos es instantáneo, como el Nesquik. Otros son de Cola-Cao, allá ellos. A lo que iba, mi hora en agujas está 43 minutos adelantada respecto a mi hora en digital. ¿Cuántas veces hemos deseado que, ante una determinada ocasión, el tiempo se detenga o se acelere?

Resulta curioso lo diferentes que parecen los segundos según haya transcurrido el día. Se alargan como girasoles hacia el sol cuando la jornada no ha sido especialmente agraciada. Como si se hicieran los remolones y no quisieran avanzar. Como el adolescente al que le toca madrugar para su examen de matemáticas. Se agarra a las sábanas como si fueran su tesoro más preciado. Así son los segundos en días o trances mejorables, perezosos y crueles. Son malvados porque saben que su continuidad hace daño. No tienen escrúpulos.

El seguidor de un equipo que marcha arriba en el marcador asume los segundos como edades del hombre. Más que progresar, parecen retroceder. El partido no termina nunca. O ese enamorado que padece el sufrimiento de ver a su amada besándose con el que se cambiaría a cambio de lo que fuera. Además de alfileres ardientes, cada instante aquí pretende ser olvidado antes de ser vivido. Esos instantes son conscientes de que hacen al flechado la persona más infeliz, pero se regodean en la angustia.

Sin embargo, esa aparente perversidad no es gratuita. Tiene una razón de ser. La mejor justificación posible. Esos desgarradores momentos posibilitan una transformación asombrosa. Del infierno al cielo. Del hielo al fuego. De la muerte a la vida. El fan futbolero, una vez lograda la victoria apurada y emocionante hasta el último segundo, experimenta una explosión de alegría difícilmente descriptible. Un alivio con el que se quita de encima toneladas de nervios y tensión. Un entusiasmo que le hace levitar por encima de las nubes y le eleva hasta la luna. Su equipo, campeón.

El no correspondido, desencantado con el amor, desengañado con las mujeres, se convierte en el hombre más feliz del mundo cuando tras ese beso furtivo que hubiese preferido no ver [el último con el ladrón de su tesoro], su Julieta le declara amor eterno sincero. En ese momento, el muro de hormigón armado que colapsaba su corazón queda hendido por una diminuta grieta. Esa mínima laceración deviene al instante en boquete que se agranda imparablemente hasta desintegrar por completo la pared negra. Un sol radiante vuelve a invadir su pequeño gran músculo.

Comienza entonces una nueva velocidad para el tiempo. Los segundos dejan atrás la parsimonia y se cargan de energía. Su lentitud se torna presteza, su vaguedad se convierte en hiperactividad. Casio se levanta y arranca a correr como nunca lo había hecho. No vuela, invade. Cada segundo exprime con tanta intensidad cada momento que ambiciona con locura el inmediatamente posterior para hacer lo mismo. Es una extraña adicción por el placer. El anhelo de más situaciones felices. Metamorfosear un viaje nocturno en carretera previsto para seis horas en un maravilloso paseo noctámbulo de apenas tres minutos. Solo el amor es capaz de hacer realidad esta magia.

Los ojos de la mujer embelesan la mirada del hombre, quien, ansioso por contemplar más belleza atiende sin solución de continuidad a la dulce boca femenina. Luego es su nariz juguetona para pasar inmediatamente después a los pedacitos de Marte repartidos por su tersa piel en forma de lunares cautivadores. Todo ello escoltado con una interminable conversación apasionante que sirve de motor al corazón del enamorado. No faltan caricias ni besos, aunque calificarlos así supone rebajarlos a actos humanos y, creedme, eran mucho más que eso.

Disfrutar de un desayuno exótico y delicioso en una terraza de la calle Serrano, visitar sin cita previa los establecimientos del gallego más rico de España [y otros con sello sueco], atiborrarse de cintas que cuentan historias fabulosas [otras no tanto], agradecer al estómago con deliciosas tostas, paseos de ensueño por el centro de la capital del Mundo, o “simplemente” tener al lado a la persona de tu vida. Todo esto y mucho más sucede a lo largo de no más de 56 horas. Lo realmente extraordinario es que todas estas escenas son sentidas, en su totalidad, en apenas un segundo. Incluso menos. El deseo de más ilusión acelera el tiempo. Éste se compincha con el hada mágica y juntos juguetean con la percepción de la duración de los momentos. Una auténtica droga para el hombre.

Las situaciones complicadas se hacen eternas y las que querríamos que fueran eternas apenas duran un suspiro. Nada es lo que parece, pero todo tiene sentido. ¿El dolor se extiende y la felicidad se acorta? Error. Todo es felicidad. Quizá no hoy, puede que no mañana. Pero lo será. Solo hay que esperar a que te llamen las manecillas y salir a jugar con ellas. Entonces todo cambiará. Todo merecerá la pena. Incluso adivinar el momento preciso en el que el radio-despertador avanzará, minuto a minuto, vida a vida.

Mi reloj se paró a las 10:48 horas.

miércoles, 8 de febrero de 2012

Perdón

A la mujer que vino de Marte,

El último día del año aterrizó su nave espacial en la calle Fuencarral y comenzó su aventura en La Tierra. Al poner su pie sobre suelo terrícola fijó sus ojos en una pequeña tortuga que atravesaba lenta, pero decididamente la calle. Sonrió y se dijo a sí misma que ella sería tan firme y valiente como ella. Y sintió el deseo irrefrenable de tocar una guitarra.

Al albor de la primavera, el pensador daba patadas al balón en uno de los muchos parques que rodeaban su casa. Cansado se sentó en el césped y bajó la mirada al verde. Una araña, de esas compuestas por una cabeza más pequeña que una lenteja y ocho patas largas como espaguetis, le saludó desde un trébol y dio comienzo a una amistad que se prolongaría muchos años en el tiempo.

La vida es sabia y sabe cómo manejar cada fusión. A veces habla más, otras deja más espacio al silencio. A veces ríe más, otras la seriedad toma mayor protagonismo. A veces se compra más en Pull&Bear y otras en Carrefour. Pero lo que la vida mantiene inalterable de principio a fin es el amor. Bueno, sí que lo transforma, lo acrecienta sin parar. De principio a fin.

La extraterrestre paseaba por Gran Vía, atenta a todo lo que sucedía a su alrededor. Desde lo más profundo de sí misma deseaba preguntar qué eran esos aparatos con ruedas que emitían humos y ruidos, por qué las personas se movían de un lado a otro a toda velocidad, por qué dos chicos jóvenes pegaban sus labios unos contra otros mientras cerraban los ojos y se abrazaban… Cuando pasó delante de un restaurante monárquico se cruzó con un perro cócker negro. Le sonrió.

El que gritaba en voz baja empezó a hacer lo que más solía, pensar. Lo tenía todo. Tras muchos momentos duros, lo consiguió. Sin embargo, todo le parecía poco para la hada. Intentaba superarse día a día, para ser digno de ese maravilloso ser. Se dio de bruces con nuevas situaciones, naturales y cotidianas, pero novedosas para él, y no las supo gestionar como ella se merecía. Lo primero y lo segundo, adornado de esas neuronas intratables hizo el resto. Intenta hacerlo bien, pero no siempre lo logra. Y le vino a la mente una frase de Oriente…

Es imposible. No se puede controlar todo. Que las cosas cambien respecto de cómo eran al principio no significa que vayan a peor. De hecho, es necesario que cambien, que se amolden a cada nueva circunstancia. Él so no lo vio. Lo ve ahora. Ella sí lo atisbó y lo asumió como lo que es, normal. Lo hizo bien y por eso no debe alterar ni un ápice su comportamiento –bueno, quizá algo relacionado con su mesilla, pero nada importante…–.

Tenía unos ojos grandes y brillantes, que irradiaban más luz que los tres soles que George Lucas imaginó para su saga. Oscuros, pero claros. Que hablan más que muchos parlanchines de boquilla. Una imagen vale más que mil palabras, dicen por ahí. Eso es porque no han conocido esas dos perlas. Al contemplarlas puedes conocer su pensamiento casi al dedillo. Su pelo, con un flequillo rebelde y maduro. Como ella. Olor inconfundible y tacto cautivador. Mejillas sabrosas, rojas como los atardeceres gijoneses, y suaves como sus botas. La boca es punto y aparte. Harían falta millones de páginas para describirla fielmente. Basta con decir con que la sensación de esa esquina suave, justo al noreste de su boca, contra mis labios es lo más maravilloso que se puede experimentar en la vida. Los lunares, pellizcos de cielo sobre La Tierra, infinitos, sublimes. Acariciar su piel es como acariciar el mar. Te traslada a una dimensión desconocida. Es pura adicción. Transmite su energía a través de cada uno de sus poros y te acelera los latidos del corazón sin que apenas puedas percatarte de ello.

¡Cómo no vas a exigirte con ella! Pero hacerlo bien.

miércoles, 11 de enero de 2012

Maestros de todo

A Georges Prosper Remi,

Gurú. No es mi villano favorito, no. Algo de villano puede que arrastren, pero de favorito, ni una letra. Hace poco cené en el Gino’s de Arenal —publicidad sin ningún tipo de contraprestación, a ver si se estiran y me pagan un Chocolatissimo gratis— con unos amigos y compañeros de la facultad. Entre pizza y pizza surgió como de la nada el apasionante tema de las redes sociales y, puesto que Tuenti nos queda un poco lejos a los de la Generación del 83, optamos por centrarnos en el pajarito amorfo.

Dejando de lado por un momento la irrefrenable presión que la dichosa herramienta suscita sobre uno para captar más y más seguidores como si de una religión se tratara —yo también soy de los que tuercen el gesto cuando ven que han perdido followers—, alguno de los agradables comensales se refirió a Ignacio Escolar como uno de los fijos a seguir en Twitter. “Es un gurú del periodismo”, espetó (qué forma de sonar la de este verbo). Vaya por delante que el exdirector del diario Público me parece un buen periodista, pero que adolece de uno de los vicios más extendidos últimamente en el gremio: la pedantería.

Los personajes públicos deben saber afrontar la crítica —cuando sea respetuosa— y no huir de ella con ironías fáciles o ignorancias prepotentes. Además de la asunción de opiniones contrarias, determinados periodistas se encarnan en el mismísimo Dios (o como se llame) y aparecen en todos los lugares del Planeta —y algunos extraterrestres— al mismo tiempo. Hacen actos de presencia inoportunos, con comentarios vacuos en unas ocasiones, y con ostentaciones intrascendentes de su sabiduría en otras. Hablar de ellos, aunque sea como sea. El protagonismo es su droga. Y todo esto sin mencionar la imposibilidad orgánica que tienen estos escritores y/o locutores de pedir disculpas cuando se equivocan. Y es que ellos nunca fallan. La infalibilidad está entre sus atributos. Aprobaron esa asignatura en la carrera.

Vuelvo un segundo a la calle Madrid de Getafe para recordar una frase de un profesor de Medios, Receptores y Usuarios —pocos nombres de asignaturas serán tan horrendos y difíciles de acortar como este— que explicaba a menudo a sus alumnos: “un buen periodista debe dudar siempre de todo”. Siguiendo a pies juntillas el tenor de la sentencia, la mayoría de los grandes “gurús” actuales de los medios de comunicación no son grandes periodistas. No dudan de todo. Más bien, no dudan de nada… de lo que ellos digan.

Verdad absoluta y opinión propia son almas gemelas. “Yo lo digo y es así”. Le contradices con argumentos reales y ciertos, pero le es indiferente. Te vuelve a explicar sus razones con otras palabras y en un tono de voz más alto; se autoconvence. “Es así”. “Tengo razón”. “Estás equivocado”. “Punto y final”. No hay lugar a dudas, literalmente. Este comportamiento encierra, además de soberbia, grandes cucharadas de falta de respeto hacia el contertulio o debatiente. En una conversación con estos ejemplares de “certidumgods” solo hay una cosa segura: has perdido. Aunque en última instancia se presenten un perito y un notario y den fe de que la razón está de tu lado, tu casillero siempre será inferior al del “gurú”. Pues nada, que su mentira les acompañe.

Supongo que para Pedro José Ramírez contemplar la posibilidad de errar es rebajarse a la andrajosa condición de ser humano. Pues para su desgracia, y no sé si la nuestra también, es tan persona como yo, como el dueño del Kebab de debajo de mi casa o como José Mourinho. Bueno, quizá compararlo con el portugués son palabras mayores. En cualquier caso, sí, la pareja sentimental de la Grande de España dueña de esos diseños tan bonitos también se equivoca (aunque él no lo sepa o no lo quiera saber).

Quizá sea mejor no decirles nada, dejarles vivir en su mundo de orden y progreso (en honor a Brasil) que gira al son que marcan sus opiniones. ¡Viva la fantasía! Dicen que la fama se acaba subiendo a la cabeza. Hay ejemplos de ello en el cine, el deporte, la política, las artes plásticas, la música y los andamios. Los dos nombres propios, entre otros muchos, son la prueba de que el periodismo no es una excepción. La arrogancia, el engreimiento y el protagonismo fatuo no casan bien con ningún oficio, pero con mayor razón han de quedar fuera de los que explican a sus iguales la realidad.

No seamos más papistas que el Papa. El periodismo, simplificando —quizá, o no, en demasía— es contar a los demás lo que sucede. Sí, se estudia durante cuatro, o dos (para los más listos), años en la Universidad pero no nos engañemos, nuestra función es mantener informada a la sociedad, o de forma literal, dar forma a la opinión pública para que pueda darse un gobierno democrático. Los baños, además de necesarios por higiene física, también son terapéuticos para la conciencia. Uno de humildad de vez en cuando no viene mal. Algunos, más que baños, requieren de sesiones intensivas de buceo en apnea. Otra cosa, que no se deduzca de aquí que yo entiendo la profesión como un desprecio, como una “bacalá” que está al alcance de cualquiera. Nada más lejos de la realidad. Necesita de actitud y aptitud. Ni blanco ni negro. Gris marengo. Los gurús son muy de polos —no de Frigo—.

No pretendo hacer una apología de la falsa modestia. Aunque, ya puestos a ser sinceros, prefiero mil veces antes a un modesto —aunque sea falso— que a un ególatra. Los “protas” quedan bien en el cine, pero creo que en el mundo del periodismo solo deben serlo los actores de las noticias. En las “5 W’s” hay un “Who”, pero no referido al autor de la información, precisamente. Estar orgulloso del trabajo propio me parece un método fantástico para la autoestima, pero la propaganda infinita de una pieza o artículo acaba siendo insoportable para los extraños, y farsante para el autor. Vuelvo al punto medio, a la moderación, a la justa medida.

Esto es así y quien diga lo contrario está equivocado. ¡Hala! ¡Ahí lo dejo!

miércoles, 14 de diciembre de 2011

Tercera planta

Al SOPP,

Soy una persona rutinaria. Bueno lo de persona no está del todo confirmado. No doy la bienvenida a la improvisación. Llevo más de cinco años repitiendo la misma escena de lunes a viernes (llámale viernes, llámale jueves…), pero ese hábito ha concluido hace poco. Ha sido un bonito capítulo de mi libro, pero el lector quiere más. Se pasa una página, pero los personajes aparecerán más adelante, si ellos quieren. Han sido muy bien acogidos por la crítica, pero sobre todo por el público.

Frío, calculador y tímido. Tres calificativos que algunos han escrito en mi cada vez mayor frente. Tímido, lo soy, a veces hasta enfermar; calculador, lo intento, ya he dicho que las sorpresas juegan en campo contrario conmigo, no obstante, soy más de letras. Y frío… qué le voy a hacer, nací en el Norte.

Lo que no me han llamado mucho, al menos más allá de ambientes sureños, es sectario. No pocos lo denominarán oportunista. No lo creo. Sé hasta dónde puedo hablar y hay códigos de amistad que jamás cruzaré. Hace unos meses, en plena batalla editorial, un irlandés me aconsejó que tomara las decisiones pensando solo en lo que más me conviniera a mí. Así he intentado actuar. En ese camino han ido mis pasos.

En una de mis peores épocas, un melómano de Lavapiés me recomendó la película ‘Pequeña Miss Sunshine’. Sublime. La vi unas horas antes de asistir a uno de los mejores conciertos que he presenciado. Fue en la Sala Heineken, ofrecido por unos chavales de Liverpool bailaron al son de Joy Division. “Un perdedor es el que tiene tanto miedo de no ganar, que ni siquiera lo intenta”, le explica a la protagonista del filme su abuelo en una famosa escena en una habitación de hotel. No he perdido. Sí lo hice hace algo más de tres años, cuando no puse nada de mi parte, salvo excusas.

Paso de golpe un capítulo de casi cinco años, probablemente los más intensos de mi vida. El 7 de marzo de 2007 empezó todo. Había partido de fútbol 7 en la universidad getafense, pero yo tenía una cita con la jefaza. Una odisea de hora y media de transporte público después, abrí la puerta y una mujer amabilísima (con el tiempo me di cuenta de que lo llevaba en la sangre) me hizo esperar en un cómodo sillón. Tras corregir una información sobre unas elecciones, el enlace era un hecho.

Seis meses entre cabinas y quintas ruedas. Lo pasé bien. Sin apenas levantarme durante cinco horas, cinco días a la semana, eso sí, pero disfrutando de risas y aprendiendo de tacógrafos. La dedicación era irreprochable. Compaginándolo con idas y venidas de picapleitos y con las últimas asignaturas de juntaletras, así pasé feliz medio año. Inolvidable mi primera rueda de prensa: una calurosa mañana de junio en la calle Serrano, sobre el Proyecto Galileo. Entre medias, llamadas enmascaradas del equipo Cepsa del Campeonato de Camiones, división de opiniones sobre el tamaño del Puerto de A Coruña, obsoletas plataformas aragonesas, ferros invisibles, chistes, abertzales…

Luego tocó quedarse en casa para elaborar curiosas entradillas, informativas y líricas, ideadas con la compañía de los cantos de pájaros durante las horas golfas. Y luego las fotos… Posiblemente el mejor momento de los reportajes. También el más frustrado, junto con el de la recogida de los emolumentos correspondientes.

Y llegó el momento del ascenso… o como se diga. Nervios, incertidumbres e ilusión. Costó al mucho principio, mucho también al final, pero con la ayuda de la buena gente que allí abunda todo fue más fácil. El análisis de los precios de chatarras férricas, los interesantes viernes junto al maquetador más apasionante que existe, o la profundización en los sentimientos con personas amantes del motor fueron solo algunas de las tribulaciones que me dieron la oportunidad de experimentar en esa oficina. Pero, sin duda, en esta época sucedió lo más importante de todo: por fin latió. Una flecha atravesó los pasillos y se me incrustó en el pecho mientras permanecía de pie delante de la máquina de café. Aquello marcó todo. Y lo marcará. Desde entonces nada fue igual. Para regular al principio, para bien un tiempo después.

Cuatro carambolas, de esas que te marcan el destino, propiciaron mi llegada a los retailers. Un empujón de unos amigos y adelante. Los comienzos no suelen ser fáciles. Este no lo fue. Pero los compañeros se esmeraron por hacerlo más ameno, y lo consiguieron. Tanto que me gustó. Aún me gusta. Ha sido el periodo en el que más tiempo he pasado, con viajes, fiestas, encuentros, jornadas y congresos a troche y moche. Ha merecido la pena.

Durante todos estos días he conocido personas excepcionales que siempre llevaré conmigo. Recuerdos imborrables, que podrán ser rememorados en cualquier momento. Ellos saben quiénes son. Por conversaciones, por quedadas, por confesiones, por risas, por desencuentros, por consejos, por compañías, por ayudas, por todo.

No me gusta caer mal a alguien, pero también sé que imposible tener la simpatía de todos, salvo que seas Vicente Vallés o Víctor Goded. La falsedad es el límite. Nunca lo he traspasado. 1983. Nunca un año fue tan polémico. Al menos para algunos. Hubo quienes lo asumieron como una broma y otros que se lo tomaron más en serio. Para estos últimos, si se sintieron ofendidos, mis más sinceras disculpas. No fue mi intención. En mi opinión, es algo absolutamente banal comparado con confidencias personales u otros actos bastante más ilustrativos de un sentimiento de amistad. Pero cada uno tiene su opinión.

No soy de trincheras. Me gustan más los despachos, la diplomacia. Sé que eso tampoco suele ser bien recibido en algunos estadios. En El Molinón a los carbayones no se les da la bienvenida con flores. Es lo que hay. Si alguien espera de mí acalorados encontronazos, gritos por doquier o intolerancia sin motivo puede hacer eso, esperar. Me he equivocado muchas veces, alguna de ellas por tener una actitud de estas basada en apariencias y prejuicios. Trataré de no tropezar dos veces.

He tomado una decisión y espero que salga bien. Solo eso. A los que quedan y les quiero, que sean felices.

lunes, 9 de mayo de 2011

La Puerta del Sol

A las estrellas

Todo lo que pasa es siempre para bien. Me lo solía decir mum y todo el mundo sabe que las madres no se equivocan. Que tu equipo cayera estrepitosamente con un escándalo arbitral, que suspendieras una asignatura porque en el examen preguntaban los dos únicos temas que no te habías estudiado, que perdieras lo que más querías… todo siempre sucedía porque en el futuro las cosas iban a mejorar.

En el momento resulta increíble, casi hasta ofensivo, pensar que una desgracia debe ocurrir para que la situación torne feliz, pero la realidad es esa. La transformación de lo negativo en positivo es gradual, nunca inmediata, si bien, el talante con el que se afronta el suceso se antoja decisivo para divisar y asumir la mutación.

Todos hemos atravesado momentos que parecían acabar con nuestro mundo, pero siempre, siempre, siempre hemos remontado el vuelo. Porque es un instinto humano el sobrevivir, el querer disfrutar de la vida.

No sé si es fe, esperanza, ánimo, inconformismo o ilusión. No creo que influyan las creencias, sí el poder de la mente. En momentos de desesperación hay mucho amor, cariño y favor alrededor.


Esta es la historia:

"Érase una vez un rey al que le llegó el rumor de la existencia de un sabio que todo lo conocía. Ordenó a sus secuaces que lo presentaran ante él para hacerlo su consejero particular. De este modo, el monarca comenzó a llevarlo siempre a su lado y consultarlo sobre cada acontecimiento de importancia que sucedía en el reino. El consejo principal del sabio era siempre: “Todo lo que pasa es siempre para bien”. No transcurrió mucho tiempo antes que el rey se cansara de oír la misma frase una y otra vez.

El máximo mandatario era un gran amante de la caza y solía frecuentar los prados que rodeaban su castillo en busca de presas animales. Un día mientras cazaba, el rey se disparó involuntariamente con su escopeta un tiro en un pie. Preso de su dolor, se volvió hacia su consejero -siempre a su lado- para pedirle su opinión, y el consejero no varió su discurso: “Todo lo que pasa es siempre para bien”

Esta respuesta enfadó sobremanera al rey, que inmediatamente ordenó que encarcelaran a su consejero. Esa noche, el monarca bajó a la prisión para visitar al sabio, y le preguntó sobre su ingreso en la cárcel. El recluso respondió como siempre: “Todo lo que pasa es siempre para bien”. La cólera del rey alcanzó límites insospechados y decidió dejar al sabio en la celda.

Un mes más tarde, el rey volvió a salir de caza. Durante la batida se alejó demasiado de su guardia personal y fue capturado por los miembros de una tribu enemiga. Los nativos lo trasladaron a su campamento para sacrificarlo y ofrecerlo a sus dioses. Atendiendo a sus tradiciones, la tribu únicamente entregaba ofrendas perfectas a sus deidades y el rey parecía reunir todas las condiciones para ser el regalo ideal.

Sin embargo, cuando los nativos estaban inspeccionando al futuro cadáver para llevarlo al sacrificio descubrieron la cicatriz en el pie que había causado aquel disparo durante la jornada de caza. Por ello, los miembros de la tribu no tuvieron otra opción más que rechazarlo para el sacrificio. Liberaron al monarca y éste regresó a su reino.

El rey llegó su palacio y se dirigió al calabozo donde estaba su consejero, lo puso en libertad y le contó sus aventuras, aceptando que si no hubiese sido por el tiro que se infringió en el pie, habría muerto, y el sabio le respondió que gracias a que lo había encarcelado, él tampoco estaba muerto, ya que siempre estaba a su lado y no tenía ninguna herida que hubiera evitado su sacrificio en sustitución del rey."


Cuando todo parece un muro infranqueable, siempre se abre una puerta (o una ventana).

jueves, 6 de enero de 2011

La verdadera libertad de información

A Hans Kelsen,

Los periodistas pueden verse regulados por Ley en unos pocos meses. No es algo por lo que haya que alarmarse ni rasgarse las vestiduras, el ejercicio de muchas otras profesiones liberales también lo están y nadie ha puesto el grito en el cielo por ello. Para desempeñar la labor de arquitecto, abogado o médico es necesario contar con un permiso concedido los Colegios Profesionales respectivos. Estas instituciones constituyen entes privados capaces de sancionar a los trabajadores que están bajo su amparo, y nadie se ha manifestado en contra de ello. ¿Por qué en el supuesto de los periodistas la situación iba a ser diferente?

Lo cierto es que la labor periodística en España está atravesando una etapa de manifiesta decadencia en todos los aspectos. Informaciones no contrastadas, manipulaciones de noticias, precariedad laboral de muchos periodistas, intromisiones en la intimidad sin ningún tipo de escrúpulos, insultos, mentiras con intención, y un sinfín más de irregularidades que a diario inundan los periódicos, las radios, la televisión o Internet. Parece que algo no funciona en la labor periodística actual.

Muchos se oponen al Estatuto del Periodista que se pretende aprobar en el Congreso próximamente, pero, ¿ha propuesto alguno de estos críticos alguna otra solución? Una medida lanzada por voces contrarias a este texto es la llamada autorregulación. ¿Acaso no la hay ya en la actualidad? Es innegable que los medios de comunicación practican a día de hoy la autorregulación. Muchos de ellos cuentan con códigos propios de conducta, otros con Comités de Redacción internos, regímenes de incompatibilidades, convenios sancionadores particulares, etcétera. Pues bien, el resultado de la autorregulación de los medios es la paupérrima situación de la información actual que se ha descrito unas líneas más arriba.

Sin embargo, es lógico que la gran mayoría de los profesionales del periodismo alcen la voz contra una regulación seria. A nadie le gusta quedar sometido a unas reglas de juego concretas, pero en determinadas situaciones resulta necesario. Y el periodismo en España requiere de esa normativización desesperadamente. Los críticos alegan que con la aprobación del Estatuto los poderes públicos podrán intervenir en el ejercicio de la profesión periodística, podrán incluso censurar aquello que les perjudique y se vulnerará la libertad de expresión e información consagrada en el artículo 20 de nuestra Carta Magna.

Nada más lejos de la realidad. La norma que se está discutiendo perfeccionará la libertad de información que en la actualidad es viciada diariamente por aquellos pseudoperiodistas que calumnian, injurian y manipulan sin descanso porque saben de la inmunidad que les protege. Beneficiará al público, puesto que se sabrá seguro de estar recibiendo información veraz y de calidad, y beneficiará también al propio gremio periodístico, ya que gozarán de una reputación bastante más honorable de la que disfrutan ahora debido a las continuas falsedades y manipulaciones que muchos de ellos han venido ejerciendo a lo largo de estos años. Una cosa es el derecho a recibir o comunicar libremente información a través de los medios de difusión, y otra muy distinta el derecho a manipular, mentir, insultar y faltar el respeto a los ciudadanos.

Es cierto que los informadores pueden ser llevados a los Tribunales civiles y penales, pero no es menos cierto que la Jurisprudencia Constitucional, sin ir más lejos, da primacía a la libertad de información sobre el derecho a la intimidad, por ejemplo. Es decir, no son pocos los supuestos donde el periodista irregular ha salido absuelto frente al particular perjudicado en sus derechos legítimos. También resulta indiscutible que en los escasos supuestos donde el periodista en cuestión es condenado a rectificar, dicha rectificación se realiza de una manera muy tangencial, y es seguro que no tiene la mitad de relevancia de lo que la tuvo la noticia falsa.

Otro perjuicio alegado por los periodistas críticos con el Estatuto es la excesiva burocratización que conllevaría su aprobación. Pues bien, estamos saturados de periodistas de boquilla que no han pisado una facultad de periodismo en su vida y que, por si fuera poco, su calidad para redactar o contar historias brillan por su ausencia. Incluso los propios licenciados en periodismo que siempre se habían mostrado en contra del intrusismo que sufría su oficio ahora parece que les incomoda que se regule. Su contradicción clama al cielo.

El periodismo constituye hoy un pilar democrático básico en nuestra sociedad. Su influencia en los ciudadanos es incalculable y su labor como controlador del poder ejecutivo, necesaria. Por ello, los periodistas no pueden actuar irresponsablemente, sin tener que dar cuentas a nadie. Sus actuaciones deben estar reglamentadas convenientemente ya que, como ha quedado claro, los profesionales del periodismo suponen el cuarto poder de los Estados democráticos. ¿Acaso no están regulados los miembros del poder judicial, del poder legislativo y del poder ejecutivo? ¿Por qué no tendrían que estarlo también quienes ejercen un control sobre ellos, como son los periodistas? Y más aún, teniendo presente que éstos no son más que empleados que trabajan por cuenta ajena para empresas de comunicación, para las que priman maximizar sus beneficios económicos apoyando a sus líderes políticos de turno, por encima de ofrecer una información veraz y de calidad a la sociedad.

Otra crítica muy esgrimida por los contrarios a la regulación es la de la creación de un Consejo Estatal de Información, al que se le califica casi como de censor previo al periodista. Pues bien, este Consejo es una institución de naturaleza pública que viene a ser un sustitutivo del Colegio Profesional, de carácter privado. Emanaría del Parlamento, es decir, de la soberanía nacional, de la representación del pueblo, ¿hay algo más democrático que eso?

martes, 3 de agosto de 2010

Pisando el embrague

A Nigel Mansell,

Nunca me he vuelto a despertar tan empapado como aquella noche. Corría el mes de mayo, así que el calor no era especialmente malvado con los madrileños… todavía. Mi pijama no se había bebido litros de sudor esa madrugada por la temperatura ambiente, sino porque mi corazón había estado latiendo (y aún lo hacía) tan rápidamente que mis tripas se habían derretido y huían despavoridas por los poros de mi piel.

Eran las cinco de la mañana y tres horas más tarde me examinaba del práctico para sacarme el carnet de conducir. Con mi fino pijama de verano adosado al cuerpo me levante de la cama, aparté las sábanas húmedas de mis pies y me asomé a la ventana. Las calles estaban más vacías que nunca, más oscuras que nunca. Ni siquiera las luces naranjas de las farolas me dejaban ver los coches aparcados y las aceras adoquinadas.

Sentí hambre. Tenía el estómago vacío. No tenía estómago. Se había licuado en el ajuar de Spiderman, encima de la cama. La cuarta parte de una tortilla de patatas, elaborada por el mejor cocinero del mundo, que apenas cinco horas antes había caído en mi buche aderezada con un poco de pan y Ketchup, simplemente, no había existido. Contaba con cinco testigos humanos y uno perruno que podrían confirmar que efectivamente cené, pero la realidad era que me había desaparecido todo el aparato digestivo.

Me fui a duchar pesando 15 kilos menos. Ha sido la ducha más cruel que he tenido en mi vida. No sé cómo explicarlo, pero estoy convencido de que las duchas nos hablan, nos escuchan, nos aconsejan y nos manipulan. Las hay de todo tipo, que nos reconfortan, nos animan, nos deprimen, nos ilusionan… esta me intimidó.

Entré en la bañera (siempre me ha gustado más que el plato) tranquilo, sosegado, conocedor de que aquella mañana tenía una cita con el embrague. Salí temblando. Me vibraba hasta la última plaqueta de mi cuerpo. Un vibrador andante, sin duda. Antes de que me cayera la primera gota de agua sabía que tenía posibilidades de aprobar, después de que me cayera la última aprobar era tan posible como que me fuera de copas con José María Calleja, Kurt Cobain y Ana Obregón. Nunca había existido esa opción, como la tortilla de la noche anterior.

Con dificultades –por el pulso acelerado-, me vestí y fui a la cocina a desayunar, a ver si la aorta podía hacer las veces de esófago y el páncreas de estómago. Abrí la puerta y un rabazo en la rodilla me terminó de despertar. Se te echa de menos, Volga. Un vaso de leche blanca con Nesquik y cinco galletas María Dorada. A duras penas se hacían un hueco en mi garganta. Sin quitarme ojo y babeando como si me estuviera zampando la última chuleta del Planeta, Volga me observaba con una mirada interesada. –Si me das una de esas te prometo que apruebas, que soy capaz de comerme al examinador, si hace falta…

El día anterior el profesor nos había citado a las siete de la mañana a la puerta de la autoescuela. Eran las 5.30 horas y cada segundo tardaba una eternidad en consumirse. Me tiritaban las piernas, así que decidí tumbarme en la cama –todavía húmeda- y esperar a que el tiempo me llamara. Recuerdo sentir los latidos de mi corazón sacudiendo a toda velocidad. Los golpes eran tan fuertes que retumbaban en los muelles del somier, de tal forma que tuve que subir el volumen de la radio para volver a percibir la voz de Iñaki Gabilondo. Sólo en otra ocasión he vivido esa misma escena sobre una cama: en Gijón, hace tres años, después de una madrugada de Pros mundialistas y Ballantines, de la mano de Red Bulls y tres amigos periodistas.

Se abrieron enormes grietas en mis sesos (que creo que aún no se han cerrado) de tanto recordar, una y otra vez, los pasos a seguir para poner en marcha el 206, las velocidades exactas a las que cambiar de marcha, el proceso establecido en los adelantamientos, las medidas dispuestas para proceder a los aparcamientos… Seguía convencido de que aquella no iba a ser mi mañana. Un profesor dubitativo, un Móstoles desconocido y una ducha convincente habían hecho mella en mi –maltratada por mí- autoestima hundiéndola hasta el piso semisótano. La bajaron en ascensor desde la duodécima planta en una noche de festejos indios.

Me llamó la hora, me levanté, cogí la bomber y me dirigí a la autoescuela. Estaba a diez minutos andando de mi casa, pero aquel desplazamiento se me hizo infinito. No me crucé con nadie. La noche seguía siendo cerrada en Madrid. Mi estómago seguía en paradero desconocido. Poco antes de llegar al lugar acordado, lancé al cielo las frases de rigor. Aquellas plegarias que soltaba (y suelto) al aire en momentos decisivos con la esperanza de que alguien las recoja y me eche un cable. Ruegos invocando a la justicia, al mérito, a la fortuna… También besé a la Virgen de la Peña de Francia, que aún hoy me abre las puertas, y a La Santina, que me acompañaba pegada al pecho en forma de medalla.

Con las súplicas rutinarias primero, y con los ósculos divinos después, mi confianza tomó oxígeno. No mucho, pero lo suficiente como para empezar a sentir mariposas en un hasta entonces estómago exiliado y para que el temblor en las piernas se tornase en mero cosquilleo. Autoconvencimiento basado en la fe, en lo inmaterial, en lo etéreo, en… nada, en un llavero y en una cadena, por el amor de Dios… pero autoconvencimiento, al fin y al cabo. Aquella maldita ducha, mala pécora, empezaba a yacer en el olvido.

Mi seguridad creció doce palmos más de un tirón al doblar la esquina que me dejaba junto a la autoescuela. Comenzaron entonces a revolotear sobre mis meninges (de pequeño las confundía con las anginas, supongo que por los sonidos de la ‘n’ y la ‘g’) voces, consejos e imágenes de personas cercanas, tranquilizándome, animándome y apoyándome en la ardua tarea de la conducción. Mi padre, Jorge, Adi, Toyi, Jhona, Toño, Manu, y unos cuantos más aparecían en conversaciones que habían tenido conmigo en los últimos meses hablando sobre coches. –Esto es más fácil de lo que parece. Es más difícil montar en bicicleta, hazme caso- me decía Toño volviendo de una comida veraniega en El Cabaco.

Fueron como ángeles. Cogieron mi autoestima y la elevaron por encima de las nubes, que aparecían de color morado sobre el cielo negro de la noche. Llegué a la puerta de la autoescuela con cinco minutos de adelanto. Aún no había nadie. Bueno sí, mis ganas de aprobar ese carnet se habían disparado de mis huesos y allí estaban, desayunándose unos cruasanes y unos cafelitos de Senseo.

Me reuní con ellos y les pedí, les rogué, que se calmaran. Les dije que no hay nada seguro en esta vida (salvo que España iba a ganar un Mundial de fútbol), así que lo mejor era ser optimista, pero con los pies en el suelo. No había conducido por la tierra de Iker y mi profesor pensaba que mi examen llegaba demasiado pronto. Las cautelas seguían ahí, no eran tan grandes como las había dibujado la ducha, pero eran de talla XL, sí.

Llegaron dos alumnas más, con más clases que yo y ya con experiencia en exámenes prácticos. Sin embargo, ninguna de las dos era especialmente positiva. Por desgracia, e injustamente, a eso de las 11 de la mañana se confirmaron sus predicciones. Un poco después arribó el profesor, que nos condujo hasta el lugar donde nos teníamos que examinar. En el trayecto de 18 kilómetros que separa Móstoles de la capital, volví a perder mi estómago. Cobarde… Pero no fue el único. Cuando llegamos al centro de exámenes y me avisaron de que yo sería el primero de los tres en realizarlo, tres cuartas partes de mi aparato respiratorio huyeron endemoniadas de mi cuerpo.

De mi práctica sólo recuerdo unos cuantos flashes. Recuerdo que nada más arrancarlo pegué un acelerón. Miré a mi profesor que devolvió la mirada subtitulada: -Otra más de estas y no corremos en Montmeló, tío-. Recuerdo una conversación eterna entre mi profesor y el examinador sobre Galicia y sus bondades gastronómicas. Recuerdo conducir en una autopista cuando empezaba a salir el sol. Recuerdo aparcar en línea. No debieron ser más de 20 minutos. Tuve toda la suerte del mundo. Cuando mi profesor me enseñó la hoja de mi examen no sé cuantas toneladas me quité de encima, pero recuperé todos y cada de mis órganos, más orgullosos y sanos que nunca.

Desconozco si fueron las oraciones pre-exámenes, los ruegos celestiales, los ánimos sinceros de mi gente en secuencias de tráilers o la conversación galaico-alimenticia que tuvo ocupado a mi examinador, pero tuve suerte. Se dice que la suerte hay que buscarla. Creo que hay personas que la consiguen sin buscarla, que acceden al premio sin comprar el boleto. Yo soy muy afortunado en muchas cosas: familia, amor, amigos, trabajo, salud… Tengo la suerte de haber dado con las mejores personas del planeta, los mejores padres, hermanos, novia, sobrinos, primos, abuelos, tíos, amigos, perra, gata, compañeros, examinador de autoescuela…

Aquel viernes salió soleado. Llegué a casa al mediodía y Flor estaba viendo la televisión en el salón mientras desayunaba. Le dije que había aprobado, sonrió, me felicitó y me dio dos besos. Por la tarde fui con Manu a La Pedriza (condujo él, jeje). Por la noche Telecinco emitió Aún sé lo que hicisteis el último verano. La vi con un bol de palomitas y me acosté. No escuché ecos de latidos en el somier. La ducha y yo nos hemos reconciliado.