–¿Qué vas a hacer el finde?
–Pues nada en especial.
Estas 10 palabras no solían faltar todos los viernes comprendidos entre el 1994 y 1999. Era la época del instituto, adolescentes con ganas de bailar, beber, ligar, conocer gente… pasarlo bien, en definitiva. Mi concepción de pasarlo bien tenía poco que ver con esas actividades. Ostentaba el récord galáctico del sentido del ridículo, prefería el zumo de tomate al ron con cola, las chicas no eran una prioridad y la soledad no me incomodaba, más al contrario, la llamaba a mis brazos siempre que podía.
–Pues nada en especial.
Estas 10 palabras no solían faltar todos los viernes comprendidos entre el 1994 y 1999. Era la época del instituto, adolescentes con ganas de bailar, beber, ligar, conocer gente… pasarlo bien, en definitiva. Mi concepción de pasarlo bien tenía poco que ver con esas actividades. Ostentaba el récord galáctico del sentido del ridículo, prefería el zumo de tomate al ron con cola, las chicas no eran una prioridad y la soledad no me incomodaba, más al contrario, la llamaba a mis brazos siempre que podía.
Jugar a los videojuegos –quizá debería concretar en el ISS
Pro y Winning Eleven (precursores del mítico PES)–, practicar deporte, ver la
televisión, escuchar la radio, leer y estar con mi familia y con mis dos
grandes amigos. Así solían ser mis findes teenagers. Cuando las hormonas de mis
compañeros de clase estaban de San Fermines, las mías estaban de procesión [de
Valladolid, para más inri]. Costaleras contentas, sin echar de menos las
borracheras y los encierros pamplonicas.
El viernes por la tarde, mientras Los Otros (vaya 6 euros o
500 pesetas de entonces tirados a la basura) hacían botellón frente al centro
de salud –qué ironía, por cierto– mis neuronas se centraban en cómo superar a
la defensa de Brasil en el Mundial del ISS. Escocia, mi selección, me daba más
disgustos que alegrías, pero me lo hacía pasar de fábula (qué expresión más
antigua… muy grande Esopo, por cierto; otro día hablaré de él).
El ritual era siempre el mismo –la improvisación y yo nunca
nos hemos llevado demasiado bien–: terminaba de comer, solo en casa, escuchando
Ser Deportivos. Trasladaba la tele pequeña del cuarto de mis padres a mi
habitación, conectaba la Playstation 2 y el tiempo me teletransportaba tres
horas adelante mientras Paul Dickov fallaba continuamente delante del portero
(mirad un partido de Torres y comprenderéis a lo que me refiero). Todo ello con
La Ventana de Gemma Nierga como telón de fondo. Me gustaba esa procesión.
A eso de las 19:30h acompañaba a mi madre a casa de mi
abuelo. El trayecto era corto (unos 200 metros), pero a menudo nos deparaba
sorpresas inesperadas (redundancia tonta, pero hay que adornar un poco el
relato, ¿no? Es la costumbre de escribir palabras inútiles en los exámenes de
Derecho para ocupar más hojas…). Que si una niña se cae de los columpios y se
hace una brecha, que si un coche se lleva por delante un semáforo, que si un
tío se ha tirado por una ventana… Las historias típicas del Gente que tanta
alegría nos traía por las tardes Pepa Bueno.
La casa de mi abuelo era la casa de toda mi familia. Era
reconfortante llegar allí a cualquier hora y que siempre hubiera algún tío,
primo, perro o juguete familiar. Pasábamos en la sede Mata un par de horas poniéndonos
al día de las andanzas de cada uno de nosotros, haciendo compañía a una de las
personas más fascinantes que he conocido [su vida es digna de un Nobel, un
Oscar, un Pulitzer y todos premios del planeta] y leyendo el ABC, –no me seáis
prejuiciosos, que en la universidad nos decían que había que leer toda la
prensa (y el ABC lo es, aunque a veces no lo parezca)–.
El viaje de vuelta no solía ser tan accidentado.
Habitualmente acompañados además de alguna de mis tías con quien continuábamos
las brasas de las conversaciones que habíamos iniciado en el Santuario, nos
cruzábamos con grupos de jóvenes que calentaban motores de cara al Gran Premio
de la noche. En boxes, con las azafatas sujetando las sombrillas –qué
retrógrado me parece, por cierto; cuándo se sujetarán los pilotitos esos
dichosos paraguas– y llenando al máximo el depósito de combustible.
Llegábamos a casa, cenaba solo mientras escuchaba al
grandísimo periodista Carlos Llamas en su programa Hora 25 y me tiraba hasta
bien entrada la madrugada viendo los capítulos que había grabado durante la
semana de Urgencias. Qué gran serie. Green, Carter, Ross Benthom… siempre quise
ponerme enfermo en Chicago para que me ingresaran en el County General y me
atendieran esos doctores, con Seguridad Social de por medio, eso sí. Algo de
Eurosport y alguna peli también caían. Luego a la cama y a escuchar la radio.
A las 11:30 de los sábados quedábamos los tres mosqueteros en
el Barclays Bank para batirnos en un duelo futbolístico o tenístico. Por ello,
lo normal era tomar un desayuno rápido con cereales –ahora ya ni rápido no con
cereales– mientras mi padre planchaba y mi madre cocinaba escuchando el
programa musical Todos los gatos son pardos, de José Ramón Pardo, en Radio
España. Luego el turno era para el deporte. Lloviera, nevara o se acabara el
mundo, allí estaban los tres mosqueteros dejándose el alma dando patadas o
raquetazos. Para reponer fuerzas, a eso de las 14h, una lata de Sprite. Aquello
sí que era un rescate y no la línea de [des]crédito de Rajoy. Vuelta a casa,
duchita y a comer la ensaladilla más rica la Sierra de Francia.
Recuerdo estar recogiendo la mesa mientras sonaba la voz
peculiar de Julio Ruiz en su Disco Grande, sintonizado por el que, unos minutos
después, sería mi rival frente a la televisión. De nuevo Sony haciendo de
árbitro, de nuevo el Winning Eleven prendiendo la mecha. Solía ganar él, es lo
que tienen los maestros. Él lo es de todo. Una horita dándole a los mandos (con
perdón) y a casa de uno de los mosqueteros a seguir dándole. Éramos tres. Analizando
el partido matutino nos retábamos con el maldito invento japonés. Nos reíamos.
A eso de las 21h, y no sin tristeza (salvo el victorioso del día), nos
despedíamos hasta la semana siguiente.
A casa. Una bolsa de patatas fritas en los frutos secos y a
ver el partido de los sábados de la Liga. Una vez concluido éste, 30 minutos de
paz junto a Volga, una perra orgullosa de serlo. Y yo orgulloso de ella. Amiga
fantástica. La noche temática nunca faltaba a la cita. La locura, los nazis,
los extraterrestres, las drogas… podrían ser los argumentos de la última
película de Tarantino, pero no, eran los temas elegidos por este interesante
programa (reportajes y películas) que se prolongaba hasta las 03h de la
madrugada.
La camita me esperaba con un mucho de cine, en la Ser.
Programazo. Inolvidable Teófilo, el Necrófilo, María Guerra, Juan Zavala y
compañía. Aprendiendo mucho del séptimo arte, ¡sin verlo! Y después, el gran
Ponseti con Ser Aventureros. Viajando por el mundo sin salir de la cama, y
partiéndome de risa. Nota: Esta entrada no está patrocinada por la Cadena Ser. ¡Si
es que yo era un soso! Atención, sustitución: sale el pretérito imperfecto y
entra el presente. Pues eso.
El domingo abría sus puertas nunca antes de las12 del
mediodía. Con un poco de suerte había churros y porras para desayunar. Mis
compañeros de clase me hablaban de sus tremendas resacas dominicales, que les
dejaban KO hasta la tarde. Mentiría como un bellaco (juro que no intento emular
a Pérez Reverte y que no sé qué demonios es un bellaco) si dijera que nunca he
padecido una de esas. Pero, sinceramente, cada vez le veo menos sentido. Tres
horas borracho perdido, sin saber ni dónde estás, para que al día siguiente te
dé todo más vueltas que ZP a la palabra crisis y que no puedas ni mirar a la
cara a un filete de pollo sin que se te salgan los hígados por la boca. De vez
en cuando puede estar bien, pero todos los fines de semana… Me hago mayor, me
doy cuenta escribiendo estas cosas dignas de un buen padre de familia –bonita
expresión sobrexplotada en la carrera de Derecho–.
En mi caso, las mañanas de domingo eran indoor. No acostumbraba
a salir de casa. Leer, limpiar y ver la tele eran mis quehaceres mañaneros. Me
gustaba la lectura de la prensa antes de ir a comer. La subía mi padre, a
menudo complementada con unos barquillos de chocolate, una bolsa de patatas
fritas y pan recién hecho. ¿He dicho prensa? Digamos ABC, dominical y diario
AS, para ser más específicos. Los columnistas me atraían más que las
informaciones, Juan Manuel de Prada e Ignacio Camacho eran mis preferidos.
Me parece un exceso de vanidad el que algunos compañeros de
profesión estigmaticen a una cabecera por determinadas portadas (muchas de
ellas escandalosas y vergonzosas para el periodismo) sin ni siquiera haberse
leído un ejemplar en toda su integridad. Un periódico es mucho más que una
portada. No es la primera vez que en un saco de arena se encuentran varios
diamantes. A quien no lee de todo le faltan piezas del puzzle para opinar.
Muchas piezas. Hagamos examen de conciencia: ¿Quién alguna vez no ha visto un
ejemplar de La Razón o de Público y ha dicho “yo eso ni lo abro”? Pues ahí
están las piezas que nos restan para tener un conocimiento completo de la
realidad y poder hacer un juicio de valor con argumentos sólidos. Qué trascendente
me pongo…
El menú del día era paella. Cada semana le quedaba mejor a
la cocinera número 1 del mundo entero. La tarde era coto de Carrusel Deportivo
y la jornada de Liga. Se podía aderezar con un poco de letras de libro, de
imágenes de la televisión o, incluso, sueños. No iba yo a contradecir a la
Biblia: al séptimo día, viendo que su obra era buena, decidió descansar [aunque
realmente se refiriera al sábado]. Tras Pepe Domingo y Paco González el
siguiente invitado a mi transistor –sí, así de viejo soy– era José Ramón de la
Morena.
Y con él llegaba a la 1h de la madrugada, justo antes de
interpretar mi único baile del fin de semana: un pasodoble de José Luis del
Serranito. Sé que no es nada popular, pero la compañía que me hacía Manolo
Molés y Antonio Chenel en el programa Los Toros de la Ser, previo a la vuelta a
la realidad valdeluciana, era impagable. No entiendo mucho de toros y tampoco
puedo considerarme un aficionado (he ido dos veces a Las Ventas), pero tiene
algo especial. Comprendo a los que no les gusta (yo eliminaría el matar al
animal). En cualquier caso, ya puestos, aprovecho para hacer una petición a los
DJ’s de la noche madrileña: Menos Guetta y más Serranito, joe. Lo siento, pero
como Obélix, yo también caí de pequeño en una marmita de un druida.
A las 8h me despertaba y de vuelta al instituto.
–¿Qué tal el finde?
–Bien, como siempre.
–¿Qué tal el finde?
–Bien, como siempre.
De feliz procesión.
Nota a pie de entrada: En verano las cosas eran muy
distintas, pero eso será otro día.